Como entonces ahora en
tu presencia me pasmo,
mar, pero ya no me creo
digno de la solemne admonición
de tu respiro. Tú me has
dicho el primero
que el fermento minúsculo
de mi corazón era sólo un momento
tu peligrosa ley: ser vasto y vario
y al mismo tiempo inmóvil.
Eugenio MONTALE (1896-1981)
Fernand Braudel nació en 1902 en Lumeville-en-Ornois, un poblado de la norteña región montañosa de Francia. Hijo de un maestro, Fernand viajó a París donde obtuvo su título en letras (en 1923) en la Universidad de la Sorbonne. Aunque procuraba ganar una plaza de maestro en su ciudad natal, “la burocracia central” decidió enviarlo a Argelia. Y este hubo de ser su primer contacto con el mar Mediterráneo: el Mare Nostrum, génesis repentino de su obra magna.
Al pasar del norte de Francia a la costa de África se enamoró “apasionadamente del Mediterráneo”. La efusión por los viajes nacida en Braudel tras su estadía en Argelia (donde pasó tres años enseñando en la Universidad de Sao Paolo) representó un cambio de vida, al desprenderlo del ámbito geográfico de sus ancestros, campesinos de la región de Lorraine.
Advenía entonces la pregunta: ¿vivían una coyuntura similar los habitantes del Mediterráneo, quienes día a día realizaban viajes prolongados para mercadear sus productos? Las circunstancias, parecía evidente, obligaban a desplazamientos incesantes y a una interrelación sin tregua con los demás núcleos costeros de este Mar íntimo. Con la idea de ahondar en esta conjetura, Braudel apeló a estudiosos que sorteaban enigmas y respuestas en torno al vínculo entre el humano y el espacio aledaño.
El pensador alemán Friedrich Ratzel, tal es el caso, proyectó desde finales del siglo XIX (en sus obras Antropogeografía y Geografía Política) una visión totalizadora que advertía en el hombre propensiones a formar sociedades y a inspirar sus estructuras políticas según las particularidades del medio circundante. Un maestro de Braudel, Paul Vidal de la Blache, impugnó la idea de que aquella suerte de Ecología Política, propuesta por Ratzel, capitaneara el establecimiento de las sociedades humanas. E invirtió el concepto: al decir que eran las relaciones entre los hombres el elemento que de forma invariable afectaba la geografía, encajaba una referencia contrapuesta: Geografía Humana en lugar de Ecología Política.
Braudel, conocedor de las propuestas de Ratzel y de Vidal de la Blache, retomó la importancia que la situación geográfica y ambiental ejercía sobre las formaciones políticas, pero consideró siempre que en el desarrollo histórico las relaciones humanas configuran una geografía muy particular. Con esta orientación, Braudel definió un híbrido: la Geohistoria, cifrada en “el estudio de las relaciones económicas, culturales y de intercambio que los hombres emprenden —trazando rutas, forjando alianzas— en un espacio geográfico a través de una duración muy larga”.
Dos investigadores marcaron profundamente el pensamiento de Braudel: Marc Bloch y Lucien Fevbre. Ambos habían creado en 1929 una nueva escuela historiográfica en torno de la revista Annales; una publicación que rechazaba en sus páginas la torpe erudición del Historicismo en boga, que veía al hecho histórico como “el objetivo supremo, tal vez el único, para el historiador”.
Fevbre y Bloch −maestros de Braudel a su regreso de Argelia− habían enunciado tres postulados esenciales, que más tarde recogería el discípulo, exponiéndolos en su estudio sobre el Mediterráneo. El primer razonamiento aseguraba que la historia era una ciencia con una teoría y métodos propios, que asimilaba las diversas creaciones de los hombres de todos los tiempos, y que no podía reducirse solamente a la “historia política del acontecimiento”. La segunda afirmación insistía en que la historia debía estudiar todos los elementos de un espacio y de un tiempo determinados, con tal de descubrir la manera en que estas condiciones humanas se armonizaban e interactuaban. Y por último −el postulado más polémico− hacía un llamado a los historiadores contemporáneos a modernizar los métodos concretos de la ciencia histórica a través de una colonización de sus vecinas: las demás ciencias. En palabras de Fevbre, “volver a la Historia la reina de las ciencias sociales”. (PDM)
LA CIVILIZACIÓN MEDITERRÁNEA
Fernand BRAUDEL
El paisaje tiende a la uniformidad (continuación)
También la vid se instaló por todas partes, contra viento y marea, y contra las heladas, desde las épocas más remotas en que los hombres se interesaron por la labrusca, una vid silvestre de frutos apenas azucarados, originaria sin duda de Transcaucasia. La tenacidad campesina, el gusto de los bebedores, las transmutaciones oscuras de los suelos, el juego de los microclimas, crearon en el Mediterráneo centenares de variedades de vid. Hay cien formas de cultivarla, sobre estacas, abandonadas sobre el suelo como planta rampante, mezclada con los árboles, escalando los olmos o incluso los altos álamos de Campania. Plinio no acaba de enumerar las especies de vid y las formas de cultivo, además de la lista ya larga de vinos gloriosos.
Misma prolijidad respecto a los trigos, su peso específico, la harina que dan, o el valor para el hombre o para los animales de la cebada, la avena, el centeno, las habas, los guisantes. Aceite, vino, cereales, legumbres: ésta es la dieta básica, la mesa cotidiana de los hombres del Mediterráneo. Si nos imaginamos los rebaños —los ríos de ovejas trashumantes de Italia del Sur que convierten Tarento en una ciudad de pañeros—, si tratamos de reconstruir el cuadro añadiendo desordenadamente el boj, el ciprés piramidal —árbol fúnebre de Plutón—, el tejo de bayas venenosas, «muy poco verde, endeble, triste», podemos ver con Plinio el paisaje clásico de las llanuras y laderas del Mediterráneo. Y, ¿por qué no? preferir como él a todos los perfumes de Egipto o de Arabia el aroma embriagador, en Campania, de los olivos en flor y las rosas silvestres.
Esta geografía dirige nuestras explicaciones: el universo romano vive de una economía agrícola, según principios que serán válidos durante siglos y siglos, hasta la revolución industrial de ayer. El juego sectorial de las economías deja a los países pobres el trabajo de producir el grano y a los ricos las ventajas de la vid, del olivo, de una cierta ganadería. Así se crea la división entre economías avanzadas como Italia, atrasadas como África del Norte o Panonia, estas últimas más equilibradas, menos afectadas por la regresión que aquéllas. No importa que el paisaje, en una zona concreta, se incline hacia uno u otro de estos polos, ni que se vaya dibujando el límite entre lo que no nos atrevemos a llamar un desarrollo y un subdesarrollo: este límite sólo se podría ahondar, y ni siquiera, si la industria, el capitalismo, los hombres en masa lo favorecieran decididamente. Si se estableciera realmente un régimen de libre competencia.
Ciudades y técnicas
Las ciudades caracterizan el imperio: las que siguen existiendo en sus antiguos solares y que, como las ciudades griegas, proponen como ejemplo a Roma su urbanismo y sus perfeccionamientos; o bien las nuevas que nacen sobre todo en Occidente, a menudo muy lejos del mar Interior. Llamadas a la vida por el poder romano que las moldea a su imagen, son formas de trasplantar en la lejanía una serie de bienes culturales, siempre los mismos. Marcan las etapas, en medio de poblaciones todavía toscas, de una civilización que se reivindica como promoción, asimilación. Es una de las razones de que estas ciudades se parezcan tanto, fieles a un modelo que no cambia en absoluto con las épocas y los lugares: ¿hay ciudades más «romanas» que las ciudades militares y comerciales a lo largo del eje Rin-Danubio?
También la vid se instaló por todas partes, contra viento y marea, y contra las heladas, desde las épocas más remotas (en que los hombres se interesaron por la labrusca, una vid silvestre de frutos apenas azucarados, originaria sin duda de Transcaucasia. La tenacidad campesina, el gusto de los bebedores, las transmutaciones oscuras de los suelos, el juego de los microclimas, crearon en el Mediterráneo centenares de variedades de vid. Hay cien formas de cultivarla, sobre estacas, abandonadas sobre el suelo como planta rampante, mezclada con los árboles, escalando los olmos o incluso los altos álamos de Campania. Plinio no acaba de enumerar las especies de vid y las formas de cultivo, además de la lista ya larga de vinos gloriosos.
La misma prolijidad respecto a los trigos, su peso específico, la harina que dan, o el valor para el hombre o para los animales de la cebada, la avena, el centeno, las habas, los guisantes. Aceite, vino, cereales, legumbres: ésta es la dieta básica, la mesa cotidiana de los hombres del Mediterráneo. Si nos imaginamos los rebaños —los ríos de ovejas trashumantes de Italia del Sur que convierten Tarento en una ciudad de pañeros—, si tratamos de reconstruir el cuadro añadiendo desordenadamente el boj, el ciprés piramidal —árbol fúnebre de Plutón—, el tejo de bayas venenosas, «muy poco verde, endeble, triste», podemos ver con Plinio el paisaje clásico de las llanuras y laderas del Mediterráneo. Y, ¿por qué no? preferir como él a todos los perfumes de Egipto o de Arabia el aroma embriagador, en Campania, de los olivos en flor y las rosas silvestres.
Esta geografía dirige nuestras explicaciones: el universo romano vive de una economía agrícola, según principios que serán válidos durante siglos y siglos, hasta la revolución industrial de ayer. El juego sectorial de las economías deja a los países pobres el trabajo de producir el grano y a los ricos las ventajas de la vid, del olivo, de una cierta ganadería. Así se crea la división entre economías avanzadas como Italia, atrasadas como África del Norte o Panonia, estas últimas más equilibradas, menos afectadas por la regresión que aquéllas. No importa que el paisaje, en una zona concreta, se incline hacia uno u otro de estos polos, ni que se vaya dibujando el límite entre lo que no nos atrevemos a llamar un desarrollo y un subdesarrollo: este límite sólo se podría ahondar, y ni siquiera, si la industria, el capitalismo, los hombres en masa lo favorecieran decididamente.