Una joven de Nueva Inglaterra (puritana, blanca, protestante, de 31 años) decide sepultarse en el viejo caserón de ladrillos levantado por el abuelo. Se atavía de blanco y sesga la penumbra como una “blanca mariposa de la luz”. No ha visto el mar ni las montañas, si bien sabe del brezo y discierne las olas. Descuida la iglesia y carece de esposo, mas nombra a Dios su “viejo vecino” y sueña e imagina y teme al amor.
Es Amherst, un pueblito de quinientas familias, a mitad de camino en las rutas de diligencias entre Albany y Boston, Hartford y Brattleboro. La joven se llama Emily Elizabeth Dickinson y vive en el ensueño. Transcurre el 1861.
El aura enrarecida de la casa es soplo de palabras, embriaguez de palabras. Cada vocablo nace en ella con la pureza de lo recién creado. Así, la dulzura jubilosa se tornará sentencia fulgurante: “Si vinieras este otoño/ espantaría el verano como una mosca/barrida por el ama de casa/con una sonrisa desdeñosa”. En un filamento de hierba, en un insecto, en las alas mínimas de un pájaro, asomará su mística excitada: “Si puedo moderar el dolor de una vida/o aliviar una pena/o ayudar al desfalleciente petirrojo/ para que vuelva de nuevo a su nido/no viviré en vano”. De su pasión meticulosa y casta, de su púdico furor, emergerá el impulso abismado: “Partir es todo lo que sabemos del cielo/y todo lo que necesitamos del infierno”.
Emily escribe su última carta (a las Norcrosses, sus primas de Boston) en los primeros días de mayo de 1886. El día 13 pierde el conocimiento. El 15, justo antes de las seis de la tarde, Emily deja de respirar. Al buscar en sus cajas, la hermana Vinnie encuentra más de mil piezas inéditas, manuscritas y cuidadosamente cosidas en forma de cuadernillos.
El primer volumen de sus versos aparece en 1890, bajo el título de “Poemas de Emily Dickinson”. Al año siguiente, Mabel Tood y Thomas Wentworth Higginson editan una segunda serie de poemas. En 1893, la señora Tood divulga las “Cartas de Emily Dickinson”. Después de aquellas primeras publicaciones, la poetisa permanece ignorada y olvidada por quienes la conocieron. En 1924, la aparición de “Vida y cartas” (“Life and Letters”) produce el milagro. Ciento cincuenta versos, bajo el título de “Nuevos Poemas de Emily Dickinson”, se publican en 1929 y una recopilación de toda su obra se imprime en 1936. Más recientemente, en 1985, la escritora argentina Silvina Ocampo selecciona y traduce 596 poemas de Emily Dickinson, los que se publican con un afectuoso prólogo de Jorge Luis Borges.
La vida de Emily Dickinson está acordonada de mitos. La reclusión en su aldea, el encierro en la casa, el aislamiento fantasmal de su blanca vestidura (“mi blanca elección”, llamaba ella), el celibato, el ensimismamiento progresivo, la concentración absoluta en la reflexión y la escritura, ciertamente, hacen pensar que Emily no fue una auténtica criatura de su tiempo. Pero aquella soledad no era fruto de la desgracia o la excentricidad o la deformidad física.
Vivir y escribir eran indistinguibles en Emily. Las nociones de vida y muerte se hallaban asociadas al amor, en una confusa percepción existencialista. Antes que un paso hacia la eternidad –principio de una vida sin fin– la muerte parece en Emily un absurdo inexplicable. Morir y ser testigo del momento, situarse como sujeto y objeto del trance le proporciona un decurso vivencial puro, en que se superpone lo observado al observante y donde la acción deviene en un ahora perpetuado.
Vacía de tiempos y de espacios, despejada de objetos y de ambientes, la expresión de Emily es poesía en estado virginal. La exuberancia de elementos naturales (flores, pájaros, insectos, la salida del sol, el crepúsculo, el paso de las estaciones) constituye apenas el asidero verbal, el recurso alegórico que nos permite acceder a su universo, al mundo extrañamente intenso y fugitivo, perplejo y simultáneo: al firmamento raramente fugaz e inalcanzable de Emily.
Por veneración a la palabra, renuncia ella a la vida y a la carne. Su ascetismo es el de una santa profana. “Santa Teresa laica, presumida y coqueta de alma” la llama Juan Ramón Jiménez.
Vida apasionada y solitaria cual ninguna, Emily Dickinson se sitúa, con grandeza similar, en el extremo opuesto a Walt Whitman. Frente al gigantesco poeta de la democracia, de América, de los espacios abiertos, de la religión del cuerpo, Emily balbucea soledades angustiosas. La palabra de Walt es sinfonía cósmica, ubicua, totalizante. Emily sueña: “Yo moría en esta época, el año pasado/Bien sé que oí el grano/cuando era llevado de los campos/Tenía campanillas”.
Walt es poderoso y solemne en su presencia: alto, tranquilo, bien constituido; generalmente tomado por los extraños como un estibador, un hombre de mar o un crecido obrero de alguna fábrica. Emily es diminuta, frágil y con la voz entrecortada, breve, epigramática: “Tengo miedo de tener un cuerpo/tengo miedo de tener un alma/profunda –precaria propiedad/ posesión no opcional/doble estado –vinculado a voluntad/de un insospechado heredero/duque en un momento de inmortalidad/y Dios, para una frontera”.
Whitman habla con el lenguaje de la calle, de los periodistas, de los obreros. Emily es la voz puritana y culta, de tono menor, que construye tersas entidades verbales con la métrica del himnario inglés. Whitman es el tonante rapsoda de lo colectivo; Emily Dickinson, la voz inaudible de la privacidad. Walt es Beethoven o, acaso, Richard Wagner; Emily, en contraste, el Frédéric Chopin de los Preludios.
Vacío de tiempo y de sujetos, el corazón de Emily se llena de palabras. Ella vive y muere en Amherst sin haber conocido el mar, pero ama el vaivén de la palabra “ola”. A Emily, quien nunca vio una colina, alejados sus ojos del añil de la montaña, bástale la redondez de la palabra “cerro”. No salió de su pueblo hasta cumplir 26 años, y Emily Dickinson es ahora la más extraordinaria poeta de los Estados Unidos, de dignidad comparable, fuera de duda, a la de Whitman. Para algunos: “la más fina mujer de lengua inglesa”. Emily, no obstante, pensó: “Yo era lo más insignificante de la casa/tomé el cuarto más chico/a la noche mi pequeña linterna, un libro/y un geranio/así apostada podía recoger la menta/que nunca dejó de caer/ y mi canasta/dejadme pensar –estoy segura/que esto fue todo/nunca hablé –a menos que me hablaran/luego todo fue breve y mudo/no podía vivir –en alta voz/me avergonzaba el bullicio/y si no hubiera sido tan lejos/y si alguien que conozco/se hubiera ido –con frecuencia pensaba/qué desapercibida podía morir”.
Todo escritor, ha dicho Carlos Fuentes, nombra al mundo. La poesía de Emily Dickinson, de tal suerte, podría atraernos como la recóndita biografía de una culta, acomodada y provinciana señorita en la Nueva Inglaterra del siglo XIX. Ella, sin embargo, verbaliza sobre lo presentido y lo inacabado, lo inconsciente y lo intuitivo, lo que ya no es o lo que aún no ha sido. “El concepto de texto definitivo, dice Borges, no corresponde sino a la religión o al cansancio”. El mundo poético de Emily está cargado de sugerencias, de ambigüedades, de trayectos desgarrados, de expresiones inquietantes. Escritura oriunda de sí misma, topología de lo imprevisto, alucinado balbuceo, trabajosa libertad de ala: apenas ella y el extravío, únicamente Emily en la adelgazada soledad de sus palabras.
Ha dicho ella: “Si leo un libro que pone mi cuerpo tan frío que ningún fuego podría calentarme, sé que es poesía. Si siento físicamente como si me hubiera sacado la tapa de la cabeza, sé que es poesía. Estos son los únicos medios como lo sé. ¿Hay algunos otros?”.
El paso del tiempo muda los valores de un texto. La poesía de Emily Dickinson se entiende ahora como una admirable apoteosis verbal. Más crecida, tal vez, que las cimas de Carl Sandburg y Robert Frost.
No sé. Acaso tardamos mucho en descubrirla.