Hace unos años, mi amigo Aníbal de Castro comentó (en Diario Libre) nuestro ensayo El Bolero: visiones y perfiles de una pasión dominicana. Elogiaba él, con generosidad abundante, la expresión y las ideas plasmadas en aquel escrito. Fruto de la inercia huracanada de estas horas y del azar (la venturosa casualidad), me fue posible recuperar la extraviada crónica del compinche. Al mismo tiempo que descubría, con sorpresa no menos grata, mi acotación a su reseña halagadora.
Ahora viene al caso imaginar la penumbra tras estas ventoleras septembrinas. Oscuridad concurrente, compatible, bien arreglada a esa avidez jubilosa en la que se baila con el pensamiento instalado en el cuerpo. La brisa, el crepúsculo y el fervor, a fin de cuentas, suelen navegar reunidos en el ensueño y en la memoria. Como destellos de una estrofa de amor en un bolero…
Como en un bolero (fragmentos)
ANÍBAL DE CASTRO
Se va el año y vienen los recuerdos acompasados por la prosa elegante de don Pedro Delgado Malagón, rescate a bordo de El Caribe de su aporte al libro El bolero: visiones y perfiles de una pasión dominicana, agotadas ya sus dos ediciones. Textos vigorosos, cuidados en la forma y el fondo, que interpretan ajustadamente la mente creativa del amigo entrañable, sin dudas una de las más excelsas de estos rincones caribeños.
En esos artículos de colección, el bolero despliega toda su magia al compás de la descripción magistral de épocas, artistas, autorías, nostalgias personales: una aproximación sin parangón a la verdad de un género que encapsula, como ningún otro, aspectos trascendentes de nuestra cultura y la de pueblos hermanados en idiomas de raíz común y templados por un ritmo que ha mecido a toda Iberoamérica. Desde los cuatro puntos cardinales de la geografía que se expresa en las lenguas de Cervantes y Camões nos ha llegado la misma música en diferentes versiones. El bolero nos ha acercado en la manera de enamorarnos, de expresar desconsuelos, congojas y alegrías, pero sobre todo en la comunicación de emociones y un romance que no se ha agotado en el tiempo.
Para la generación -años más, años menos – que se asomó al mundo cuando la intensidad del bolero abrasaba tanto como el sol cuyo trayecto nos interseca, esas viejas melodías son un bálsamo con frescor de presente y acopio de experiencias. Más que nada, un inventario de recuerdos, una introducción a un mundo en cuya puerta de entrada dejamos la ingenuidad como pago, o quizás contribución adelantada para acceder a nuestra naturaleza. La evocación de esas letras y notas musicales transita por nuestra historia colectiva y personal, y he ahí parte del mérito que atribuyo junto a muchos otros al derroche de talento con que nos ha enriquecido y alimentado don Pedro en estas semanas vespertinas de un año con guarismos de leyenda: 2013.
En mi iniciación a la vida no entendía el bolero. Veía una conducta inexplicable en los chicos y chicas que inesperadamente cambiaban la expresión cuando de la radio brotaban esos acordes con letras de un vocabulario desconocido, y cuando en el baile los cuerpos se aproximaban al escándalo. No alcanzaba a descifrar la pasión por esos ritmos que después supe adelantaban otras pasiones. Embelesadas, las gentes de mi entorno, por supuesto con más años que yo en el presupuesto de vida, repetían las canciones de Lucho Gatica. Era este chileno la referencia más romántica del bolero. Su voz reunía los atributos del macho que se dibujaba en el imaginario popular: varonil, vibrante, fuerte y siempre en contraste con la dulzura de las intérpretes del género opuesto. “Esa es una voz de hombre”, era el comentario obligado cuando el artista de pelo bien peinado y abrillantado en las fotos que ocultaban cuán bajo es de estatura, pedía al reloj, por ejemplo, que no marcara las horas para evitar la locura insinuada por la partida de la amada al despuntar el día.
De seguro que Roberto Cantoral nunca imaginó que sus composiciones, aparte de compendiar los sentimientos humanos multiplicados por el romanticismo latino, eran lecciones de buen español. La idea es y sigue siendo que las manecillas del reloj no detuviesen su camino porque las despedidas son inevitables y sí definitivas, desgarradoras. Es una realidad perpetua, y así aprendí un adjetivo nuevo cuya acepción me parecía tan pesada como después, con los años, mi pequeña poesía de adioses. Con el permiso de Horacio Ferrer y su Balada para mi muerte. Esos boleros eran un diccionario abierto, pórtico por el que se escapaban retos lingüísticos y que provocaban discusiones. No todas las palabras llegaban con la claridad precisa, y descifrarlas desataba debates y apuestas. Como en La Barca, esclarecí mi pensamiento al aprender de memoria letras y signos a los que luego buscaba el significado.
En la sutileza de las estrofas, algunas de alta poesía, yace parte de las razones por las cuales el bolero ha perdurado y devenido repertorio obligado de artistas a quienes se les veía como íconos de juventud. Luis Miguel, por ejemplo, nunca hubiese llegado a los altares supremos de la música popular sin esa antología de Romances. Para sorpresa de muchos, desmitificó el andamiaje de suposiciones sobre el gusto musical de la juventud latinoamericana, entusiasmada con el desarrollo de un rock vernáculo. Con la ventaja de unos arreglos excepcionales, amplia orquestación y aprovechamiento de las nuevas técnicas de grabación, el artista mexicano encadenó generaciones diferentes a través del bolero. Descubrió una vitalidad preterida y devolvió todo el esplendor a las creaciones de autores como Armando Manzanero, Chico Novarro, Roberto Cantoral, Julio Gutiérrez, María Grever, César Portillo de la Luz, Vicente Garrido, Álvaro Carrillo, Gabriel Ruiz y Luis Demetrio, entre otros.
El bolero se escucha, se disfruta y se vive. Se resiste al olvido y siempre será un doble eficiente del romance. Es ritmo y sentimiento, un inventario de remembranzas. Vivir los doce meses como en un bolero, con el corazón acelerado por la presión de la pareja, debería encabezar los propósitos para cualquier año nuevo.
Mi muy querido Annibale:
Una gratísima sorpresa fue para mí el recibir tu invocación bolerística (bolerófila, bolerófaga) de fin de año. Pertinente, sagaz, esta plegaria nos reintegra a la ardorosa sencillez y al rito de unas horas en las que éramos capaces de dar “por cada estrella un beso”. O, tal vez, de deshacernos al final de una tarde, mientras el sueño deletreaba aquel nombre ansiado en párrafos de sombra, con las vocales del más obstinado deseo.
Siempre he creído que el bolero constituye un elemento básico de nuestra educación sentimental. Así como la religiosidad helénica fue una recitación acerca de los dioses y la mitología, la devoción del caribeño –la íntima filosofía de estos pueblos ahítos de palmeras y de ensueños azules– se fundó en torno a las visiones y reminiscencias del amor “cortés”: esa pasión noble y caballeresca que heredamos de los juglares de la Provenza del siglo XI.
No pudimos en el Caribe, lo admito, urdir otra sabiduría emocional como no fuese el minúsculo prodigio del bolero. No fueron nuestros un Platón ni un Kant, pero aprendimos los balbuceos del amor con maestros eximios como Guty Cárdenas y Juan Lockward. La visión paralizante y totalizadora de un Hegel la trocamos aquí, en estas playas perpetuas, por la embriaguez de Agustín mientras las aguas de Acapulco bañaban el cuerpo brujo de María del Alma.
Y pienso, así, que nuestro destino ha sido el imaginar, el proyectar y el alcanzar una modesta cuota de felicidad a través de esas pequeñísimas epopeyas, de esas mágicas consagraciones del ardor que son los boleros.
Por último, te agradezco el montón de elogios que tu escrito proyecta sobre este exiguo escribidor. Entiendo, claro que sí, que nuestros años de verídica e intensa amistad, asociados a una digna cantidad de hectolitros de densos caldos libados, tanto como a las innumerables espirales compartidas de “holy smoke”; todo sumado, querido amigo, te lleva a percibir mis palabras y mis ideas a través del tamiz de la nostalgia y del afecto. De todos modos, es tuyo mi agradecimiento franco.
Recibe el más afectuoso abrazo, junto a los mejores auspicios en el nuevo año. PDM.