Ayer, 14 de junio, se cumplieron 65 años de la gesta heroica que preludió el ocaso del régimen trujillista. En los baldíos de Constanza, Maimón y Estero Hondo anduvo, en aquellas horas, la bravura insuflada de honor. Eran hombres de siete naciones que concurrían, con abnegación impar, a un reclamo de solidaridad de los dominicanos. Poncio Pou Saleta (1922-2010), uno de los sobrevivientes de esta hazaña, elaboró un relato de esencia épica: “En busca de la libertad. Mi lucha contra la tiranía trujillista”. Estas fueron mis palabras en la presentación de la obra de este héroe nacional.
Con alegría emocionada acudo al reclamo de Poncio Pou Saleta de reseñar su libro “En busca de la libertad. Mi lucha contra la tiranía trujillista”. Y reconozco que esta obra constituye una hazaña por partida doble. Primero, con verbo limpio y convincente nos sitúa en el tenebroso escenario de la autocracia trujillista. Y luego, como un legado, trae a nosotros el testimonio de una vida consagrada a la libertad y a la decencia. Con todo, pienso que el ardor sembrado en estas páginas concedería una lectura todavía de más grave resonancia. Acaso la que evocaría el relato homérico de una proeza: en este caso, la de esa silente epopeya ciudadana que ha sido el itinerario vital de Poncio.
Tataranieto por línea materna de Fernando Valerio, paladín de la batalla del 30 de marzo, él nos dibuja de este modo su espacio familiar: “Nací en un ambiente eminentemente liberal, democrático, con una familia amantísima y de gente agradable, donde se vivía siempre en permanente fiesta”.
Todavía niño, a Poncio le toca observar a José Estrella en la asonada del 23 de febrero de 1930; y contemplar, asimismo, meses después, los cadáveres sangrantes del poeta y político don José Virgilio Martínez Reyna y de doña Altagracia Almánzar, su esposa embarazada. La juventud de Poncio es sacudida por los asesinatos de la familia Patiño y del general Desiderio Arias. Luego, su vida se estremece con el crimen de los jóvenes Nicolás Cantizano y Carlos Russo, y con el homicidio de don Cheché Morel. Más tarde, con tan sólo 14 años, la brutalidad de la dictadura toca con estruendo las puertas familiares cuando su padre, Julio Victoriano Pou Pérez, es asesinado gratuita e inexplicablemente por los sicarios del trujillismo.
En esa matriz de brutalidad, en ese ámbito de crueldad sin linderos se madura la conciencia tierna y endurece el despertar juvenil de Poncio. Ya después de los 20 años, él, fornido y audaz, que atraviesa a nado el río Yaque del Norte, que ha leído obras revolucionarias como ‘La Madre’ de Máximo Gorki y viste con kepis militar y espejuelos negros, piensa enrolarse en la Legión Extranjera junto a un grupo de amigos y luchar a favor de los republicanos españoles.
A los 21 años, Poncio y algunos compañeros crean la revista ‘Atalaya’ con el objeto de divulgar, “las ideas democráticas que afloraban en nuestras mentes”. Pero la pequeña revista se extingue a las cinco ediciones, y Poncio habrá de buscar nuevas formas de lucha contra la opresión. Ahora se traslada a Mao, a la casa de su tío Fello Saleta Pichardo, y allí es detenido por primera vez, mientras baila en el Club de Damas de la sociedad maeña. Después de su traslado a la fortaleza Ozama de Santo Domingo y tras el interrogatorio realizado por Negro Trujillo, Fausto Caamaño, el coronel Juan Hernández, el capitán Eugenio de Marchena y el licenciado Manuel Arturo Peña Batlle, Poncio es enviado a la cárcel de Duvergé. Dirá Peña Batlle: para que conozca “la obra de dominicanización que el ‘Jefe’ viene realizando en los pueblos fronterizos”.
La prisión en Duvergé se prolonga durante siete meses. Trujillo lo pone en libertad el Día de Reyes de 1944. Más tarde, en 1946, Poncio es apresado de nuevo por su apoyo a las protestas que encabeza Mauricio Báez en San Pedro de Macorís. La justicia trujillista lo condena a seis meses de prisión por “porte ilegal de arma blanca”. Luego, en un juicio celebrado a las seis de la mañana, con dos testigos desconocidos y sin que el juez le preguntara siquiera su nombre, el régimen agrega un año a la penalidad de Poncio. El 27 de febrero de 1949, tras dos años y cuatro días en prisión (con un año y ocho meses en solitaria), Poncio es indultado. Así, acorralado por el gobierno y obligado a presentarse cada día al Cuartel General de la Policía, sólo le quedará una opción: el exilio.
Su asilo en la Embajada de México le permite obtener un salvoconducto para viajar a Venezuela, donde se enrola de inmediato en la lucha contra Marcos Pérez Jiménez. Al caer en 1958 el régimen del dictador venezolano, Poncio reanuda sus actividades antitrujillistas y forma parte del grupo constituyente de la Unión Patriótica Dominicana (UPD), junto a Reinaldo Sintjago Pou, Nicanor Saleta Arias, Enrique Jiménez Moya, Corpito Pérez Cabral, Francisco Canto y una veintena de dominicanos en el destierro.
La UPD envía una carta a Fidel Castro, sublevado en la Sierra Maestra, solicitándole apoyo para una invasión armada a la República Dominicana. El emisario a cargo de entregar el documento es Enrique Jiménez Moya. Era el 23 de noviembre de 1958. Cinco semanas después, triunfa en Cuba el Movimiento 26 de Julio, y con ese acontecimiento reverdecen las ilusiones del exilio dominicano para derrocar la dictadura de Trujillo.
Cuando finaliza enero de 1959, Fidel Castro llama a los exiliados dominicanos a definir los detalles de la invasión. Se inicia el reclutamiento de los guerreros. Poncio viaja desde Venezuela, con 46 voluntarios, en un avión de la Fuerza Aérea Cubana. Su destino es el campamento Mil Cumbres, cerca de la cordillera de Los Órganos. Allí se congregan doscientos veinte individuos, de siete procedencias: República Dominicana, Cuba, Venezuela Puerto Rico, Estados Unidos, Guatemala y España. Algunos días después, el instructor y comandante del campamento Mil Cumbres se llamará José Horacio Rodríguez Vásquez.
Rómulo Betancourt aporta 250 mil dólares a la causa de la sublevación dominicana. Fidel entrega los pertrechos y las armas de guerra. Con el propósito de que la revolución dominicana no fuese catalogada de ‘fidelista’, se prohíbe a los expedicionarios el uso de barba y pelo largo. A las tres de la tarde del domingo 14 de junio de 1959 sale de Cuba un avión con cincuenta y cuatro combatientes. El destino es Constanza. El resto de los expedicionarios se ha hecho a la mar, en dos embarcaciones, el día anterior. La ardua trayectoria los lleva, seis días después, hasta Maimón y Estero Hondo, en las imprevistas riberas del Atlántico.
El avión está pintado con los colores y las insignias de la Fuerza Aérea trujillista. Lo que se trata es de confundir a los soldados de guardia en el aeródromo de Constanza, y de tomar las montañas vecinas sin mayores contratiempos. Al aterrizar, sin embargo, la fuerza de los motores del avión despide el tablón que habrían de emplear los guerrilleros para descender de la aeronave. Poncio y todos sus compañeros, cargados con mochilas y armas, se lanzan a tierra sin ayuda ninguna desde una altura de casi tres metros. En este primer inconveniente, José Antonio Spignolio pierde los planos de la operación militar y la estrategia guerrillera de la expedición.
El grupo se divide en dos: treinta y cuatro hombres al mando de Enrique Jiménez Moya, comandante del frente guerrillero; y veinte (Poncio entre ellos) bajo la dirección de Delio Gómez Ochoa. Con gran candidez, Johnny Puigsubirá-Miniño escribe en su diario de campaña: “Hemos ganado los dos primeros asaltos al tirano: el desembarco y la seguridad de la selva”.
Los veinte guerrilleros se internan en la montaña tras un disperso tiroteo. Los aviones trujillistas sobrevuelan pronto el escenario de guerra. Aunque un adversario más brutal que el tirano se hará presente poco tiempo después en las montañas del combate. Un enemigo más ardiente que la voluntad de batallar, más poderoso quizá que las propias fuerzas de los luchadores: el hambre. Hambre alucinante y sorda, pertinaz; hambre que no mitiga ni aquieta la serranía desolada. A partir del cuarto día, la vida de los expedicionarios se transforma en un combate contra ellos mismos: buscar alimentos, esquivar las tropas de la dictadura, vagar trabajosamente por las lomas, buscar de nuevo alimentos… sobrevivir.
Ha transcurrido casi un mes después del desembarco. Sólo quedan seis hombres del grupo original de veinte: seis criaturas vencidas por el frío, el hambre, los campesinos ignorantes, la soledad, el desamparo… La guerrilla está descalabrada. El ensueño de libertad ha sido roto. Un sacerdote franciscano se ofrece como mediador para la entrega de los sobrevivientes.
Ya es el 10 de julio y los guerrilleros son conducidos a un poblado cerca de Constanza. La muchedumbre se abalanza encima de aquellos hombres maniatados, los escupe y pide sus cabezas (la historia, burlonamente, se imita a sí misma en todos los martirios). Ahora es la chirona de Constanza y luego será la cárcel de San Isidro y los interrogatorios y el calabozo de la 40; y, finalmente, el juicio y la condena. Y apenas aquel puñado de sobrevivientes…
Poncio ha estado siete meses en la cárcel, junto a sus compañeros Mayobanex Vargas y Vargas, Francisco Merardo Germán y Gonzalo Almonte Pacheco. El simulado indulto ocurre en febrero de 1960. Poncio habrá de permanecer recluido, aislado en su casa, durante nueve meses, so pena de retornar a las gayolas del régimen. Y de nuevo el exilio, en noviembre de 1960. Y otra vez la conspiración, en Venezuela, como instructor en el campamento de Choroní. Por fin, la muerte del tirano el 30 de mayo de 1961, y su feliz (aunque escabroso) regreso a la patria.
Después de tan larga proeza y al término de esta saga que no duerme, estaremos convencidos de que únicamente el altruismo, la generosidad y la hidalguía han sido los protagonistas del relato. Héroe, sentenció José Ortega y Gasset, es quien quiere ser él mismo. Y Poncio, que no cesa jamás en su autenticidad, ha sido un héroe prominente y ejemplar: héroe en su lucha contra los demonios de la perversión; héroe ético, héroe civil que jamás ha pretendido algo más allá que el amor de su familia, de sus compañeros de lucha y de sus amigos. Claro que sí: en una época carente de heroicidad, en unas horas desnudas de grandeza, Poncio ha ganado el título de adalid moral, de paladín de la rectitud ciudadana.
Al presentar este libro me inclino con fervor, con respeto y agradecimiento ante los héroes y mártires de la lucha antitrujillista. Y ruego que este relato de bravura y vicisitudes sin igual, que esta narración memorable escrita para todos nosotros por Poncio Pou Saleta contribuya a perpetuar el fuego votivo que en nuestro espíritu ilumina la memoria de la Raza Inmortal.
Presentación (abreviada) del libro ‘En busca de la libertad. Mi lucha contra la tiranía trujillista’, de Poncio Pou Saleta; febrero 1999.