Creo en Dios, en Mozart y en Beethoven.
RICHARD WAGNER
Epistolario a Mathilde Wesendonck

Solo hubo Beethoven y Richard [Wagner]; y después de ellos, nadie.
GUSTAV MAHLER

Charles Baudelaire asistió a tres conciertos (celebrados en el Teatro Italiano de París el 26 de enero y el 1 y 8 de febrero de 1860) en los que Richard Wagner dirigió fragmentos de Tannhäuser y Lohengrin y las oberturas de Der fliegende Holländer y de Tristan und Isolde.

El viernes 17 de febrero, escasamente a nueve días de escuchar el acorde de Tristan, ese racimo de cuatro notas (fa, si, re#, sol#) que algunos han considerado como chispazo primigenio de la música contemporánea, el bardo de Las flores del mal escribe a Wagner una trepidante misiva. La percepción de ‘grandeza’ en el drama musical wagneriano provoca la fascinación de Baudelaire. Lo sobrecoge el esplendor de aquella música y la nobleza con que se plasma en ella la pasión humana.

Baudelaire, sencillamente, descubría en Wagner aquel conjuro dionisíaco que Friedrich Nietzsche ya declaraba como sendero ineludible hacia el renacer de la cultura europea.


Carta de Charles Baudelaire a Richard Wagner
Viernes, 17 de febrero de 1860.

Señor:
Siempre he imaginado que, por acostumbrado que esté a la gloria un gran artista, no habría de ser insensible a una felicitación sincera cuando esta felicitación fuera como un grito de agradecimiento y que, en definitiva, este grito podría tener un valor de un género singular viniendo de un francés; es decir, de hombre poco hecho al entusiasmo y nacido en un país donde apenas se presta más atención a la poesía y a la pintura que a la música. Ante todo, quiero decirle que le debo el mayor gozo musical que jamás haya experimentado [la plus grande jouissance musicale que j’aie jamais éprouvée]. A mi edad apenas atrae ya escribir a los hombres célebres y habría dudado mucho en testimoniarle por carta mi admiración si mis ojos no se tropezaran cada día con artículos indignos, ridículos, en los que se hacen todos los esfuerzos posibles por difamar su genio. No es usted, señor, el primer hombre con ocasión del cual haya tenido yo que sufrir y avergonzarme de mi país. Por fin, la indignación me ha empujado a testimoniarle mi reconocimiento; me he dicho a mí mismo: quiero distinguirme de todos esos imbéciles.

La primera vez que fui a los Italianos (nombre popular del Teatro Italiano de París) a escuchar sus obras, lo hice bastante mal dispuesto e incluso –lo confesaré– lleno de malos prejuicios; mas tengo excusa: me han embaucado tantas veces…; he escuchado tanta música de charlatanes precedidos de bombo y platillo… Usted me venció inmediatamente. Lo que experimenté es indescriptible y, si me hace el favor de contener la risa, intentaré transmitírselo. Al principio me pareció que conocía aquella música, y, al reflexionar más tarde, comprendí de dónde provenía este espejismo; me parecía que aquella música era mi música y la reconocía como todo hombre reconoce las cosas que esté destinado a amar. Para cualquiera que no sea hombre de talento, esta frase sería inmensamente ridícula y más escrita por un hombre que, como yo, no sabe música y cuya toda educación se limita a haber escuchado (con gran placer, es cierto), algunos bellos fragmentos de Weber y Beethoven.

El carácter que, a continuación, me chocó principalmente en su música, fue su grandeza, aquello representaba algo grande e impulsaba a la grandeza. Después he vuelto a encontrar por doquier sus obras, la solemnidad de los sonidos grandiosos, de los aspectos grandiosos de la naturaleza, y la solemnidad de las pasiones grandiosas del hombre. Y uno se siente al instante arrebatado y subyugado. Entre los fragmentos más extraños y que me aportaron una sensación musical nueva, está el dedicado a pintar el éxtasis religioso. El efecto producido por la Entrada de los invitados y por la Fiesta nupcial es inmenso. Sentí toda la majestuosidad de una vida más amplia que la nuestra. Aún algo más: experimenté con frecuencia un sentimiento de una naturaleza harto singular, el orgullo y el gozo de comprender, de dejarme penetrar e invadir, voluptuosidad realmente sensual, que se asemeja a la de ascender a los aires o rodar por la mar. Y la música, al mismo tiempo, respiraba orgullo por la vida. Por regla general, estas profundas armonías me parecían semejantes a esos excitantes que aceleran el pulso de la imaginación. También experimenté, en fin (y le suplico que no se ría) sensaciones que derivan, probablemente, del talante de mi espíritu y de mis más frecuentes preocupaciones. Por todas partes hay algo de arrebatado y de arrebatador, algo que aspira a ascender más arriba, algo de excesivo y de superlativo. Por ejemplo, y sirviéndome de un símil tomado de la pintura, supongo ante mis ojos una vasta extensión de un rojo sombrío. Si este rojo representa la pasión, veo a ésta acercarse gradualmente, a través de todas las transiciones del rojo y el rosa, hasta la incandescencia de la hoguera. Se diría que es difícil, imposible incluso, convertirse en algo más ardiente, y, sin embargo, una última onda viene a trazar un surco más blanco aún sobre el blanco que le sirve de fondo. Este será, si usted me lo concede, el grito supremo del alma elevada a su paroxismo.

Había empezado a escribir unas meditaciones sobre los fragmentos de Tannhäuser y de Lohengrin que escuchamos; mas hube de reconocer la imposibilidad de decirlo todo.

De modo que podría continuar esta carta interminablemente. Si ha podido usted leerme, se lo agradezco. No me queda nada que agregar sino unas pocas palabras. Desde el día en que escuché su música me digo sin cesar, sobre todo en los momentos bajos: Si, al menos, pudiera escuchar esta tarde un poco de Wagner… [Si, au moins, je pouvais entendre ce soir un peu de Wagner!] Existen, sin duda, otros hombres en la misma situación. En definitiva, debería sentirse satisfecho con el público, cuyo instinto ha resultado bien superior a la mala ciencia de los periodistas. ¿Por qué no da unos cuantos conciertos más añadiendo fragmentos nuevos? Nos ha hecho conocer el aperitivo de unos gozos desconocidos; ¿tiene usted derecho a privarnos del resto?… Una vez más, señor, le doy las gracias; usted me ha restituido a mí mismo y a la grandeza, y, además, en momentos bajos.
Ch. Baudelaire
P.s.: No le adjunto mi dirección, no vaya a creer que tengo algo que pedirle.

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