Hubo un día (también Jueves Santo, como el turno de la muerte de Úrsula Iguarán después de las lluvias) en que la centella borró para siempre los recuerdos de un continente. Se hacía pedazos la memoria colectiva, mientras el relámpago desataba las fábulas y los rumores y los presagios. Una ominosa bruma de desamparo flotaba sobre la ciudad lacustre de Moctezuma. Era el instante y era el lugar en que cerraba el último folio de su mirada Gabriel José de la Concordia García Márquez.
¿Qué nos queda ahora, pues, amén de siete u ocho libros milagrosos de este colombiano único, simpático, desarreglado y con pinta de sonero febril más que de Premio Nobel?
Digamos que una ficción impagable, totalizadora, con ardores de encanto homérico, en la que seres tenaces e indecibles caracterizan la más vehemente epopeya de la irrealidad hispanoamericana. En sus escritos, él ha revuelto los gajos de identidad de estos pueblos: un puñado de muy criollos cuentos de caminos, junto a bestiarios medievales, a oscuras pompas de sanguinario aplacamiento, y a códices y leyendas del firmamento aborigen. Nacidos de estos semilleros, así, revolotearon en su juicio los murmullos del viejo indio montaraz, los siseos de la negra nodriza de su general acorralado, las rudezas del gachupín indiano… las mustias parquedades del criollo que cabalga en arrogante berebere.
Es una épica fragmentada y diversa la de García Márquez: antagónica en la rusticidad de sus antihéroes y en el prodigio de los ensueños fantasmales; contrapuesta en el desvarío de amores postergados y en el aire de colores y de mágicas mentiras en que se deshacen las pasiones; y preñada, asimismo, de algo que jamás alcanzaron los griegos hasta Aristófanes: de buen humor, del más lúcido e implacable regocijo de la literatura contemporánea.
El abismo por donde ahora se despeñan Remedios la Bella y la matrona Úrsula Iguarán, coronadas las dos por legiones de doradas mariposas y pájaros multicolores, ha de ser, entonces, el sepulcro de infinitas presencias; quizá el último destino de un viaje hacia la agonía del discernimiento americano.
Perder las resonancias de Gabriel García Márquez, así lo creo, constituye no sólo el quebranto de la memoria: representa el insalvable extravío de la entidad de un continente.
El amor en los tiempos del cólera (fragmento)
“Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo, y miró al capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio, porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.
–¿Lo dice en serio? –le preguntó.
–Desde que nací –dijo Florentino
Ariza–, no he dicho una sola cosa que no sea en serio.
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
–¿Y hasta cuándo cree usted que
podemos seguir en este ir y venir del
carajo? –le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus
noches.
–Toda la vida –dijo”.
El otoño del patriarca (fragmento)
“Ahí estaba, pues, como si hubiera sido él aunque no lo fuera, acostado en la mesa de banquetes de la sala de fiestas con el esplendor femenino de papa muerto entre las flores con que se había desconocido a sí mismo en la ceremonia de exhibición de su primera muerte, más temible muerto que vivo con el guante de raso relleno de algodón sobre el pecho blindado de falsas medallas de victorias imaginarias de guerras de chocolate inventadas por sus aduladores impávidos, con el fragoroso uniforme de gala y las polainas de charol y la única espuela de oro que encontramos en la casa y los diez soles tristes de general del universo que le impusieron a última hora para darle una jerarquía mayor que la de la muerte, tan inmediato y visible en su nueva identidad póstuma que por primera vez se podía creer sin duda alguna en su existencia real, aunque en verdad nadie se parecía menos a él, nadie era tanto el contrario de él como aquel cadáver de vitrina que a la medianoche se seguía cocinando en el fuego lento del espacio minucioso de la cámara ardiente…”.
Cien años de soledad (fragmento)
“Era imposible concebir un hombre más parecido a su madre. Llevaba un traje de tafetán luctuoso, una camisa de cuello redondo y duro, y una delgada cinta de seda con un lazo, en lugar de la corbata. Era lívido, lánguido, de mirada atónita y labios débiles. El cabello negro, lustrado y liso, partido en el centro del cráneo por una línea recta y exangüe, tenía la misma apariencia postiza del pelo de los santos. La sombra de la barba bien destroncada en el rostro de parafina parecía un asunto de la conciencia. Tenía las manos pálidas, con nervaduras verdes y dedos parasitarios, y un anillo de oro macizo con un ópalo girasol, redondo, en el índice izquierdo. Cuando le abrió la puerta de la calle, Aureliano no hubiera tenido necesidad de suponer quién era para darse cuenta de que venía de muy lejos. La casa se impregnó a su paso de la fragancia de agua florida que Úrsula le echaba en la cabeza cuando era niño, para poder encontrarlo en las tinieblas”.
“Amaneció muerta el jueves santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios…”.