Y el Mediterráneo y el Caribe quedan así frente a frente, por primera vez en sus historias. Dos espejos mágicos: el uno retrata la imagen de los tiempos antiguos; el otro, la de los tiempos por venir.
Germán Arciniegas (Biografía del Caribe)
Una conjugación de la lengua griega, el áoristo (aóristos khrónos), define la temporalidad del ‘mito’: ambigua, indeterminada, sin antes ni después, acaso siempre. Transcurso estático, tenaz, escamoteado a la presencia y a los plazos; lapso de los dioses, de sus correrías, de sus andanzas por el mundo de los hombres; atmósfera, nervio y ocasión de la fábula.
Lo decisivo en la religión griega no es el “politeísmo”, sino su carácter “mitológico”. En lo esencial, la religión helénica condensa una serie de relatos acerca de los dioses. Sin más, integra fábulas y crónicas de aventuras entre los dioses y semidioses, o entre ellos y los humanos.
De este modo, la religión de los griegos es “personal”. Por la fuerza de los mitos, de lo que en ellos se cuenta, cada dios es “alguien”: el que devoró a sus hijos, la diosa casta que lanza sus flechas, el que persiguió a Dafne y la vio convertirse en laurel, el que raptó a Europa, la que desató los vientos contra las naves de Eneas…
Los dioses griegos son “quién”, son “personas”; algunos humanos, la mayor parte sobrehumanos, sin que falte en ellos la sexualidad. De tal suerte, el Olimpo, las grutas y los bosques de la leyenda helénica están llenos de mujeres y hombres con apetito genésico.
Platón entendía que el verdadero conocimiento residía en el mito. Homero se apoya en la mitología y la transfigura en soberbios poemas. Podría decirse que la mitología es una forma originaria de literatura -no escrita, por supuesto- que falta en otros pueblos antiguos, o al menos que no tiene la dimensión ni la excelencia que alcanzó en Grecia.
A través de la mitología, los griegos adquirieron el conocimiento de un horizonte sentimental, de un espacio afectivo que luego hizo posible la épica, la lírica, la tragedia y la comedia. Esta literatura de perspectiva sobrehumana -“Historia corrompida, divinamente corrompida por el mito”, como dijera Ortega y Gasset- se convirtió pronto en el gran instrumento de educación para la convivencia y la proyección de la propia vida. El esplendor de la literatura griega se levanta sobre el cimiento de la mitología y en una profunda dependencia de ella.
(De la mitología emana el epíteto: Ulises es “el de muchos recursos”; Aquiles, “el de pies ligeros”; Andrómaca, “la de los blancos brazos”; Aurora, “la de los dedos de rosa”. Así, incluso, la fábula de animales: el león es poder, dignidad y cierta ingenuidad; la zorra significa astucia; la serpiente, traición).
Más que el discernimiento de la ciencia o la filosofía -cuya aparición en la Hélade fue inadvertida por la mayoría, con un inapreciable resultado sobre la vida de la polis-, los griegos entendían la paideia (la educación, el aprendizaje) como el conocimiento de los poemas homéricos y de la tragedia. Tal enseñanza, de este modo, constituía el principal instrumento de interpretación de la vida entre los helenos: su más necesario elemento, su ineludible principio. Era la forma de proyectar la realidad, de otorgarle transparencia, de entenderla para sí mismos.
La paideia, aquel vasto y complejo sistema de pedagogía intelectual y emocional, nos hace ahora perceptibles, acaso comprensibles, la historia y la existencia de los griegos. Se ha dicho que sólo los pueblos con una ficción adecuada resultan históricamente explicables, auténticamente descifrables.
Los pueblos sin literatura -o con una literatura rústica, o muy reducida, o fragmentada- son inferiores como formas de vida. Sean los que fueren su extensión, su población o su poder. Piénsese, de este modo, en los visigodos, en los taínos o en los ‘masai’ de Kenya y Tanzania. La literatura ha sido un factor decisivo en la construcción y maduración de las sociedades. Digamos: el órgano de su sensibilidad.
Hace algo más de cinco siglos, esta América de nuestros ímpetus era un mundo ajeno a Occidente, a la cultura grecolatina, al cristianismo, al judaísmo, a las influencias islámicas… Y sobre las tierras inéditas se vierten, con rudeza, las formas de vida emplazadas en la Europa renacentista. De improviso, en el hemisferio primitivo se cuece el potaje de españoles y portugueses, de ingleses y yelofes y mandingas y franceses y holandeses…
La tierra aborigen despierta entonces, aquella madrugada apacible de un octubre a fines del quattrocento, a la realidad de otras lenguas, de inéditas pasiones. Con la Ilíada y con la espada, cabalgando La Santa María, el demonio de Alejandro Magno atraviesa el mar de lodo de Platón. Tiempo más tarde, Biblia y florete empuñados, Cortez, Velásquez y Pizarro harán suya la inmensidad de aquel espacio inexplicable.
Alguien ha transgredido el Popol Vuh y el enigma de los hombres de maíz. Finaliza el año de gracia de 1492. Se inicia la educación sentimental del Mundo Nuevo.