El rico come; el pobre se alimenta.
FRANCISCO DE QUEVEDO
Cada sabor, cada sapidez, cada regusto es flecha que atraviesa la carne flaca de la reminiscencia colectiva; que se clava y desgarra la masa inerme del instinto y del destino. Comer es, tanto así, un acto de clarividencia y un trance de utopía. Concurren, al ingerir, estética y poética y devoción insondables. Saborear es siempre formular un discurso recóndito acerca de uno mismo. Todo plato es una imagen y una crítica sobre lo imaginario y lo real, sobre lo pasado y lo futuro, sobre lo simbólico y lo tentadoramente concreto.
Alimentarse es, ni más ni menos, embuchar, tragar lo indispensable para subsistir. Se alimenta el mendigo, se alimenta la bestia. Comer es suerte distinta: acaso una destreza más cercana a la retórica que a la fisiología. Se escribe un libro de comida como se escribe un libro de sonetos. En tanto el alimento es siempre el mismo, la comida es tenazmente otra. Comer es deseo, voluntad, imaginación que se saborea y se palpa; ilusión persistente que invade la nariz y los ojos y se deshace con ecos de erotismo.
Alimentarse es biología; comer es cultura. La comida es un tropo, una metáfora de la alimentación.
Siempre pensé que la cocina dominicana no era la ‘cocina de palacio’, sino un producto de la etnología, o de una mezcla de biología y etnología. Comíamos tan sólo aquello que nuestra intuición y nuestras carencias habían depositado en el triste caldero campesino. Pedazos y vísceras de animales, cecinas, víveres, especias, frutas, azúcar, sal, agua. Todo aquello encerrado encima de la llama purificante. Pero había otros asuntos.
Al sobrarle algunas míseras esencias, al engullir un poco más de lo preciso para sostenerse, nuestra gente, quede claro, aportaba a la olla no sólo astucia y morbidez, sino sensualidad urgente, artimaña nebulosa, rumorosa sapiencia. Entonces, en el puchero hervían el atavismo y la intuición, el arrebato y la escasez, la impudicia y el azar. Se calentaba allí todo cuanto teníamos de inocultable, de irrebatible, de inmanente. Borboteo perfecto: al lado de las costillas y el cilantro, junto al tocino y la yautía, entre los muslos de pollo y las auyamas, hervíamos, claro que sí, nosotros mismos.
Ahora lo creo con firmeza: la culinaria dominicana no se eleva más allá de las cimas repentinas y fragantes del sancocho de siete carnes. En este caldo solemne hay el conjuro que nos devuelve a un empíreo de plomizas confidencias, de tonalidades ardorosas, de vetustas providencias. En este plato radican los cimientos de nuestra religión gastronómica, las bases robustas de nuestro credo coquinario. Acaso la mitología remota de nuestro politeísmo alimenticio.
El sancocho de siete carnes representa el conjuro sacramental, el Padre Nuestro de la fe gastrológica nacional. El puerco chilindrón es llano, exageradamente obvio y carece de la sacralidad y el misterio ineludibles para concitar un rito, una solemnidad o, siquiera, una etiqueta. Ocurre lo mismo con el chivo guisado con chenchén y el asopa’o de pollo. Comida deliciosa, no cabe duda, pero unívoca, palmaria, sin trasfondos ni secretas notaciones.
Fabricar el nobilísimo mejunje de las Siete Carnes constituye un acto de liturgia que reclama iniciación conventual (sagacidad de secretos sombríos, de colores quemantes, de temblores añosos). Para su rigurosa preparación es indispensable el tributo, en porciones generosas, de longaniza, tocino, pollo, res, chuletas ahumadas, chuletas frescas y ‘carne de chivo con huesos de sopa’. Será necesaria, asimismo, la adición de cebollas, dientes de ajo, malagueta, ajíes, cilantro, pimienta negra, apio, orégano, sal, alcaparras, naranja agria y azúcar prieta. No habrá de faltar, por supuesto, la obligatoria ración de ñame, batata, yuca, yautía, maíz, plátano y auyama. Y luego, en el aquelarre —vislumbre de impudicia: rotundo oficio de saberes oscuros, de ardides movedizos, de ondulantes astucias—, todo aquello que bailotea y brinca y retoza largas horas en el regazo de la marmita efervescente.
Ars culinaria alucinante, el sancocho de siete carnes convoca un puñado de certezas que, amalgamadas, fundidas, transmutadas en tan venerable potingue, expresan más acerca de nuestra existencia y nuestro origen que todos los libros de historia. Y más, mucho más, que todas las patrañas sobre nuestra aciaga suerte de insulanos.