[…] Una grandísima población que tenía sus casas construidas en mar como Venecia.
[…] El aire allí es muy templado y bueno y según pude saber por relación de ellos mismos, nunca hubo allí peste o enfermedad alguna, producida por el aire corrompido, y si no se mueren de muerte violenta, viven una larga vida.
(AMÉRICO VESPUCIO, Mundus novus)
Ante los palafitos indígenas de un golfo cercano a la península de Paraguaná, Américo Vespucio recuerda las construcciones de Venecia, y llama al lugar Pequeña Venecia…“Venezziola”. Alonso de Ojeda hispanizará luego el nombre: “Venezuela”.
(PDM)
El venezolano es un perito en sueños, un diestro arquitecto de utopías. América, sin ir más lejos, es la quimera de dos venezolanos, la fantasía de dos venezolanos. En la cabeza turbulenta de Francisco de Miranda nace la independencia americana. Él pone el nombre —Colombia— e imagina aquel imperio independiente, desde el Estrecho de Magallanes hasta el paralelo 45 en la América del Norte. Su proyecto es un surtido de monarquía inglesa, imperio incaico, federación norteamericana y Roma de Césares. Esto es: un Emperador descendiente de los Incas, un Senado de “Caciques” vitalicios, una Cámara baja designada por sufragio popular, Jueces federales nombrados por el monarca, y Censores y Ediles como en Roma.
La de Bolívar es otra historia. De él acogemos la revelación iluminada, el credo excelso, la furibunda religión americana. Pero Bolívar es, a un tiempo, Ulises y el Cid, Prometeo y don Quijote, Hamlet y Godot. Al lado de Simón Rodríguez, el maestro, Bolívar pronuncia la invocación del Aventino. Después atraviesa los Andes a caballo, redime cinco naciones de la coyunda española y, al final, se transforma en un ateo de su propio evangelio. La idea bolivariana desciende al olvido antes de realizarse. Al morir en Santa Marta, el Libertador se declara “viejo, enfermo, cansado, desengañado, hostigado, calumniado y mal pagado”.
Después de Bolívar, durante un siglo y medio, la utopía descansa y la fantasía del venezolano se aquieta y duerme. Años son de codicias calmadas, de apetitos serenos. Hasta que el nuevo ensueño acomete con furias plenas: nuestro es el petróleo, nuestro es el suelo, nuestro es el delirio. Y ¡hágase la luz y hágase la fiesta..!
La parroquial serenidad venezolana, tras una larga modorra, se viste entonces de galas para asistir al asueto sin término, a la vacación infinita y a la aparatosa festividad que inaugura el Carlos Andrés Pérez de 1973. Y Venezuela entera se embriaga en aquel derroche frenético, en aquella pompa delirante y extraviada.
Entonces, indeteniblemente, la gran riqueza venezolana transita del estado sólido al estado gaseoso —se sublima— en menos de veinte años. El “oro negro”, el “excremento del diablo” se convierte en babilónicos proyectos estatales, en subvenciones al consumo, en dólares emigrantes… en Black Label. Tiempo después, los quebrantos de la economía hacen que el sueño venezolano de 1988 apunte de nuevo hacia Carlos Andrés Pérez.
Se apela, por supuesto, a un artífice de la seducción popular. La gente lo recuerda: dólares baratos, combustibles baratos, jubilosas dádivas a manos llenas. Así fue la primera vez. Pero los tiempos eran otros. Con las reservas monetarias agotadas y una deuda externa que triplica las exportaciones anuales de petróleo, Carlos Andrés no tiene opciones. Y se ve apremiado a la dureza.
Al cabo de tres años de frugalidad, la efervescencia colectiva encarna en Hugo Chávez, un expresivo coronel amotinado que, en tanto recita a Neruda y a Pedro Mir, declara su voluntad de luchar contra el neoliberalismo, el FMI, la OEA, el Banco Mundial, el BID y la ONU. Ya en el cuarto año surgen las querellas de corrupción contra Carlos Andrés. Así, antes de concluir su mandato, Fuenteovejuna arroja a la calle al presidente Pérez. Y nuevamente Venezuela se lanza en pos del vellocino de oro. Sólo que esta vez, en un obcecado recurso a la añoranza, dirige la mirada hacia el venerable Rafael Caldera. Pero el gobierno de Caldera fracasa rotundamente, la vida del venezolano se despedaza y sus ilusiones de vivir se deshacen como sueño en el sueño.
Antes, con el Caldera de 1993, germinó un recurso a la nostalgia. Ahora, destruidas las esperanzas, apaleada groseramente su autoestima, el venezolano apuesta a la hechicería, a la nigromancia y dirige la mirada hacia aquel Hugo Chávez. Pero, en realidad, ¿quién era Chávez? “Si uno pudiera moler en una máquina a Perón y a Velasco Alvarado, a Noriega, al Che Guevara, a Daniel Ortega y a Fidel Castro, a Abimael Guzmán y al cura Pérez de la guerrilla colombiana, y si esa masa se espolvoreara con una pizca de Jadafi y unas cuantas gotas de Sadam Hussein, estaríamos construyendo a Hugo Chávez”, dijo una vez Carlos Alberto Montaner.
Hugo Chávez Frías llega al palacio de Miraflores en 1999. Su rimbombante proyecto consistirá en resucitar en todo el continente (ahora con un estrafalario apodo: Socialismo siglo XXI) el aliento de la deshilachada utopía empotrada en Cuba desde cuarenta años atrás. Con las mayores reservas de petróleo del mundo y en unos años en que la cotización del crudo alcanzó cotas obscenamente altas, al comandante Chávez le resultó sencilla esta faena. En tanto destrozaba a escobazos la piñata petrolera, el resto sería incautar industrias, fincas y negocios, a la vez que cerrar periódicos y estaciones de televisión, tanto como amedrentar a los opositores.
Eran días en que la ubicua verborrea ‘bolivariana’ del ‘jefe supremo eterno’ irrumpía, a toda hora, en las pantallas de televisión de los hogares venezolanos. Todo esto, mientras el régimen se hacía de un solapado y vasto sistema de espionaje interno (Made in Cuba) para husmear y controlar los movimientos de la gente. Como era previsible, a la muerte de Chávez (en marzo de 2013) el experimento socialista había logrado la ardua epopeya de destrozar el sistema productivo del país, lo que obligaba entonces a importar más de 80% de los bienes (alimentos, medicinas, provisiones, etc.) consumidos por la población.
Chávez desaparece meses antes del derrumbe de la cotización petrolera. El régimen postchavista, que ahora nada produce, impulsa que las tiendas se llenen de colas humanas procurando medicinas y alimentos imaginarios. De ahí que huyeran, desafiando selvas y pantanos azarosos, quienes tienen algo que perder, así como aquellos que no encuentran qué comer. Hasta sumar ocho millones los venezolanos que, como almas en pena, hoy deambulan por senderos y barriadas de Colombia y Perú, de Chile y Ecuador, de Brasil y Centroamérica.
Percibo, a lo lejos, la consternación colectiva, la majestuosa perfección de esta tragedia. Me viene entonces al recuerdo Greta Garbo y el sublime estertor de su Margarita Gautier en ‘La dama de las camelias’. (Quizás no deba contarlo: uno de mis abuelos era venezolano, y aquella nación me parece incesantemente hermosa, ¡hasta cuando agoniza..!).