Muy distintas fueron las ataduras espirituales que vinculaban a Johann Sebastian Bach y a Ludwig van Beethoven con sus obras respectivas. “Beethoven —afirmó Karl Popper— había hecho de la música un instrumento de autoexpresión. En su desesperación, ésta pudo haber sido para él la única forma de continuar viviendo”. Por su pureza de corazón y la potencia dramática, Beethoven podía trabajar de una forma que era insostenible para otros. “No podría haber un peligro mayor para la música —Popper lo advierte— que el intento de tomar las formas de Beethoven como ideal, o patrón, o modelo”.

Bach, en el extremo opuesto, se olvidaba de sí en su obra. Era un sirviente de la tarea creadora. Su personalidad estaba figurada por completo en aquella música: irremediablemente intacta en cada fuga o en cada preludio. Pero Bach no era consciente, como lo era Beethoven, de que se expresaba a sí mismo y hasta derramaba en el pentagrama sus más recónditos humores. De tal manera, al dictar instrucciones a sus alumnos, Bach expresaba: “Deben producir una armonía eufónica para la gloria de Dios y el lícito deleite del alma; y al igual que toda música, su finis y causa final no debe ser nunca otra cosa sino la gloria de Dios y el solaz del alma. Si no se tiene en cuenta esto, no hay realmente música, sino un griterío y un estruendo infernal”.

Es obvio que la diferencia esbozada no es, con todo, la que se advierte entre arte religioso y arte secular. Un oratorio dramático de Bach (La Pasión según San Mateo, por ejemplo) origina sacudidas intensas y suscita, por atracción, emociones penetrantes (acaso más agudas que la Misa en Re de Beethoven). No existe razón, es cierto, para dudar que Bach sintiese también poderosas conmociones y que, con frecuencia, resultara insuperablemente dramático. Si bien esos asombros y sus turbadores contrastes eran accesorios y escasamente significativos en la configuración esencial de su obra. Por lo contrario, en Beethoven (recordemos su Appassionata) las oposiciones dinámicas concurrían con preeminencia casi tan sustancial como sus contrastes armónicos.

De diversas maneras podría considerarse la relación entre la música y las emociones humanas. Una de las teorías inaugurales habla de la “divina inspiración”. En Ion, Platón consideró que la inspiración artística era de origen celestial y que se manifestaba en una divina locura o en un beatífico delirio del músico. El artista estaba poseído por un espíritu, aunque por un espíritu benigno. Grosso modo, eran éstos los argumentos de Platón:

1.Lo que el poeta o músico compone no es obra propia, sino más bien una orden o un mensaje de los Dioses, especialmente de las Musas. El poeta o músico es sólo un instrumento mediante el cual las Musas hablan. Él no es más que portavoz de una deidad y para probarlo, “la divinidad cantó a propósito la más bella de las canciones a través del más mediocre de los poetas”.

2.El artista poseído por un espíritu divino (ya cuando crea, ya cuando ejecuta) se torna frenético, emocionalmente sobreexcitado; y éste comunica su propio estado al auditorio por un proceso de resonancia emotiva (según Platón, comparable al magnetismo).

3.Cuando el artista compone (o canta, o declama) se encuentra interiormente conmovido y poseído: por el mensaje y por las escenas que describe (que no sólo por el Dios). Y la obra en sí, tanto como el efusivo estado emocional del artista, inducen emociones impetuosas en el auditorio.

4.Será preciso distinguir entre una mera habilidad, destreza o “arte”, adquirido por entrenamiento o estudio, y la inspiración divina. Sólo esta última hace al poeta o al músico.

Si validamos la teoría de la inspiración y el delirio, aunque sin aceptar su origen divino, arribamos a la inferencia de que el arte es autoexpresión o, más precisamente, autoinspiración orientada al testimonio y a la transmisión de emociones. En otras palabras, tocaríamos los límites de una teología sin Dios, dentro de la cual la esencia oculta y la naturaleza del artista reemplazan el quehacer de la divinidad. En tal caso, el artista (Beethoven, digamos) se inspira a sí mismo. Este es el campo de una teoría subjetivista de la creación artística (defendida por Benedetto Croce y Robert Collingwood) que define el arte como enunciado contentivo de la personalidad y de las emociones del artista.

En el extremo opuesto, la teoría objetivista (esbozada parcialmente en el punto 3 de Platón en Ion, sobre la noción de que el artista y el auditorio están emocionalmente conmovidos “por la obra de arte en sí”) sugiere que la música consigue describir o materializar escenas con repercusión emocional. Como entender que la obra, ya con vida propia, independiente y desvinculada del origen, será la principal responsable de las emociones experimentadas por el propio autor.

Esta última noción, que cumplió un papel importante en el surgimiento de la ópera y del oratorio, hubo de ser una hipótesis aceptable para Bach y Mozart. La tesis objetivista de la creación musical (reiterada luego por Platón en La República y en Las Leyes) atribuye a la música el poder de provocar emociones y de calmarlas (como una canción de cuna), e incluso de formar el carácter de un individuo.

Ciertos tipos de música, concebía Platón, hacen surgir en el hombre la cobardía o el valor. Lo convierten en un semidiós o en una bestia, en un gigante o en un enano. En una divinidad o en un renacuajo.
Platón -sólo Zeus lo sabrá- acaso no exageraba.

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