Eran distintos, no cabe duda. Uno de ellos, Francisco José Arnaiz Zarandona, nacido en el entorno vizcaíno de Bilbao, próximo a las umbrosas charcas del Nervión. El otro, Leonte Bernard Vásquez, oriundo de nuestro trémulo solar, al que un brazo de agua atormentada vigila desde hace más de cinco siglos.
Pepe Arnaiz, sacerdote jesuita, consagró su existencia a Dios y a realzar el gozo espiritual de sus criaturas.
Leonte, ingeniero arquitecto, dedicó la vida a mejorar la subsistencia de quienes sin remedio habitamos este mundo. La conversación con Pepe tenía resonancias mágicas. La plática con Leonte era apacible y fructuosa, con arrebatos súbitos y registros de imprevista sabiduría.
Fui amigo íntimo de los dos. Dilatada e intensamente disfruté, durante años, la compañía de Pepe. A Leonte me unieron vínculos afectivos y profesionales por más de tres decenios.
Leonte murió el 30 de junio de 2010; Pepe, el 14 de febrero de 2014. En ambas ocasiones, la aflicción me prohibió balbucear el adiós íntimo a estos grandes camaradas. Que aquellos párrafos, ahora aquí silenciados, sirvan como un sucedáneo tributo a su recuerdo.
A Leonte Bernard Vásquez
El miércoles 30 de junio, pocos minutos antes del mediodía, el más grande pensador de la ingeniería dominicana dejó de pensar. Porque Leonte Bernard Vásquez escaló la cota más alta en el conocimiento técnico de las estructuras que los arquitectos y los ingenieros civiles construimos para el bienestar de los humanos.
Él fue un gran maestro, un estupendo amigo, un insigne profesional, un devoto familiar y, más que nada, un fervoroso hombre de bondades. Por aquellas aulas, que se abrillantaban con la presencia de Leonte, desfilaron miríadas de jóvenes: en la Universidad de Santo Domingo, en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña y en la Universidad Central del Este. Durante más de 60 años, el profesor Bernard enseñó Mecánica Racional y Cálculo Vectorial. Pero, además, Leonte, el ingeniero, el matemático, el más agudo pensador de la ingeniería estructural que hemos conocido participó, de múltiples maneras, en todas las grandes obras realizadas en el país durante el siglo XX.
Nuestros puentes, nuestros muelles, nuestros rompeolas, las grandes edificaciones de la época, las más complejas y singulares estructuras: todo aquello nació y creció en la fragua de esa mente que hoy descansa frente a nosotros.
La vida me brindó la oportunidad de estar junto a él durante los últimos 30 años. Conversábamos de filosofía, de política, de historia. A través de su memoria desfilaron ante mí los grandes nombres de esta profesión que Leonte supo honrar con su insigne magisterio. Me hablaba de precursores como Ñiño Alfonseca, Mario Penzo Fondeur, Guillermo González, Mario Lluberes, José Antonio Caro Álvarez y Gay Vega Malagón.
No me siento con capacidad para apreciar la dimensión del vacío que hoy deja entre nosotros Leonte Bernard Vásquez. En representación de sus compañeros de Tecnoamérica, de sus familiares, de sus alumnos y amigos, deseo despedir al viejo maestro, al sabio que transitaba cada día, pausadamente, entre nosotros.
La desaparición física de Leonte es irremediable, no cabe duda. Su memoria y su resonancia, sin embargo, estarán ahí, en aquella oficina colmada de libros y diplomas y manuscritos. Desde donde seguiremos escuchando sus consejos y sus ideas, que imperturbablemente nos harán mejores y más aptos para este arduo oficio del vivir.
Roguemos para que sirva su ejemplo, así, como un sendero intelectual, como una pauta ética para guiar las futuras generaciones de dominicanos.
Que así sea.
A Francisco José Arnaiz
Ha cerrado sus ojos mi gran amigo Francisco José Arnaiz, la más radiante cabeza de la Iglesia Católica dominicana desde las horas lejanas de Fernando Arturo de Meriño. Nacido vasco, fue renacentista por oficio, humano de profesión e indulgente acaso como destino. Llegó a nosotros cuando aparecían las primeras claridades tras aquella noche de tres decenios.
Con Pepe me fue dable aprehender y valorar la vida desde diversos y remotos matices. Era una grata experiencia, siempre, el hablar con él de versos y de cantos, de nostalgias y de presencias, de tabacos y de vides. Este maestro de teología y de psicología, que en su Colegio de Belén hiciera también de profesor de física y de ciencias naturales, entendía la esencia del hombre con la certeza y la plenitud, casi, de quien amasara el barro primero de la Creación.
Muy poco se conoce la actuación de monseñor Arnaiz en los últimos cincuenta años de la biografía dominicana. Fue siempre un soporte seguro, un confiable garante de la quietud emocional de nuestro pueblo. Habrá de faltar ahora –y querría no tener razón—uno de los apoyos esenciales para esa frágil tarima en que, día a día, se representa el guiñol de nuestra precaria e irreflexiva realidad.
No sé si mi amigo Pepe, como lo hiciera Publio Elio Adriano, se tomó el tiempo de escribir su muerte. Valen para él, de todos modos, unas frases que ahora vuelan y se deshacen como corolas de un gran árbol de tristeza:
“Animula, vagula, blandula / Hospes comesque corporis / Quae nunc abibis in loca / Pallidula, rigida, nudula, /Nec, ut soles, dabis iocos”.
(“Mínima alma mía, tierna y flotante / huésped y compañera de mi cuerpo / descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos / donde habrás de renunciar a los juegos de antaño”).