Palabras liminares
Hará más de un millón de años que el homo erectus marcó su huella en el barro intacto del origen. Más tarde, en tanto deletreaba señales del agua y de la brisa, anduvo por senderos estrictos. Su rastro imponía fronteras y distancias. Y la inmensidad lo cercaba en un lazo de misterios y temores, de espejismos y azoros virginales. El errabundo, desde aquella hora incierta, trajinó con el delirio y con el miedo. Hasta conjurar la sustancia ilusoria y hacerla relato heroico, gesta y aventura fascinante: literatura, a fin de cuentas. Fábulas predilectas que han sido de la humanidad en todos los tiempos: La Odisea, Il Millione, Don Quijote de la Mancha, Robinson Crusoe, Gulliver, Simbad el Marino…
Aires tercos que hinchan velas al bergantín, hasta llevarlo a un espacio en que asoman sirenas y unicornios, cavernas hechizadas y piratas guerreándose a sablazos en la oleada de un turbio mar enfurecido.
Correr sin tregua al fortuito destino. Tal ha sido la esencia del hombre desde que nace. De esta suerte, aquel Odiseo que emprende el regreso a Ítaca, diez años después de Troya, ha de ser siempre el mismo extraviado andariego que ahora trinca una cerveza en Punta Cana o Cabarete, y pierde el juicio ante una sílfide mulata. por los siglos de los siglos…
Al albur de los vientos
Aunque indomablemente humano fuese el hurgar en extraños horizontes, la rudeza del medio de traslación señala siempre los límites. Diez semanas se alarga el trayecto de Palos de Moguer a Guanahaní en las tres carabelas del Descubrimiento. Pero las trabas son similares: ya en un carruaje tirado por bestias sobre senderos enlodados, ora en un navío de remos o de velas gobernado por el albur de los vientos. Muy pocos son los viajeros. Y sus escasos relatos de aventuras constituyen, tal vez, el único viaje posible de aquella sociedad inmóvil. De aquella humanidad detenida…
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…
La vida europea de finales del siglo XVIII es sacudida por la aparición de una máquina capaz de convertir la energía térmica del agua en energía mecánica. Aquel artilugio, perfeccionado por el escocés James Watt, desata los bríos de la Primera Revolución Industrial en la Inglaterra sombría de Charles Dickens. Poco después, en 1820, el ingeniero británico George Stephenson instala un motor en un carruaje, lo que permite mover (entre Stockton y Darlington) el primer ferrocarril de vapor de la historia.
La nueva tecnología prospera en Europa y la América anglosajona. Ya en 1825 existen trenes en el transporte público de algunas ciudades inglesas. Una línea ferroviaria entre Baltimore y Ohio funciona en 1830. Los barcos, los carros y los ferrocarriles movidos por vapor de agua desplazan los coches de caballos y los navíos de vela. Aquellas embarcaciones (bautizadas como ‘vapores’ por nuestros abuelos) revolucionan los enlaces entre continentes. Al cambiar la velocidad del desplazamiento con los motores de vapor, al hacerse más breves los trayectos, nace aquí el turismo como noción económica. Y también como revolución sociológica. En los albores de la era industrial, las horas se constituyen en la rigurosa medida de las distancias.
Comprimir el calor
Karl Benz fabrica en 1885 el primer automóvil con un motor basado en la combustión de gasolina. Para exhibir la potencia de aquel invento de su marido, Bertha Benz, tres años más tarde, viaja 105 kilómetros (en un carro cuya máxima velocidad era de 20 kilómetros por hora) desde Mannheim hasta Pforzheim, en Alemania.
Los vientos son fuertes y constantes en Kitty Hawk. El desafío será en aquella costa arenosa de Carolina del Norte. Los hermanos Wilbur y Orville Wright despegan y aterrizan en un biplano diseñado y construido por ellos. El artefacto tiene dos hélices, pesa algo menos de 90 kilogramos y lo impulsa un motor de combustión interna de 12 caballos de vapor. En el cuarto intento, Wilbur Wright consigue volar una distancia de 260 metros. Apoyado en las ocultas partículas del aire, el Flyer 1 se sostiene durante 59 segundos. Es el diciembre de 1903.
Siglo veinte, cambalache
“Voy a construir un coche para el pueblo, el automóvil universal”, proclama Henry Ford en 1906. Y cumple la promesa. Dos años más tarde se inicia la fabricación masiva de automóviles. Con el empleo de líneas de montaje guiadas por los principios de Taylor, en las que se lograba una perfecta combinación de hombre y máquina, Ford inunda el mercado con su modelo T. El precio del nuevo vehículo fluctuaba entre 800 y 1,000 dólares. Los grandes núcleos de trabajadores norteamericanos, fascinados, adquieren aquel auto asombroso que circula a 70 kilómetros por hora sobre un camino, y que también puede (con sólo un cambio de ruedas) realizar labores agrícolas o deslizarse sobre las correderas del ferrocarril.
Durante 20 años, las fábricas de Henry Ford producen más de 15 millones de automóviles en plantas de ensamblaje situadas en Canadá, Alemania, Inglaterra, Francia, Austria, Dinamarca, Sudáfrica y Argentina. En tanto aumentaba la circulación de automóviles en el mundo, crecían también los kilómetros de carreteras, caminos y vías urbanas.
Dirá Charles Baudelaire: “Ese primero de octubre de 1924 asistí al titánico renacimiento de un fenómeno nuevo…. el tráfico. ¡Coches, coches, rápidos! Uno se siente embargado, lleno de entusiasmo, de alegría del poder. El simple e ingenuo placer de estar en medio del poder, de la fuerza. Uno participa de él. Uno toma parte en esta sociedad que comienza a amanecer. Uno confía en esta nueva sociedad: encontrará una expresión magnífica de su poder. Uno cree en ello”. Europa se contagia de la euforia de Baudelaire. Las playas y los ríos serán el centro del turismo en el viejo continente.
La crisis económica de 1929, y luego la Segunda Guerra Mundial, paralizan la vida y los viajes de placer en el mundo. Sus efectos duran hasta 1949. Después del conflicto, la actividad turística renace con la cadencia más vivaz de toda la historia. Este auge es resultado del nuevo orden internacional, de la estabilidad social y del desarrollo de la cultura del ocio en Occidente.
La ciudad moderna, al servicio de la técnica y del progreso, crece bajo la inspiración de Le Corbusier. El gran arquitecto y urbanista suizo expone (en su obra L’Urbanisme) la revolución que presagiaba el tráfico moderno. Esa fuerza vital y sobrenatural que imprime una nueva confianza y un renovado optimismo en los poderes del hombre.
Los aviones de reacción (llamados también de propulsión a chorro) plasman una revolución en la aeronáutica, tan grande como la invención del propio avión. La primera aeronave comercial con motores de reacción es el De Havilland Comet, que en mayo de 1952 realiza el vuelo Londres-Johannesburgo en 24 horas, con cinco escalas. Dos años después, el mismo Comet, ya sin detenciones, hace la ruta de 4,930 kilómetros entre Londres y Jartum (Sudán, África). En esa travesía la nave se eleva hasta 12 mil metros. En algo menos de 50 años, el milagroso adelanto de la aviación deshace en brumas de leyenda la audacia de Wilbur y Orville Wright sobre las arenas de Kitty Hawk.
Los aviones con motores de propulsión a chorro sustituyen los viejos artefactos de hélice. Pero tampoco los barcos podían competir con la nueva aviación. Las empresas navieras, así, forzosamente transforman sus embarcaciones comerciales en cruceros de recreo. Entre 1950 y 1970 asoman ya los indicios de un boom turístico internacional.