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Sólo hay una fuerza motriz: el deseo.
ARISTÓTELES
Lejos
La hegemonía del Imperio Romano cabe en las tres primeras centurias de nuestra era. Roma decae, luego, durante los siglos IV, V y VI. El panorama es de empobrecimiento general, con retroceso del comercio, del trabajo manual y del arte. Disminuye la población, menguan las ciudades y la agricultura desciende hasta lo ínfimo.
El mundo feudal del siglo VII abandona los viajes. El estribo y la herradura, germánicos artilugios, hacen olvidar la rueda. Deviene en vereda la ambiciosa ruta empedrada de los Césares. En Europa, los nuevos pueblos se reúnen en los burgos, alrededor de los Señores. Las comunidades cristianas hormiguean en torno a los monasterios. Peregrinos, únicamente, caminan sobre las desiertas stratis lapidibus de los romanos.
Es la noche de la historia.
No tan lejos
Son dos atisbos que se arriman y recortan la distancia, mientras avanzan con lentitud sobre una calzada de piedra que separa los límites visibles del agua y del horizonte.
Sus pasos van cerrando un trayecto que separa cuerpos, vértigos y asombros recíprocos. Hasta que frente a frente están el Tlatoani azteca, Hijo del Sol, y un incierto capitán español natural de Medellín de Extremadura. A través del embrujo pregnante de las miradas que entrecruzan Moctezuma y Hernán Cortés, justo en ese relámpago indescifrable, Europa acaba de asomarse al Mundo Nuevo.
Allí, en aquella concurrencia, epifanía alucinada y desmedida, el Renacimiento ha cobrado también su primer indicio. Quizá el chispazo esencial en ese prolijo transcurso de inteligir los espejismos de Tomás Moro.
Puesto que, mírese como se quiera, el descubrimiento de la nueva tierra —de esa tierra nuevamente hallada, como decían los viejos cronistas— significó el indetenible inicio de la modernidad. Sin América resultan inescrutables el Racionalismo y la revolución burguesa, tanto como el progreso tecnológico y el Romanticismo.
Del mundo recién nacido brota la noción del “buen salvaje” y su “paraíso perdido”. Con ella, también, el soberbio cuestionamiento ético y las magnas utopías que enlazan a Moro con Rousseau y Carlos Marx.
En suma: lo que rumiamos, lo que creemos, lo que ahora somos —no importa cuán luminoso o insultante nos parezca el momento presente—; todo, enteramente todo nuestro bagaje de criaturas globalizadas y cibernéticas está ligado, de manera ineludible, a la circunstancia americana.
Antes
Vida apasionada y solitaria cual ninguna, Emily Dickinson se sitúa, con grandeza similar, en el extremo opuesto a Walt Whitman. Frente al gigantesco poeta de la democracia, de América, de los espacios abiertos, de la religión del cuerpo, Emily balbucea soledades angustiosas. La palabra de Walt es sinfonía cósmica, ubicua, totalizante. Emily sueña: “Yo moría en esta época, el año pasado/Bien sé que oí el grano/cuando era llevado de los campos/Tenía Campanillas”.
Walt es poderoso y solemne en su presencia: alto, tranquilo, bien constituido; generalmente tomado por los extraños como un estibador, un hombre de mar o un crecido obrero de alguna fábrica. Emily es diminuta, frágil y con la voz entrecortada, breve, epigramática: “Tengo miedo de tener un cuerpo/tengo miedo de tener un alma/profunda –precaria propiedad/ posesión no opcional/doble estado –vinculado a voluntad/de un insospechado heredero/duque en un momento de inmortalidad/y Dios, para una frontera”.
Whitman habla con el lenguaje de la calle, de los periodistas, de los obreros. Emily es la voz puritana y culta, de tono menor, que construye tersas entidades verbales con la métrica del himnario inglés. Whitman es el tonante rapsoda de lo colectivo; Emily Dickinson, la voz inaudible de la privacidad. Walt es Beethoven o, acaso, Richard Wagner; Emily, en contraste, el Frédéric Chopin de los Preludios.
No tan antes
Ahora querría traer ante ustedes aquel numen ardoroso (vasto, desmedido) de Oswald Spengler. Pensaré (quizá como Borges ante la ilusoria presencia de Lugones) que mi vanidad y mi pundonor han armado una escena imposible, y que usted, herr Spengler, no ha muerto de un ataque cardíaco a los 56 años en su apartamento de Munich. Y que estamos aquí, fuera del tiempo, usted y nosotros en un pétreo derrelicto en el mar de los Sargazos, donde devenimos fugaces en el inmenso desamparo del universo (apartados de Werther y Petrarca, de Eurípides y Fausto y Parsifal…). Cuando despunta en el corazón el terror a la muerte, al límite del mundo luminoso, al espacio estricto de lo inevitable…
Epifanía de los cuerpos
Nunca dudé que la apasionada canción popular configurara un elemento básico de nuestra educación sentimental. Así como la religiosidad helénica fue una reflexión acerca de los dioses y la mitología, la devoción del caribeño –la íntima filosofía de estos pueblos delirantes de palmeras y de ensueños azules– se fundó en torno a las visiones y reminiscencias del amor “cortés”: esa pasión noble y caballeresca heredada de los juglares que revoloteaban en la Provenza del siglo XI.
No fuimos capaces en el Caribe, lo admito, de urdir otra sabiduría emocional como no fuese el minúsculo prodigio de ese ensueño amoroso llamado bolero. No tuvimos un Platón ni un Kant, es cierto, pero profundizamos en los balbuceos del amor con maestros eximios como Agustín Lara, Guty Cárdenas y Juan Lockward. La visión paralizante y totalizadora de un Hegel (que nunca fue nuestra) la transfiguramos aquí, en estas playas perpetuas, por la embriaguez de Agustín mientras las olas de Acapulco bañaban el cuerpo brujo de María del Alma…