Un telón de oscuros recuerdos entristece la escena final del Libertador. Con 47 años, agonizante en la Quinta de San Pedro Alejandrino, Bolívar pensará: “En este mundo, los tres imbéciles más grandes hemos sido Jesucristo, Don Quijote y yo”. (PDM)
Uno podría entender, por múltiples razones, que la Iberoamérica de nuestros días (esa que delira en español o acaso en portuñol) es una fábula imaginada por don Germán Arciniegas. A la leyenda del continente precoz y diverso, añádale la mítica analogía de estos pueblos y, con asombro, descubrirá la irrealidad de nuestra existencia: tal si fuere un tropo. Acaso aleteando, dicha noción, en el ensueño retórico de aquel candoroso pensador colombiano.
La utopía de Arciniegas acaece visceral y tajante. Su visión de América como matriz de un nuevo hombre remonta más allá del onirismo de la “Raza Cósmica” de Vasconcelos. Don Germán, como un fanático, se enardece con el “alto destino” de nuestro continente. Más aún: cree frenéticamente en la organización, concede notoriedad a los Estados y, con indulgente pureza, idealiza la entidad iberoamericana.
La realidad, no obstante, convoca otras verdades. La Iberoamérica de nuestra hora constituye, apenas, un juego de espejos, un tristísimo retozo de intertextualidades. Del río Grande a la Tierra del Fuego, desde la madrugada de aquel 12 de octubre hasta hoy, tan sólo hemos sabido jugar al barroco. El barroco (“Expresión de formas que vuelan” según Eugenio D’Ors) reivindica lo primitivo, lo ingenuo y lo desnudo, a la vez que lo rebuscado, lo impúdico y lo estrambótico. Barrocos fueron el Descubrimiento y la Conquista, claro que sí. Barrocos acaecieron Francisco de Miranda y Simón Bolívar; barrocos sobrevinieron nuestros movimientos independentistas; y como barrocos, asimismo, asomaron sus talantes Porfirio Díaz y Trujillo.
La fe bolivariana (laica, civilizada, progresista) alzó plegarias a Inglaterra. Dijo el Libertador: “Bajo la sombra de la Gran Bretaña podremos crecer, hacernos hombres, instruirnos y fortalecernos para presentarnos entre las naciones en el grado de civilización y de poder que son necesarios a un gran pueblo”.
Era entonces el siglo XIX, y en el crisol hispanoamericano las naciones se fundían a imagen y semejanza de nuestras mezquindades. Aquellos seres (Santander, Flores, Páez), ávidos y aprovechados, hicieron de Simón Bolívar el ‘Desterrado de Santa Marta’. (Al propio Arciniegas oí decir, en Cartagena de Indias, que Bolívar personificó el más infausto gobierno que alguna vez rigiera Colombia. Por arbitrario y caótico –con tales palabras lo definió–, similar al mandato de los Colón en la Hispaniola).
Así los hechos, y en tanto jugábamos a la revolución, acto supremo del barroco, los hombres del Norte desafiaban y hacían suyo el progreso. Con todo, nuestra elección fue la del desprecio hacia el norteño. A los ojos del sureño: un rudo y prosaico Calibán que, sin embargo, construía fábricas y ferrocarriles e inauguraba grandes bancos y universidades. Al mismo tiempo que cada Ariel nuestro, clarividente y sublime, se abría el pecho a plomazos, mientras inhalaba el aroma de su terruño bienaventurado.
En el Norte nacían Abraham Lincoln. Benjamin Franklin y Thomas Jefferson. Al Sur, valga la paradoja, crecían y se multiplicaban criaturas pasmosas como Juan Manuel de Rosas (“Tirano ungido por Dios para salvar a la Patria”), Rafael Leónidas Trujillo (“Benefactor y Padre de la Patria Nueva”) y el general Juan Vicente Gómez (vitalicio “Pacificador” de la Patria venezolana).
Ellos, los norteños egoístas y zafios, hicieron del suelo una cifra de progreso y libertad. Nosotros, eminentes e inspirados, con la heredad tan solo perfilamos una desdichada metáfora. Así lo gritó Sarmiento a mediados del siglo XIX, y nadie quiso escucharlo.
El lenguaje que empleamos los iberoamericanos aún está lleno de artificios, de sustituciones, de parodias (el chavismo creó un “Viceministerio de la Suprema Felicidad del Pueblo”). Nuestras ilusorias verdades son patéticas sentencias que, en su doblez, en su hipocresía, nada revelan y tan sólo nos empequeñecen.
Vivimos todavía bajo las sombras del eclipse medieval. Somos los hijos desbandados de la Contrarreforma. El vigoroso árbol del Norte se nutrió de albedrío, de igualdad, de trabajo. El flaco ramaje de nuestro carácter, a la inversa, se alimentó de cerrazón, de autoridad, de parasitismo.
Nuestras efemérides (nuestras historias, nuestras criptas) están repletas de belicosos, de tonsurados, de chupatintas. Jamás supimos honrar al maestro, al médico, al juez, al forjador de sueños. Hicimos la apoteosis de lo infecundo, la glorificación del artificio y el ruidoso panegírico de la vacuidad. De ahí que cinco siglos después (infinitud de generales, millares de penitentes, miríadas de amanuenses detrás) a nadie sorprenda que nuestro continente, como Gregorio Samsa, tras un sueño intranquilo, despierte cada día convertido en un escarabajo.
Hoy, encendidas ya las luces de un nuevo milenio, los iberoamericanos hemos de mirar hacia el futuro sin supersticiosos arrebatos. De aquel espejismo que fue nuestra Independencia apenas perdura una borrosa dignidad, acaso contrita y teñida de rubores. Entretanto, y luego de tragarnos un puñado de mitos brutales y crudos, hemos descubierto, quizás tarde, que de poco nos sirvió aquel hartazgo.
Podríamos ahora intentarlo de nuevo. Compartimos una lengua y una amarga indigestión. No somos blancos, no somos negros, no somos indios: acaso constituimos ese “pequeño género humano” que proclamaba el Libertador. Por el camino que regresa de Utopía (y sin Rodó, sin Vasconcelos, sin Arciniegas) tal vez encontremos un lugar propicio para la feracidad social y material.
Pero en una nueva y venturosa Iberoamérica hemos de encumbrar y dignificar a los que enseñan, a los que curan, a los que administran justicia, a los de mente perspicaz e innovadora. Si construimos una norma cimentada en el trabajo creativo, en la libertad y en la equidad, ciertamente, brindaremos reposo al atribulado Bolívar de 1830.
Con más facilidad cruza un camello por el ojo de una aguja que la Iberoamérica de hoy asciende al ámbito de los cielos. No cuajó, no endureció la arcilla de nuestro continente, devotamente acariciada por Arciniegas. Dudosa la organización, inciertos los Estados, precario nuestro destino de iberoamericanos. Don Germán, a todos debe dolernos, se equivocó en el alma. Muchos, y esa es la pena, aún no lo advierten.