A don Carlos: Emperador de romanos, Rey de España, señor de las Indias y nuevo mundo. Muy soberano Señor: La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias; y así las llaman Nuevo Mundo.
FRANCISCO LÓPEZ DE GÓMARA, clérigo
El hombre es ducho en vientos. Domina las velas cuadradas y puede navegar con brisa de popa. Entiende, en suma, el secreto de salir al océano y regresar. En su obcecada cabeza de judío genovés están la literatura caballeresca, la piedra filosofal y el mundo de las siete esferas transparentes. Tiene noticias sobre el mar de lodo en que Platón ha disuelto la Atlántida. Sabe de hombres con un solo ojo y nariz de perro. Leyó a Pierre D´Ailly y su Imago Mundi está anotado 898 veces, de puño y letra.
Los tres barquichuelos zarpan de Moguer cuando todavía están calientes los céfiros del Mare Nostrum. Las proas enfilan hacia el Viejo Mundo, esto es, hacia la fábula. En la ruta del mapa secreto de Paolo del Pozzo Toscanelli, diez semanas después, llegan a las ciudades de Marco Polo y a las puertas mismas del Paraíso Terrenal.
El grito viene de La Pinta. Son las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre de 1492. Un marinero ha divisado el horizonte inmóvil. Guanahaní es la Isla de las Iguanas. Sólo ven personas pintarrajeadas de negro y colorado. Al cerrar el diario ese día, el Almirante escribe: “Ninguna bestia, de ninguna manera vide, salvo papagayos”.
No existe suceso en la historia de los hombres comparable a la tempestad que se desencadena aquella madrugada apacible del otoño Atlántico.
Desmesurados, inverosímiles serán los acontecimientos y sus consecuencias.
En sólo cuarenta años, a pie o a caballo, un puñado de pícaros exaltados penetra selvas vírgenes, atraviesa desiertos y trepa cordilleras dos veces más altas que las de Europa. El candor de la mirada aborigen se deslumbra ante aquellos hombres claros, con barbas y panoplias. Más tarde, civilizaciones enteras sucumben bajo el furor espantoso de la truhanería medieval. Los demonios peludos apresan, esclavizan, violan, matan. Sus espadas cortan cabezas, brazos y barrigas. Millones de indios inermes mueren en el fuego o atravesados por las lanzas o aplastados por los pencos. Sólo “un credo le bastaba a un perro para comerse a un indio a dentelladas; tres credos medían la muerte por medio del fuego; dos padrenuestros, la muerte por empalamiento”.
Un hombre joven, enjuto de carnes y generoso de alma, sale hacia las Indias en 1502, junto a frey Nicolás de Ovando, Comendador de Lares. Ha nacido, según dicen, en el barrio de Triana, en Sevilla, en el 1474. Estudió latín con Nebrija y se le cree ordenado de Menores. Su padre es un mercader de Sevilla, viajero de las nuevas tierras. El mozo es dueño de un paje indio, hasta que Isabel de Castilla ordena devolver a su mundo los esclavos que trajera a España el Almirante de la Mar Océana. Sabe él, de buena tinta, aquel refrán español que enumera los escalones de un joven ambicioso, ávido de gloria y de riquezas: “Iglesia o mar o casa real”. Su nombre es Bartolomé de Las Casas.
Pero también las ideas de Erasmo de Rotterdam han llegado al asomar las primeras luces del día en las nuevas tierras. Ahora es el año de gracia de 1510, y cuatro frailes dominicos pisan La Española. Uno de ellos, Antón de Montesinos, levanta su voz de fuego el primer domingo de Adviento de 1511: ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas… ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curarlos de sus enfermedades, que los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? Éstos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís?
Tal vez sin saberlo, el Virrey Don Diego y los encomenderos escuchan las palabras de un nuevo credo, de una nueva fe: el humanismo. Religión anhelada por la Europa que despierta; fe libre, pura, abierta, con claridad de soles que despuntan; discurso nuevo que nace en el alma grande de Erasmo de Rotterdam y sacude el orden colonial americano a través de la elocuencia de Antón de Montesinos.
Erasmo crea una religión a la medida de la nueva sociedad. Toda devoción gira, entonces, alrededor de un hombre que “habla, enseña, cura, ama y consuela”. Como decir, el Cristo interpretado por la buena razón burguesa, sin mediadores entre él y sus amadas criaturas. No era su objeto el apartar a la Virgen y a los santos del Paraíso; cuestión sólo de colocarlos en su lugar de personajes subsidiarios, no en la plaza del protagonista. Se proponía Erasmo evitar el pesimismo desconsolado, el horror a la mancha del pecado original, el miedo paralizante a la muerte. Trataba él de recobrar, a la vez, la confianza del hombre en sí mismo, en su virtud, en su honradez primordial. En primer lugar la moral, individual y colectiva; después, el dogma. Así era, en síntesis, la fe de Erasmo: la que predicó él en su Enchiridion, en su Elogio, en sus Coloquios.
América fue, desde sus inicios, tierra de singulares destinos. Ovando ahorca las últimas cacicas de la isla Hispaniola y, no muy lejos, un obispo erasmista, Zumárraga, levanta el Colegio de Tlatelolco para enseñar gramática latina y música a los indios. En el país de la matanza de Cholula, “a la orilla del lago de Pátzcuaro, circundado de vegas umbrosas y de montañas azules”, otro humanista, el obispo don Vasco de Quiroga, hace vivir la ardiente Utopía de Tomás Moro, el amigo íntimo de Erasmo.
Millares de indios se hicieron “músicos, cantores, pintores, calígrafos, gramáticos, filósofos y lingüistas” en los diez o quince años de vida del Colegio de Tlatelolco. Las clases eran en náhuatl, latín y español. “Sin la ayuda de los estudiantes indios —dice el antropólogo mexicano Fernando Benítez— Sahagún no hubiera logrado redactar en dos idiomas su monumental historia, ni contar con buenos calígrafos, ilustradores y conocedores de la cultura náhuatl”.
En el centro de la utopía de Michoacán, don Vasco piensa que el trabajo, condición primaria del hombre, equivale a una oración. Este trabajo debe ser comunal, en beneficio de todos. Está en contra de las limosnas, causa de la mendicidad; en cambio, enseña oficios y maestrías. Los campos fértiles, propiedad de todos, debían ser cultivados bien; para ello, proporcionaba arados y herramientas a los campesinos. Pero aun más: El dinero obtenido de las cosechas y de los oficios servía para mantener los hospitales, los asilos de ancianos y las escuelas de niños. Nadie estaba ocioso. El propósito esencial de don Vasco era crear nuevas conciencias. En aquel Michoacán “que expresa algo muy profundo del espíritu mexicano, reservado y ardiente, inocente y demoníaco”, se hace sustancia activa la quimera de Tomás Moro, y “don Vasco es un mago que crea en los bosques o a la orilla de los lagos, espejos del cielo, fantasías que parecen reales y realidades que parecen fantasías”.
De esa España que engendra la frenética violencia de Pánfilo de Narváez y de Nuño de Guzmán surgen también Antón de Montesinos, Bartolomé de Las Casas y Vasco de Quiroga. Igual que el lecho de Alejandro Magno, quien duerme con la Ilíada y la espada, el escudo de los piadosos dominicos encierra la cruz frente al florete. La España que degüella es, también, la España que evangeliza y cura las llagas. La España que hace de “indios vivos” un paisaje de “cristianos muertos” es la misma que establece el fundamento de los Derechos del hombre. Caras opuestas, juego de espejos, trágica simetría de una realidad indivisible.
Mas el precio ha sido alto. América aloja hoy cincuenta millones de indígenas, muertos vivos que arrastran sus desdichas en las páginas turbias de Juan Rulfo o Arguedas o Roa Bastos; cincuenta millones de seres aislados en la memoria de piedra de un pasado sin tiempo. Acaso sea esta la mancha indeleble de nuestro continente, la huella de un pecado primigenio que algún día habrá de redimir la civilización occidental.