Media humanidad lavó sus ropas, hace algo más de treinta años, al conmemorar la llegada de don Cristóbal a estos confines. Aunque todavía se discute en torno a cómo calificar aquel suceso precursor, la polémica está centrada ahora en los vocablos: Descubrimiento o Encuentro de Culturas, Conquista o Evangelización. Asoma aquí un conflicto largamente postergado. Habrá que revisar y cuestionar entonces el papel representado por Europa y América en este drama inacabado.
Cuando Copérnico destrona la idea ptolemaica, el mundo -–Europa, digamos— pierde su perspectiva geocéntrica. Ya no habrá sol, ni luna ni estrellas dando vueltas en torno al hombre. La tierra ha de ser apenas un cuerpo más, tan solo una piedra más que gira y bailotea ingrávidos alejamientos siderales. El universo físico ha perdido prestigio. Será necesario un nuevo ámbito donde reconstruir las viejas creencias demolidas por la revolución copernicana. La Europa que surge comienza a soñar, así, con una Arcadia reverdecida.
Pero el medioevo no vislumbra realidades nuevas. En aquel universo existe, con igual certidumbre, un gigante, un gnomo, un ángel caído o gente de la calle. Nada falta, nada sobra en ese mundo que se apaga. Antes de pisar Las Lucayas, el Renacimiento anhela, necesita y forja la idea de un mundo nuevo. El ideal humanístico anticipa América a imagen y similitud de sus apremios éticos (Carlos Marx dirá, luego, que a semejanza de sus apetitos económicos). Con América se colma un desiderátum del Cinquecento.
Las carabelas adelantan –seguras, implacables– en la dirección de un orbe mágico, aunque previsible. Los tres barquichuelos no avanzan hacia lo desconocido: caminan hacia la fábula, que es cosa distinta. Dos pasajeros diferentes comparten la travesía; la Edad Media y el Renacimiento viajan juntos a las nuevas tierras: Colón y Vespucio, el cardenal Pierre D’Ailly y Tomás Moro, el Imago Mundi y Utopía. Junto a la tripulación, agazapados, navegan asimismo la piedra filosofal, el mundo de las siete esferas transparentes, el mar de lodo, Platón, Toscanelli…
El grito viene de La Pinta. Son las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre. Un marinero ha divisado el horizonte inmóvil. Guanahaní es la isla de las iguanas. Únicamente ven personas pintarrajeadas de negro y colorado. Al cerrar el diario ese día, el Almirante escribe: “Ninguna bestia, de ninguna manera vide, salvo papagayos”.
Al pisar Cuba, días más tarde, noventa marineros juran estar en la Tierra Firme de las Indias Asiáticas (Japón y China). Colón supone haber llegado a las aguas del Cipango (Japón), y la Edad Media cree correr el velo, en aquel instante, de la ruta más corta a un lugar (en las orillas del mar de China) adonde sobran piedras preciosas y perlas rosadas. El Renacimiento, en cambio, imagina un arribo a la Arcadia, región imaginaria habitada por pastores que viven idílicamente, en comunión con la naturaleza. Y este será el mundo que Américo Vespucio, quien también pensó en haber llegado a los confines del Asia oriental, anuncia y celebra en su carta Mundus Novus.
Europa llega al nuevo mundo procurando riquezas naturales. El Viejo Mundo se apropia, transforma y mira, pero no percibe al hombre. Solo ve minerales, troncos de caoba, esclavos y artefactos para fabricar azúcar. En una primera instancia, liberar América no parecía distinto a recuperar de toda intervención extraña esta naturaleza enajenada. Aunque aquel rescate era apenas un arrimo de la mirada mercantil. Únicamente hacerse de las plantaciones, los trapiches y los encadenados salvajes traídos del África. Así se pensaba a sí misma aquella América primera.
De este modo, y durante casi tres siglos, América existe apenas como intelección europea, sin percatarse de sí misma. El razonar propiamente americano emerge en las postrimerías del siglo XVIII. Y comienza como un discurso de libertad: Miranda, Bolívar, Sucre, Santander…
Miranda inventa un nombre: Colombia. Después, sueña él un imperio independiente, desde el estrecho de Magallanes hasta el paralelo 45 en la América del Norte; con un emperador descendiente de los Incas; una Cámara de los Comunes (como en Inglaterra) elegida por el pueblo; un Senado de caciques y un enemigo mortal: España. Miranda y su desvarío mueren, prisioneros en un calabozo gaditano -–en La Carraca-–, al caer la primera República venezolana.
La de Bolívar es otra historia. Dirá él: “Bajo la sombra de la Gran Bretaña podremos crecer, hacernos hombres, instruirnos y fortalecernos para presentarnos entre las naciones en el grado de civilización y de poder que son necesarios a un gran pueblo…”. “La alianza de la Gran Bretaña nos dará una grande importancia y respetabilidad. A su sombre creceremos…”. “Toda la América junta no vale una armada inglesa…”. Aunque, en 1829, Bolívar le escribe a Castillo y Rada: “No quiero ser más la víctima de mi consagración al más infame pueblo que ha tenido la tierra: ¡La América!”.
Germán Arciniegas apunta: “Entre Bolívar y Colón hay extraños parecidos. Uno y otro mueren dejando dos creaciones destinadas a torcer el curso de siglos desorientados, pero sus hazañas son tan fabulosas que sobrepasan su propia credulidad. Colón no cree en América, ni Bolívar en la Independencia…”. Muere el Almirante persuadido de haber llegado al Japón, y el Libertador lamentándose de haber arado en el mar y de haber edificado en el viento. Santa Marta, en aquel instante, será lugar de pesadumbre y de muerte del ideal bolivariano.
Otras percepciones de la americanidad surgen después, en Domingo Faustino Sarmiento y en José Martí, en José Vasconcelos, en Eugenio María de Hostos y en Pedro Henríquez Ureña. Estos discernimientos perfilan, no tanto la independencia política como la plataforma cultural del universo que surge. Pero los grandes ideales americanos sucumben ante las dictaduras militares y las oligarquías nativas. En los caudillos militares del pasado siglo reviven demonios medievales. Las dictaduras actúan a modo de empresas de conquista o de “pacificación”. Así, Alonso de Ojeda reencarna en Juan Vicente Gómez, Hernán Cortés en Porfirio Díaz, los Colón en los Trujillo…
La América hispana tampoco se percibe a sí misma en la literatura. Hasta algunos años atrás, nuestra máxima expresión lo fue la novelística de la tierra. “Los devoró la selva”, exclamaba el colombiano José Eustasio Rivera al cerrar el último folio de La vorágine: un relato en que la naturaleza abrumadora y la humana fiereza protagonizan episodios de violencia y de maltrato en el seno de la selva amazónica. Más reciente es la novela de símbolos. La Comala, delineada con verbo irreprochable en el Pedro Páramo de Juan Rulfo, deviene aquí en recinto ocupado por sombras espectrales; en tanto el Macondo de Gabriel García Márquez se puebla de imprevisibles arquetipos fluyendo hacia lo inexorable. Con todo, la filosofía y la literatura no han logrado aún sustanciar al individuo hispanoamericano. Como tampoco, tras dos siglos de independencia, la praxis social ha logrado crear un sujeto de derecho que brinde soporte esencial al estatuto de ciudadanía en estas naciones descuadernadas.
Medio mundo festejó los quinientos años de aquel viaje inaugural. Pero no fue ésta, en realidad, una celebración americana. Muy poco ha de aclamar nuestro continente, tan incipiente como abatido. Muchas cosas agravian. Muchas y muy hondas. Sería preciso avistar, intuir y forjar un pretexto común, ponerse en pie, caminar, madurar y hasta quizás arrinconar ciertos episodios del ayer…
De no ser así, una mañana no tan distante, tras un sueño intranquilo, este continente abrirá los ojos, ahora convertido (como el Gregorio Samsa de la Metamorfosis de Kafka) en un grotesco escarabajo.