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“La decadencia llega cuando el hombre deja de fijarse en la naturaleza”.
LEONARDO DA VINCI

Nunca imaginó el filósofo e historiador alemán Oswald Spengler (Blankenburg, 1880; Munich, 1936) el estrépito que causaría la publicación de su libro ‘La decadencia de Occidente’. El primer volumen circuló en julio de 1918. En abril de 1922 se habían vendido en Alemania 53,000 ejemplares y, en la misma fecha, unos 50,000 volúmenes del segundo tomo surgían de la imprenta.

Era ese el momento en que desaparecía el imperio alemán y afloraba la República de Weimar. Tras la paz forzosa de Compiègne (en noviembre de 1918) la nación germánica se postraba. Las palabras de Spengler, empero, enlazaban el colapso alemán al inapelable contexto de los grandes reveses de la humanidad. A esa fase de marchitez ineludible en que las culturas apolínea, egipcia, india, babilónica, china, árabe (o mágica) y occidental (o fáustica) habrían de morir para luego transformarse en civilizaciones.


Ya él se interrogaba: “Pero ¿cuál es el momento de la muerte? Las sociedades mueren cuando de culturas, es decir de unidades orgánicas vivas, pasan a ser civilizaciones: es el momento al que ha llegado el Occidente. […] Las civilizaciones son los estados más exteriores y los más artificiales a los que puede llegar una especie humana superior. Son un fin; suceden al devenir como lo devenido, a la vida como la muerte, a la evolución como la cristalización; al paisaje y a la infancia del alma, visibles en el dórico y el gótico, como el envejecimiento a la ciudad mundial petrificada y petrificadora. Son un término irrevocable, pero al que se llega con una necesidad muy profunda”.

Spengler presenta la historia universal como un conjunto de culturas que se desarrollan de forma independiente unas de otras. Como entes individuales que recorren un ciclo vital de cuatro etapas: juventud, crecimiento, florecimiento y decadencia. Tal si fuera el trayecto preciso de un ser vivo, con un inicio y un fin determinados.


Es pesimista, con todo rigor, la visión filosófica de la historia que postula Spengler: la voluntad humana no puede invertir el curso fatal de los acontecimientos, el desenlace de los hechos. Con todo, muy pocas veces fue capaz el pensamiento humano de erigir un retablo ideológico de semejante brillantez. De alzar, acaso, las complexiones de una tan regia catedral de palabras como La decadencia de Occidente.
Ahora querría evocar aquel numen desmedido (vasto, ardoroso) de Oswald Spengler. Pensaré (quizá como Borges ante la ilusoria presencia de Lugones) que mi vanidad y mi pundonor han armado una escena imposible, y que usted, herr Oswald Spengler, no ha muerto de un ataque cardíaco a los 56 años en su apartamento de Munich; y que estamos aquí, fuera del tiempo, en un pétreo derrelicto en el mar de los Sargazos, ante la inmensa soledad del universo (apartados de Werther y Petrarca, de Eurípides y Fausto y Parsifal), cuando despunta en el corazón el terror a la muerte, al límite del mundo luminoso, al rígido espacio de lo inexorable… (PDM)

LA DECADENCIA DE OCCIDENTE
El ciclo vital de las culturas
OSWALD SPENGLER

Una cultura nace cuando un alma grande despierta de su estado primario y se desprende del eterno infantilismo humano; cuando una forma surge de lo informe; cuando algo limitado y efímero emerge de lo ilimitado y perdurable. Florece entonces sobre el suelo de una comarca, a la cual permanece adherida como una planta. Una cultura muere, cuando esa alma ha realizado la suma de sus posibilidades, en forma de pueblos, lenguas, dogmas, artes, estados, ciencias, y torna a sumergirse en la espiritualidad primitiva. Pero su existencia vivaz, esa serie de grandes épocas, cuyo riguroso diseño señala el progresivo cumplimiento de su destino, es una lucha íntima, profunda, apasionada, por afirmar la idea contra las potencias del caos en lo exterior y contra la inconsciencia interior adonde han ido éstas a refugiarse coléricas. No sólo el artista lucha contra la resistencia de la materia y el aniquilamiento de la idea. Toda cultura se halla en una profunda relación simbólica y casi mística con la extensión, con el espacio, en el cual y por el cual quiere realizarse. Cuando el término ha sido alcanzado, cuando la idea, la muchedumbre de las posibilidades interiores se ha cumplido y realizado exteriormente, entonces, de pronto, la cultura se anquilosa y muere; su sangre se cuaja, sus fuerzas se agotan; se transforma en civilización. Esto es lo que sentirnos y comprendemos en las palabras Egipticismo, Bizantinismo, Mandarinismo. Y el cadáver gigantesco, tronco reseco y sin savia, puede permanecer erecto en el bosque siglos y siglos, alzando sus ramas muertas al cielo. Tal es el caso de China, de la India, del mundo del Islam. La civilización antigua de la época imperial se erguía gigantesca, con aparente riqueza y fuerza juvenil; pero en realidad lo que hacía era privar de aire y de luz a la joven cultura arábiga de Oriente.

Éste es el sentido de todas las decadencias en la historia (cumplimiento interior y exterior, acabamiento que inevitablemente sobreviene a toda cultura viva). La de más limpios contornos se halla ante nuestros ojos; es la “decadencia de la antigüedad”. Y ya hoy podemos rastrear claramente en nosotros y en torno a nosotros los primeros síntomas de la decadencia propia, de la “decadencia de Occidente”, acontecimiento que por su transcurso y duración coincide plenamente con la decadencia de la Antigüedad y se sitúa en los primeros siglos del próximo milenio.

Toda cultura pasa por los mismos estadios que el individuo, Tiene su niñez, su juventud, su virilidad, su vejez. En el orto del románico y del gótico se manifiesta un alma joven, tímida, henchida de presentimientos. Esta niñez del alma se expresa también, y con muy parecidos tonos, en el dórico de la época homérica, en el arte cristiano primitivo, esto es, arábigo-primitivo, y en las obras del Antiguo Imperio egipcio, que comienza con la cuarta dinastía. Cuando una cultura se acerca al mediodía de su vida, su lenguaje de formas, al fin conquistado, se hace cada vez más viril, más áspero, más continente, más saturado, más convencido y lleno del sentimiento de su propia fuerza, más claro en sus rasgos.

En los comienzos, todo es aún vago, confuso, vacilante, lleno a un tiempo de anhelo y de terror pueriles. Considérese la ornamentación de las portadas en las iglesias románico–góticas de Sajonia y del sur de Francia. Piénsese en las catacumbas cristianas, en los vasos de estilo Dipylon. Pero luego, cuando ya el alma tiene conciencia de haber llegado a la plenitud de sus fuerzas plásticas, por ejemplo en la época en que comienza el Imperio Medio, en el tiempo de los Pisistrátidas, de Justiniano I, de la Contrarreforma, entonces todos los detalles de la expresión aparecen seleccionados, rigurosos, mesurados, llenos de admirable ligereza y como inevitables.

Entonces surgen, por doquiera, esos momentos de brillante perfección, en que se producen la cabeza de Amenemhet III (la esfinge del Hycso de Tanis), la bóveda de Santa Sofía, los cuadros del Tiziano. Luego vienen ya otras obras más tiernas, casi quebradizas, acariciadas por las suaves melancolías del otoño: la Afrodita de Cnido, las Corés del Erecteion, los arabescos de los arcos de herradura, el torreón de Dresde, Watteau, Mazan. Por último, en la senectud de la civilización incipiente extínguese el fuego del alma. La fuerza, que declina, se atreve aún, con éxito mediano –es el clasicismo que encontramos en toda cultura moribunda–, a acometer una creación magna; el alma piensa otra vez –es el romanticismo– con melancólica añoranza, en su niñez pasada, Al fin, rendida, hastiada y fría, pierde el gozo de vivir y anhela –como en la época romana- alejarse de la luz milenaria y sumergirse de nuevo en la negrura mística de los estadios primitivos, en el seno materno, en la tumba.

El concepto de lo que dura la vida de un hombre, de una mariposa, de un roble o de una hierba, tiene un valor determinado, independiente de las contingencias del sino individual. Diez años son en la vida de los hombres un trecho que significa aproximadamente lo mismo para todos; la metamorfosis de los insectos en algunos casos se verifica en un número de días exactamente prefijado. Los romanos asociaban a sus conceptos de pueritia, adolescencia, juventus, virilitas, senectus, una representación casi matemática. Lo que dura una generación –de cualesquiera seres– tiene una significación casi mística. Estas relaciones pueden aplicarse también a las culturas, en un sentido que nadie, hasta ahora, ha sospechado. Toda cultura, toda época primitiva, todo florecimiento, toda decadencia, y cada una de sus fases y periodos necesarios, posee una duración fija, siempre la misma y que siempre se repite con la insistencia de un símbolo.

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