Él tenía el ánimo de los bolcheviques y el espíritu repleto de las mejores obras de la literatura francesa

Subió al cuadrilátero, era su primera vez… ni siquiera hizo sombra en ningún gimnasio. Se es o no se es boxeador, repasando la frase de un cocinero amigo suyo que vino a París desde Buenos Aires… que solo basta el coraje y la sangre caliente del Sol caribeño que, a pesar de las nevadas, caminando por la avenida Haussmann, no se le heló y tampoco digan, que las lenguas de verdolagas cuentan lo que quieran, que él no hizo caso ni cuando comentaban de su enamoramiento con Anna Freud, que le llevaba 9 años y ya se enredaba con la gringa Dorothy Burlingham y que tampoco se le acercaría, si hubiese sabido que Amparo, alimentada de pastelistos, Sol, caña, leche de burra y que ahora, ahora precisamente, le llegaba al recuerdo. Ahora que tenía dos guantes enormes y un contrincante con cara cuadrada y mirada de knock out preparado para una pelea absurda que no ofrecía ni trofeo, ni dinero y menos aplausos de los tres gatos, más Jaime Colson, que los verían batallarse como dos animales de la selva en disputa por un pedazo de cebra podrida. Ellos ni tuvieron tiempo de pensar la inutilidad de aquel match que quizás le serviría al escritor temprano para hacer una narración de lo vivido en sangre propia, si es que llegaba a sobrevivir a los puñetazos de aquel corpulento domador de dromedarios que lo desafió con una mirada en un pasillo de La Sorbona, cuando la belle mademoiselle se interpuso entre los dos. Podía también hablar del Louvre pero prefería la miseria de los pintores, cosa que no cualquier escritorsucho podía hacer sin lecturas y sin conocimiento del mundo del arte.

Tenía el ánimo de los bolcheviques y el espíritu repleto de las mejores obras de literatura francesa.
El coliseo puede dar mejor salida que los libros o las confesiones boca arriba en el diván de Anna, que hacía lo mismo que su padre: penetrar senderos de sueños y laberintos de tristeza, sin huella aparente en la superficie de una vida normal y real. Los guantes serían más elocuentes cuando le golpearan sobre el ojo una vez, dos, 10… hasta dejarlo con una cortina roja y luego negra. El golpe sucio, que le dicen así por joder, porque todos los golpes que le dieron a Tomás eran sucios… por las costillas que le sacaron el aire, hasta el gancho que se hundió en el diafragma por debajo del esternón que más que joderlo lo puso en guardia y a la ofensiva hasta llevar al marroquí al poste de la esquina donde le machacó una oreja, que era el talón de Aquiles de aquel joven cuya única razón de haber recibido aquel guantazo fue mirar simultáneamente a la chica recién salida del disco de la Piaf cuando cantaba, con mas ERRES que una carretilla sin grasa, aquella “vie en rose”, que nunca fue dedicada a ninguna pantera y que, Bola de Nieve repetía, partío y con voz de borracho, desnudo frente a su piano destartalado, en La Habana.

Tomás no oyó la campana que más que dar por terminado el round pretendía salvar de la masacre al boxeador inexperto que se desplomaba como robot a quien le quitan las pilas.

La nieve caía como si hubiesen tirado avena desde un balcón y que él veía por la ventana de aquel hangar que, como gallera clandestina, servía de circo romano a los apostadores de caballos en el invierno.

El olor a trementina se sentía cuando algún pintor cercano abría su taller y penetraba en el ring para revivir al adversario, mucho más que la toallita mojada con mal olor, que no despertaba más a nadie, después de tres rounds.

Antigua Estación Tamboril del tren Hoy Biblioteca Tomás Hernández Franco.

Ya con los dos primeros rounds, tenía Tomás material de sobra para escribir a sus anchas cualquier narración, fuese en primera persona o fuese desde la lona a donde mandó al quijá-grande y, si quería agregar más capítulos, solo tenía que seguirse sus propios pasos hasta el Moulin Rouge donde siempre lo esperaba Lilit, una bailarina de can-can pelirroja que parecía sacada de un afiche de Lautrec y que bebía más vino que un camello suelto en una destilería, dispuesta a contar sus aventuras con altos funcionarios, condes, duquesas, doctores y profesores en calor.

Ben Amet no se paró más, ni la toallita cloacal, ni la trementina que se introdujo allí como si al pintor se le hubiese roto la botella y, Tomás, con la nariz ensangrentada, lo dejó dormir, que es el mejor remedio para el knock out y para el borracho.

Completó sus capítulos con Lilit, quien agregó un toque menos violento, hasta que ella se enfureció en celos cuando supo, desde la lengua desenliada del ebrio, que la pelea fue por la mirada en La Sorbona con la rubita londinense. Con él sí que estaba enchulada.

Anna Freud.

Tomás amaneció en la habitación de al lado, en la cama de otra bailarina, la Margaretta quien lo acogió entre mimos y aliento dragoniano, un efecto secundario de la bebida verde que la hacía alucinar y le ayudaba a levantar las piernas hasta el cielo igual que como cuando tenía 18 años, hace 20 de aquellas corridas que no terminaban.

La cama olía a trementina y a lápiz de carbón y Tomás sospechó que la Margaretta había estado con Pascin, que era su cliente más asiduo y misterioso, que conocía a Tomás y le hablaba de las negras cubanas de tetas y nalgas exquisitas e imposible de comparar con ninguna del elenco cancanesco, petisecas todas, con un maquillaje que acentuaba la vejez y que ellas creían que lucían una belleza ya ida en el trajinar nocturno de aquellos cabarets de bacanarías infinitas.

Varias semanas después, se topó Tomás en La Sorbona, con Amet y las miradas se hermanaron y caminaron abrazados hasta la cafetería. Con un café turco en sus manos, cigarrillos Casa Blanca sin filtro, pipa y sonrisas se contaron sus biografías como dos viejos hermanos que se acababan de encontrar después de venir de la guerra, 20 años de sufrirla.

Tomás decidió irse de la Universidad… que el mejor título lo conseguiría en la calle, en la biblioteca y en la taberna, como así ocurrió.

Puede ser que Tomás se encontrara con Anna en uno de esos espectáculos despampanantes y en una de las visitas a París de la psicóloga que le gustaba “le vin rouge français” y “les croissants avec paté” y salsa dulce y, que él, con su gesto conquistador, de una paciencia elegantemente fina, la acompañara en su mesa solitaria para unirse a aquella fiesta de la que Hemingway salió corriendo a escribir, al cabo de tres noches bailando y bebiendo, rojo como un sol japonés, como si lo copiara todo leyendo el pensamiento de Tomás.

Tomás por Colson, Amparo Tolentino y Anna Freud por David Levine.

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