Era bonito comenzar la noche del viernes con una cerveza y un pitillo, ir a buscar a la novia, una novia apática y puntual que nunca me quiso, mi extraña novia de esa época. La novia puntal y perfumada que siempre me esperaba a eso de las nueve de la noche en la galería de su casa, que subía al auto sin decir palabra, que apenas me saludaba y nunca me besaba y que casi siempre dispensaba una luenga mirada despectiva a mi chacabana de lino ejecutiva. Nunca supe bien que hacíamos juntos, aparte de hacernos compañía y jugar eventualmente al abacho becho. Yo la amaba a ella tan poco como ella a mí. Era un amor frío. Desganado. Un amor fofo, sin consistencia. Sólo nos unían unas extrañas circunstancias. El placer de darnos fastidio. Lo nuestro era un entretenimiento pasajero, algo parecido a un odio cordial, el mismo que se tienen tantas personas, tantas parejas felizmente casadas, unidas por la costumbre y la desidia y el miedo a la soledad.
Ella me detestaba, en realidad, cordialmente, me menospreciaba. Yo era lo que quedaba a mano, el limón agrio que le había dado la vida para hacer una limonada, lo que había conseguido después de que se frustró la boda con aquel novio millonario de toda la vida.
A mi todo eso me tenía sin cuidado, me gustaba su olor y su sabor, a pesar del trato despectivo que me dispensaba, y disfrutaba de alguna manera su compañía, y además era bonito empezar la noche de los viernes con una cerveza y un pitillo, irla buscar a su casa, dar un paseo por el malecón, instalarnos cómodamente en la barra de uno de los pubs de la Ciudad Colonial hasta las tres de la madrugada, hablar de más y de menos, cada uno por su lado, despalotar cervezas, fumar intensamente.
Nos había unido el azar, un acontecimiento azaroso, por lo menos para ella. Una noche, en los departamentos de arte y creatividad de aquella agencia publicitaria, trabajábamos (y libábamos) hasta tarde en una campaña y a ella le celebraban un piso más abajo la despedida de soltera. La bromas y las risas de las secretarias y las ejecutivas se escuchaban claramente y se escuchaba la música y las copas que se rompían. Nada hubiera pasado si no hubiéramos coincidido en el parqueo en el momento de la partida, pero el problema fue que coincidimos. Aún así tampoco habría pasado nada si el carro de la casamentera no hubiese tenido una goma vacía y si la goma de repuesto no hubiera estado también vacía. Y aún así, tampoco hubiese sucedido nada si aquella bendita secretaria no hubiera tenido la ocurrencia de abrir la boca estropajosa para decir que yo vivía cerca de su casa, que yo la podía llevar, que se fuera conmigo.
La casamentera, una rubia platinada menudita parecida a una Barbie, raras veces se dignaba dirigirme el saludo o la palabra, y en otras condiciones no se hubiera dignado tomar en serio la propuesta. Pero esa noche era otra persona. Estaba achispada y se había vuelto simpática y condescendiente, me saludó por mi nombre, se despidió de sus amigas y se subió ligerita a mi viejo LADA sin que yo tuviera que abrirle la puerta. Noté que todos los chicos y las chicas de la agencia me miraban con picardía. Yo fingí estar a la altura de la situación, subí al auto asumiendo el aire respetuoso de un cochero inglés y en un primer momento no tenía malas intenciones, pero cuando le pregunté al poco rato que dónde la llevaba, ella me dijo que a cualquier lugar menos a mi casa. Entonces la llevé a mi apartamento.
Unas horas después me despertaron unos golpes, unas como trompadas furiosas en la espalda y unas frases confusas, dónde estoy, que hago aquí, qué pasó anoche. A mí me estaba estallando la cabeza y tampoco sabía en ese momento ni lo que había pasado ni lo que estaba pasando, pero los golpes me estaban devolviendo la lucidez. En cuanto a ella, ya estaba bastante lúcida y se moría de vergüenza, pero sobre todo de preocupación por aquello del qué dirán y por el inminente matrimonio.
Muy caballerosamente, después de otra tanda de golpes en la espalda, la llevé a su casa y partí raudo. A lo lejos, un poco de refilón, alcancé a escuchar (¿dónde te habías metido?) algunas frases al vuelo, frases como quien dice (¡tú estás loca!) de muy severo reproche, frases incluso de alarma (¡acaso se te olvidó que te casas mañana!), frases muy alarmantes, admonitorias.
Después volví a mi apartamento para recuperar el sueño perdido y me consolé pensando que ella un día después se iría de luna de miel y al cabo de dos semanas se reintegraría a sus labores en la agencia, luciendo un flamante anillo con diamantes o algo parecido. Cosa que sucedió puntualmente. Es decir, la Barbie se reintegró puntualmente pero no hubo luna de miel ni matrimonio y nadie podía explicárselo y yo menos que nadie, aunque tenía mis sospechas. Se tomó, eso sí, la luna de miel de vacaciones para botar el golpe, pero no se repondría en algún tiempo de la amarga experiencia. Nunca se supo, o quizás todos sabían, por que se rompió el noviazgo, y nunca logré entender porque me señalaban a mí.
Cuando volvimos a cruzamos de nuevo en la oficina la saludé cortésmente y ella me dirigió una mirada gélida, algo polar, infranqueable. Nos convertimos en enemigos íntimos.
Pasaron los días y las miradas seguían siendo de hielo, pero eran miradas, y detrás del hielo se ocultaba una gran inquietud, una curiosidad. Se moría de ganas, igual que yo, de saber qué había pasado entre nosotros y poco a poco se fue derritiendo el hielo. Un día conversamos, un día salimos a comer, un día comenzamos a salir como amigos, sólo como amigos. Amigos con segunda intención, al menos en mi caso. Un día, por fin, me preguntó que había pasado esa noche en mi apartamento de soltero y yo me hice el ignorante, me hice el disimulado, me hice el menso, me hice el desentendido, le dije que no tenía la menor idea, que sólo recordaba haber llegado al apartamento y haber puesto la cabeza en la almohada, que se me había borrado la película. Me preguntó si estaba seguro, pero yo no estaba seguro de nada, aunque conociéndome como me conocía probablemente la cosa no había terminado ahí. Las ropas por lo menos nos las habíamos quitado, pero eso no significaba nada, quizás hacía calor o estábamos demasiado calientes.
Yo tenía mis sospechas, pero por la salvación de mi alma prefería pensar que no había pasado nada. Quise convencerme, en efecto, de que no había pasado nada. Me repetía a mí mismo que no había pasado nada, que no había pasado nada, que no había pasado nada… pero me carcomía el gusanillo de la duda…, el gusanillo de la duda…