Era evidente que Alphonse no podía seguir una carrera de químico ni matemático y menos de farmacéutico, como su padre quería.
Cuando formuló como legítimo que 2+2=5, ya se sabía que su imaginación y talento estaban en el campo de las letras. Y su mayor arma no era la “buena escritura”, la clásica, sino “la mentira”, indispensable para cualquier escritor, aunque también puede servir para la supervivencia en un mundo cuyas características de pobreza, privilegios, riquezas, salud, espacios idílicos y paradisíacos, no elegimos.
Caemos del cielo y crecemos en un barrio de ladrones, o nacemos con todos los gastos pagos. PRISIONEROS DEL TIEMPO.
Monsieur Allais apareció en un París que ya salía de las ruinas que le dejó la Revolución Francesa en 1789 y las devastadoras disputas violentas de 1848 y, encima, las barricadas contra la monarquía remanente disfrazada de “La República” que los del batallón “des enfants perdus” enfrentaron, como se ve en el cuadro de Eugene Delacroix en el Louvre, segundo piso, pasillo dos.
Alphonse nació un año más tarde que Van Gogh, en 1854, cuando aquí apenas teníamos 10 años de ser independientes y soportando las burradas de Pedro Santana.
En el París de esos años, el arte floreció en todos los aspectos. El buen humor fue quizás, o sin él, el mejor de los factores para que se rompiera la rigidez y “seriedad” impuesta por las altas esferas organizadoras del “Salón d’Automne” con bombos y platillos.
Alphonse contribuyó, con la exageración de su pluma, a ese ambiente de bohemia y de goce como nunca se había visto. Si Tomás Hernández Franco viviera, nos lo contaría con más pelos que señales.
Las revistas de humor agrupaban a los más alegres pintores y dibujantes que se burlaban y criticaban todo sin censura, como ocurre con los ambientes civilizados.
Las crónicas extravagantes de mesié Allais se publicaron en “Le Chat Noir” y luego en “Le Sourire” que apareció como rival o competencia de “Le Rire”, a su vez, contra o como complemento de “Le Charivari”; como Cachafú de Santo Domingo de los años 60, pero con la diferencia de aquí a Plutón, ida y vuelta.
La música de los grandes salones y teatros salió a los cabarets, al Moulin Rouge, al Moulin de la Gallette, modificada con el escandaloso y divertido Can-Can, como lo bailaban “Les folies Bergere”, levantando la pata como Juan Marichal, ritmicamente, mientras la gente se divertía y emborrachaba con la “bebida verde”, Absinthe, que a tantos enloqueció, como al pobre Toulouse-Lautrec. El “can” nuestro viene de ese vocablo.
En los escritos de Allais todo el mundo es bueno porque la esencia de sus textos no son moralistas y menos valorativos, lo que no le impedía ironizar sobre cualquier producción intelectual y sobre el personaje que él quisiera, aunque muchos, en su ignorancia, calificaban de disparates.
Su humor y vasta cultura le dio un lugar que lo ganó con textos sencillos y con su estilo propio, reconocible al vuelo, sin ver la firma del autor.
Se colocó al lado de Roland Barthes, Guillaume Apollinaire, Eric Satie, André Breton, como uno de los grandes escritores de su tiempo en el que produjo más de 1,700 relatos cortos (aunque no tan cortos como los que señaló Lincoln en su columna Cultura Viva), dos obras de teatro, una novela, y numerosos poemas. Todo sin consultar a Google ni a Wikipedia, a la moda hoy para todo. Solo con los conocimientos de sus lecturas y formación.
Repetía Allais a sus amigos que “los artistas no tienen jefes” cuando colaboraba libremente en las revistas cómicas “Gil Blas”, española. Era un perfecto libre pensador, militante de la alegría.
Cuando creó la composición musical “marche funèbre composée pour les funeraille de un grand homme sourd” (marcha fúnebre para las exequias de un gran sordo) no era mas que una gran página en blanco, porque “las grandes penas son muchas”.
Y “su composición” musical la repitió en pintura para convertirse en un “pionero del arte abstracto” sin habérselo propuesto.
Su obra, “muchachas anémicas haciendo la primera comunión en una tormenta de nieve”, no era más que un cuadro completamente en blanco, el que le sirvió a Rothco para convertirse en millonario pintando con rolos , monocrónicamente y a un ritmo de 50 pintura por día para llenar los museos confabulados. Y no valió los otros cuadros de Allais donde se burlaba de la falsedad con sus títulos, para que Rothco, Milasevitch, Yves Klein y tantos otros “genios” hicieran lo mismo que él había hecho a manera de burla.
Al blanco, le siguió el rojo, “Cosecha de tomates por cardenales apopléticos al borde del Mar Rojo”. El negro, “Combate de negros en una caverna en la noche”; el verde, “proxenetas, aun en su mejor momento, beben Absinthe”; el azul, “asombro de reclutas al percibir por primera vez el tono azul o mediterráneo”; el amarillo, manipulacion del ocre por cornudos histéricos”; el gris, “ronda de borrachos en la niebla”.
Justamente, Yasmina Reza, escritora francesa, en su pieza de teatro “Art” presenta a uno de sus tres personajes, Serge, como un esnobista que compra un cuadro en blanco y que es objeto de burla y de casi ruptura amical, por parte de sus amigos Marc e Yván. Es el mismo cuadro de Allais, no el de Malevitch o Paul Soulage y tantos otros copiones “super intelingentes”.
Si alguien presentara una copia de Monet, Picasso, o cualquier otro pintor, sería rechazado por ser un plagio, de la misma manera que si yo presentara una novela,“99+1 Años de Soledad” igualita que la que escribió García Márquez, o sea, una copia. Seguro que no pasaría en nunguna editorial. Lo que no se entiende es cómo el “cuadro azul” de Yves Klein fue aceptado por los museos sabiendo que era una copia de Alphonse Allais. El azul, el rojo, todos, puros plagios. Rothco por igual. ¿Cuál es el valor del arte contemporáneo? El que determinen las casas de subastas y los “coleccionistas” consagrados a convertir el arte en una burda mercancía. A estos mercaderes, no les importa el arte para un carajo y menos los artistas.