Los jóvenes de la NYO2 del Carnegie Hall vinieron al país gracias a las relaciones de la Fundación Sinfonía
La NYO2 del Carnegie Hall, viene siendo la orquesta juvenil nacional de Estados Unidos, sus miembros cambian todos los veranos.
En la mañana del lunes realizaron en el Teatro Nacional un ensayo Side-by-side, en el que cada instrumentista tenía un joven estudiante de música dominicano a su lado, del Conservatorio Nacional de Música y Festi-band. En la noche se presentaron en la Sala Carlos Piantini y el martes en el Gran Teatro del Cibao. Este miércoles lo harán en el Club Hemingway, de Juan Dolio.
El concierto
La primera impresión de esta orquesta sinfónica es su sonido compacto, macizo, el empaste general entre todos sus instrumentos. Esto a pesar de que es una agrupación de adolescentes provenientes de distintos puntos de la geografía norteamericana, que se han reunido este verano -a modo de campamento- para realizar este tur.
El programa comenzó con los respectivos himnos de República Dominicana y los Estados Unidos de América. Y desde ahí mismo uno se daba cuenta de esa magnífica conjunción de almas frescas, llenas de sueños y de futuro, pero sobre todo de música.
¿Cuántos de estos jóvenes llegarán a ser grandes instrumentistas? Seguramente varios. Algo que llamó la atención: más o menos el 60% eran descendientes de asiáticos. De hecho los dos primeros violines lo eran.
La orquesta dirigida por el maestro Joseph Young, dicho sea de paso, dueño de un estilo muy parecido al del maestro Amaury Sánchez, sonó como un instrumento afinado y presto todo el tiempo.
Lo escuchado y visto la noche del lunes no se logra solo con ensayos. Se logra con la suma de talentos, con la perseverancia, con método científico de trabajo y con instrumentos de calidad. También con algo que sirve de amalgama: el compromiso y la integración de un colectivo guiado por el amor a la música.
Tres episodios de danza (The Great Lover Display Himself; Lonely Town: pas de deux; y Times Square Ballet) de Leonard Bernstein, pertenecen a la banda sonora de la película On the town (1949), más conocida como Un día en Nueva York, dirigida por Gene Kelly, quien también coreografió, y Stanley Donen en su debut como director, y está protagonizada por Kelly, Frank Sinatra, Betty Garrett y Ann Miller, entre otros.
The Great Lover… recuerda en los primeros acordes la Danza de Sables, del armenio Aram Jachaturián. Sucede que ambas obras son de la misma época. Jachaturián creó ese movimiento del acto final del ballet Gayaneh en 1942. Probablemente se deba a esas coincidencias que se dan en el arte, porque se parecen en el espíritu y en el acento, aunque la del armenio es a un tempo más brioso.
Lonely Town fue más lento y Times Square más alegro. Destacable las participaciones de maderas y metales.
El centro de la propuesta fue el Concierto para violín y orquesta en Re menor, opus 47 del finlandés Jean Sibelius, interpretado por la solista Jennifer Koh, ganadora de un Grammy Award.
El concierto fue orquestado para dos flautas, dos oboes, dos clarinetes, dos fagots, cuatro trompas, dos trompetas, tres trombones, timbal y cuerdas.
La historia de esta obra es tan accidentada como llena de egos. Porque fue concebida por Sibelius para el violinista alemán Willy Burmester, quien siempre estuvo ocupado, cada vez que se fue a interpretar la obra que tuvo que ser estrenada con una versión desastrosa por el compositor, de la cual renegó toda su vida, aunque le sirvió para corregir defectos y hacerla ganar en calidad y textura. Por último Burmester dijo que nunca la interpretaría y Sibelius la re-dedicó a un niño prodigio, un violinista húngaro de apenas 12 años quien a los 13 enfrentó la odisea de interpretarla pero no pudo remontar las complejidades técnicas e intelectuales de la obra. Su nombre era Franz von Vecsey, quien falleció a los 42 años de una embolia pulmonar.
El primer movimiento asume forma de una sonata, que no lo es, donde el violín dialoga con los vientos y regresa otra vez a la solista para notas dobles y triples a la vez, lo que requiere pericia técnica. Y acordes de cinco notas que superan las tres octavas. Esta complejidad demanda no solamente virtuosismo, sino profundidad del intelecto, lo cual el adolescente húngaro no pudo asumir a principios del siglo XX, pero sí la Koh, una músico de formidable formación y técnica.
El segundo movimiento Adagio di molto, es muy Sibelius, lento como la brisa de los campos finlandeses, y temperamental como los beodos rurales de Ainola, la zona donde se fue a vivir, enredado entre las patas del alcohol y la depresión y donde también se curó de los demonios que le aquejaban por su perfeccionismo. Este es el más romántico de los movimientos y el más genial por el modo en que construye la arquitectura sonora del violín.
En el tercero Allegro, ma non tanto, la orquesta es apenas un susurro lleno de dramatismo, donde el violín súbitamente veloz protagoniza como escapadas. La orquesta integra un tutti frente al instrumento que prefiere regresar a las notas iniciales. Se aboca entonces un fragmento en el que Koh tuvo que demostrar su valía, sabiendo cómo afrontar con toda energía y pasión las exigencias de la partitura, que morirá con una nota en seco.
Más aún
Después del intermedio llegó una selección de fragmentos de la música del ballet Romeo y Julieta de Serguei Prokófiev, escrito entre 1936 y 1946. Montescos y Capuletos; La joven Julieta; Minuet; Máscaras; Escena del balcón; La muerte de Teobaldo; danza de las muchachas de las Antillas, Romeo en la tumba de Julieta y La muerte de Julieta. Después de la compleja obra de Sibelius, de lo mejor probablemente que se haya escrito para violín, la selección de fragmentos del ballet de Prokofiev fue como un divertimento.
Hubo también una ñapa y aún el final de finales con el merengue Cañabrava y hasta dos bailarinas improvisadas.
Como si hubiésemos viajado en una alfombra mágica desde los bosques de Finlandia hasta el país más hospitalario del mundo: República Dominicana.