La Directora de la Defensoría Pública, lo que llaman Defensores de Oficio, cuya labor es asistir con defensa técnica a los imputados que no pueden pagar un abogado privado, da una clarinada, sobre el problema del exceso de presos preventivos. No es cuestión de “operativos”, sino asunto de origen, de práctica, de actitud de los actores principales, de una justicia de características de acciones injustas. Son siete, las medidas de coerción que contempla el Código Penal dominicano, pero es el extremo, la excepción, la prisión, la que con más frecuencia solicitan los fiscales. “Por una puerta van a salir imputados y por otra ingresando la misma cantidad o el doble”, dice Laura Hernández, al hacer referencia a la intención de descongestionar las cárceles dominicanas, “atiborradas” hasta lo grotesco, con medidas temporales, de “tribunales en furgones”. Menciona la Lic. Hernández, casos en los que existen presos preventivos de siete meses, un año, y me permito señalarle que hay casos de año y medio y quizás hasta el doble de tiempo.
No existe fuerza humana capaz de resarcir a un inocente, al que le han destruido la vida, por la minusvalía de nuestra mal llamada justicia, que debe ser más bien “práctica judicial”. Más aún, por qué las leyes penales tienen aplicación muy particular en los distintos distritos judiciales y se acepta, que en algunos, la práctica va en contra de los fundamentos de la propia ley. Tenemos un principio jurídico invertido, con el asunto teórico de que “la persona se presume inocente hasta que se demuestre lo contrario”, cuando aquí parecería que se presume culpable, (y así se le trata), hasta que logre demostrar que no lo es. Cuántos guardan prisión por hechos no cometidos por los “recovecos” de nuestro sistema, aplastados por su práctica perversa. El juez de conciencia dice, que prefiere un culpable libre, a un inocente preso.
Lo que Laura Hernández manifiesta, tiene visos de una penosa y evitable realidad, que le toca vivir, con dolorosa frecuencia. “La justicia del miedo” es quizás el mayor mal que corroe la nuestra: miedo a la embajada y a “perder la visa”; miedo a la interpretación de que una medida de coerción menos dura que la prisión, parezca corrupción; miedo a aceptar que el imputado libre no tiene manera de alterar “pruebas”; de que no representa peligro contra la sociedad o la víctima, si la hubiese o de que las garantías económicas hacen suponer, que el imputado no se va a sustraer del proceso. Si los administradores del sistema judicial quieren borrar la percepción que la población tiene, es con acciones transparentes y con muestras de manejo diáfano; con jueces valientes y libres de presiones. Cuando hay un preso, la familia entera está recluida y los daños son colectivos. Si hay niños, peor. Si la prisión es injusta o se le niegan los medios para recuperar su libertad, aunque comprometida, los efectos son devastadores.