Lo peor sucede cuando los gobiernos pierden el sentido de la realidad. Ya en el 2010 Hugo Chávez lo había perdido en Venezuela y en el nuestro estuvimos muy cerca cuando alguien se encaprichó con la quimérica idea de pagar el petróleo proveniente del acuerdo Petrocaribe con habichuelas negras que no producíamos. Un empresario amigo satirizó el caso diciendo que si encontrábamos tres familias dominicanas a las que les gustara comer de verdad habichuelas, de esas que suelen comer hasta hartarse, serían suficientes para consumir entonces toda la producción del valle de San Juan de la Maguana.
No era una broma para mofarse de la autoridad. Simplemente dibujaba un cuadro de la realidad nacional que la mitomanía oficial no alcanzaba a ver en toda su dimensión. Y hablo de mitomanía porque en aquél entonces existía la penosa impresión de que ciertas autoridades se creían sus propias fantasías, las que recreaban con tanta intensidad y frecuencia que llegaban a vivirlas. Bastaba una pequeña dosis de realismo para darse cuenta que la situación a la que hacía frente el señor Chávez se tornaba cada día irresistible y que su olímpica forma de tratar la riqueza venezolana, especialmente el petróleo, parecía llegando a su fin, por lo que al país le sería necesario en esos días algo más que una retórica populista, propia del tercermundismo que cargábamos a cuestas, para pagar el petróleo.
La idea de una asociación de estado alrededor de una refinería calificada alguna vez como obsoleto trapiche, no encajaba dentro de la realidad venezolana de entonces, por mucho que Chávez y sus ilusos seguidores criollos pretendían. Empeñarse en esas oníricas aspiraciones era una irracionalidad, porque no permitían ver las cosas como eran y llevaban a un país por senderos equivocados a un precio que, en nuestra realidad geopolítica, resultaba imposible de pagar, sin comprometer la estabilidad social, política y económica..