Esa tarde la desolación y la tristeza se apoderaron de todos. Se proyectaba que sería la cuarta noche en vela que pasaría Estervina. Miguelito, su hijo más pequeño, no salía de una fiebre que parecía consumirle la vida. Apenas tenía seis meses de nacido y aquello era para llorar. Sus quejidos traspasaban las débiles paredes de tabique y lodo de su rancho para oírse en toda la vecindad. Eso partía el alma. Esas calenturas aparecieron de repente debido a una enfermedad que nadie conocía. Lo cierto era que a partir de la noche de ese día nadie había “pegado los ojos” atento a esta situación. Varios “tomos” y “brebajes”, le habían sido suministrados y aplicados, pero la fiebre no cedía. Fue en medio de ese sufrimiento que llegó Senaida, la tía mayor de Miguelito.
“Mi hermana, creo que este muchacho tiene un “mal de ojo” que se lo está comiendo”, dijo en un tono tan firme que todos los presentes no dudaron en creerle de inmediato. “Eso mismo estaba pensando yo”, asintió Alejandrina, pues ella había notado que esa fiebre no bajaba nunca, ni siquiera con los mejores remedios.
El consenso se hizo de inmediato y fue la misma Senaida que aportó la solución.
“Busquemos a Remigio el curandero que es una “yilé” para el mal de ojo”, dijo. Cuando el curandero llegó ya pasaban de las doce de la noche, Miró al niño, le hizo un ensalmo, le untó una “friega” y le colgó en su pechito una cruz hecha con palitos de fósforos. Se quedó mirándolo profundamente. Fue cuando la madre se le acercó.
“Don Remigio, usted cree que mi hijo se cura”, le preguntó con la voz quebrada y lágrimas en sus ojos. “Estervina, si su hijo no se muere esta noche, estoy seguro que amanece vivo”, le contestó para darle ánimo a la entristecida madre.