En la presentación de mi libro “Tocando fondo”, sobre la crisis bancaria del 2003 dije que si bien podía verse como un año de frustración, y en efecto el frío examen de las realidades vividas en ese lapso conducía irremediablemente a aceptarlo de ese modo, creía, y aún creo, que en la profundidad de una crisis podemos encontrar la esencia de todo aquello por lo que hemos luchado. La visión cercana de la tragedia nos enseñó no sólo nuestras debilidades, de antemano perfectamente conocidas, sino el potencial que disponemos para superar las grandes calamidades.
Lo que perfila a una nación, como a los individuos, no es lo que hace en circunstancias normales, sino lo que es capaz de hacer cuando cae. Levantarse de un tropiezo hace grande a una nación, no importa cuán pequeña sea en territorio y recursos naturales.
La tarea del desarrollo implica la búsqueda de un lugar seguro en el futuro, que sólo podremos alcanzar con una comunión de esfuerzos y propósitos.
Desde su fundación, la república ha estado al cuidado de improvisaciones y ensayos de laboratorios. Necesitamos de una acción conjunta que defina lo que queremos ser y cómo queremos vernos dentro de quince o cincuenta años. Tan grande esfuerzo no corresponde a una sola administración ni mucho menos a una fuerza política. Se trata de un ejercicio de conjugación de voluntades, por encima de toda confrontación o prejuicio partidista o de cualquiera otra naturaleza.
Si las diferencias nos distancian en la búsqueda de ese objetivo común inaplazable, las posibilidades de un futuro promisorio serán escasas. En sociedades democráticas las disparidades de criterio enriquecen el debate y ayudan a encontrar senderos seguros hacia el desarrollo y el fortalecimiento institucional. La imperiosa necesidad de encontrar vías de consenso para enfrentar los desafíos del porvenir de manera alguna significa una renuncia a esas diferencias.