La discusión dirigida a un acuerdo sobre dos áreas fundamentales, la eléctrica y la fiscal, demuestra la enorme dificultad que representa armonizar en este país los intereses partidistas y oligopólicos, aun a expensas de la salud y estabilidad económica de la república. La debilidad institucional, que imposibilita la concertación alrededor de un gran pacto nacional, les favorece, a despecho de su diario discurso. La razón es que la institucionalidad no les conviene. Rompería los monopolios y oligopolios que nos empobrecen económica y socialmente.
La institucionalidad traería consigo un ambiente de igualdad y de libre concurrencia, con oportunidades idénticas para todos los actores, y rompería los lazos de complicidad que pequeñas oligarquías económicas han promovido para beneficio propio. No es cierto que el desorden y lo que se ha dado en llamar crisis institucional sea solo el fruto de un oscuro concierto partidista, ajeno a la intervención de otras fuerzas sociales. Es el resultado auténtico de alianzas pecaminosas de una élite en la que conviven intereses de ambos lados, políticos y privados.
Entiendo que un gobierno no debe tener el control de la economía, porque la experiencia universal nos enseña el fracaso de ese modelo. Pero la presencia de la autoridad pública es imprescindible al buen y justo desenvolvimiento de las actividades en todas las áreas y ese papel se hace más importante y necesario cuando los intereses de grupos, no importa su naturaleza, se interponen en la búsqueda de salida juiciosa a los problemas de la nación. Cuando esas circunstancias cierran las soluciones, es obligación moral y legal de un gobierno abrirlas en condiciones en que el bien común sea legítimamente protegido. El camino hacia ambos acuerdos puede ser interminable. El rol regulador del gobierno puede acortarlo sobre una base de justicia, reduciendo así su costo social.