La cumbre de Singapur, histórica en tanto la primera de un presidente de EE UU y un líder norcoreano, cumplió las expectativas que se le pedían. Ambos líderes se estrecharon la mano, conversaron durante cuatro horas y firmaron una declaración conjunta, altisonante en sus aspiraciones y mínima en detalles. Pero los dos se iban satisfechos y con sus objetivos personales cumplidos. Donald Trump logra interpretar el papel de líder mundial en el que fracasó estrepitosamente durante la cumbre del G7 en Canadá. Kim Jong-un da un gran paso adelante para ser aceptado como un dirigente legítimo en la comunidad internacional. Y se inicia un proceso de negociación que queda ahora en manos de técnicos y diplomáticos para llegar, quizá, algún día, a la desnuclearización de Corea del Norte.
El comunicado, de cuatro puntos, expresa el compromiso de Corea del Norte a la “completa desnuclearización de la península coreana”. Estados Unidos aportará garantías de seguridad al régimen de Kim. Pyongyang entregará restos de antiguos prisioneros de guerra y desaparecidos en combate. Los dos colaborarán para establecer un “régimen de paz duradero y estable”, esto es, para la firma en el futuro de un acuerdo que ponga fin formal a la guerra de Corea (1950-1953) que Trump espera “pronto”.
No hay —ni lo esperaban la mayoría de los analistas— ninguna medida concreta para ello. Ningún calendario. Ninguna hoja de ruta. Esos detalles (“nimios”, le faltó decir) les corresponderá irlos negociando, en conversaciones que se anticipan largas, al secretario de Estado, Mike Pompeo, y a los altos funcionarios norcoreanos. El jefe de la diplomacia estadounidense viajará a Seúl este miércoles para reunirse con el presidente surcoreano, Moon Jae-in, y “en cuanto sea posible” mantendrá la primera ronda de diálogo postcumbre con representantes de Pyongyang.
Trump ha insistido en que se mantiene el objetivo final de una desnuclearización completa, verificable e irreversible. Las sanciones, dijo, se mantendrán mientras Corea del Norte mantenga sus armas.
Puede ser. Pero el cumplimiento de esas sanciones es otra cosa, y no está en manos de Trump. Recae, sobre todo, en China, cuya sombra ha estado muy presente en esta cumbre: ha sido todo un símbolo que Kim llegara, y se fuera, en un avión de ese país. Y China, en el punto de mira de un Trump encaminado a una guerra comercial, no tiene ya interés en aplicarlas de modo estricto.
Los detalles más jugosos quedaron fuera de la declaración —“no hemos tenido tiempo”, justificó Trump— y fue el presidente estadounidense el que los reveló en su larga rueda de prensa. Se acabaron las maniobras militares conjuntas entre EE UU y Corea del Sur, aseguró. Cuestan “un dineral”, dijo. Pero además, son “una provocación”, sostuvo. Si Kim estaba viendo la retransmisión en directo, debió de sonreír. Esa ha sido siempre, precisamente, la posición de Pyongyang.
Esa declaración de Trump pareció sembrar la confusión entre sus propios militares y sus aliados. La fuerza de EE UU en Corea del Sur, de casi 30.000 soldados, emitió casi de inmediato un comunicado en el que subraya que “no ha recibido instrucciones” sobre una cancelación de las maniobras y seguirá adelante con ellas como está previsto. Seúl ha declarado que debe estudiar exactamente qué ha querido decir Trump; la misma respuesta que ofreció cuando el inquilino de la Casa Blanca canceló unilateralmente la cumbre de Singapur antes de declararla en marcha de nuevo.
Con unos términos en la declaración final más o menos etéreos, el gran valor de la cumbre estaba en la química que los dos líderes pudieran desarrollar, y en el lanzamiento de un proceso de negociación. En este sentido, la reunión del hotel Capella fue un éxito. El apretón de manos entre el ex “hombre cohete” y el antiguo “viejo chocho” alejaba las relaciones entre Pyongyang y Washington del choque de trenes nuclear al que parecían abocados el año pasado.
Trump, el vendedor, la describió en los términos más elogiosos. “Hemos desarrollado un lazo muy especial”, ha asegurado en su extensa —y en ocasiones confusa— rueda de prensa, “estamos muy orgullosos de lo que ha ocurrido hoy [este martes]”. Se abre “una oportunidad como ninguna otra” para Corea del Norte, “una nueva era de prosperidad”.
Kim, más sobrio, o menos acostumbrado a hablar en directo ante las cámaras de todo el mundo, estuvo más contenido, pero también fue generoso en su descripción. “Vamos a firmar un acuerdo histórico. El mundo va a ver un cambio tremendo”.
“Doy las gracias al presidente Trump por haber hecho posible este encuentro”, indicó, en la ceremonia de la firma, cuando ambos líderes, sentados el uno junto al otro y con las banderas de ambos países de fondo, se disponían a estampar su rúbrica en los documentos. Una escena propia de un acto de Estado. Una imagen que abría el paso a la legitimación de Kim como líder en el orden mundial.
A lo largo de sus conversaciones —45 minutos a solas, acompañados únicamente de sus traductores; una hora y media de negociación formal junto a sus equipos, y un almuerzo de aproximadamente una hora que combinó platos estadounidenses con delicias asiáticas—, la desnuclearización se llevó la parte del león. Pero hubo tiempo —no debió ser mucho— para los derechos humanos, aseguró Trump. Según sostuvo, este líder “honorable” quiere “hacer lo correcto”. Ahora que han comenzado las conversaciones, sostuvo, mejorarán las condiciones de vida en uno de los países con peor historial del mundo —hasta 120.000 personas podrían encontrarse presas por motivos políticos, según la ONU—.
Entre los participantes en la cumbre se encontraban, por parte de EE UU, el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton; el secretario de Estado, Mike Pompeo, y el jefe de Gabinete de la Casa Blanca, John Kelly. Junto al líder coreano participaron su hermana, Kim Yo-jong, su hombre de confianza, Kim Yong-chol, el jefe de Gabinete Kim Chang-son, y la jefa de la delegación que se reunió en Panmunjom con representantes estadounidenses, Choe Son-hui.