Desde mediados de los noventa, la reducción de la incidencia de la pobreza se convirtió en un objetivo explícito y prioritario de las políticas públicas en América Latina y el Caribe. Las secuelas de miseria y exclusión de la crisis y las políticas de la década anterior contribuyeron a generar consensos respecto a la necesidad de aliviar las privaciones en que vivían millones de personas en el continente.
En la mayoría de los países, el énfasis de las políticas fue puesto en la provisión de subsidios sociales a través de transferencias monetarias a hogares pobres. Menores intensidades tuvieron los esfuerzos por fortalecer los servicios sociales universales como los de salud y educación. A la larga, esto probó ser un error porque las transferencias contribuyeron sólo de forma limitada construir capacidades en las personas para que éstas pudieran ser más productivas y pudiese generar ingresos suficientes a través del trabajo. Además, comprometió una parte importante del gasto público de los países y las hizo vulnerable a los shocks fiscales.
No obstante, el contexto de una importante expansión económica jalonada por el crecimiento de la demanda mundial de materias primas tuvo consecuencias positivas: el desempleo se redujo, se incrementaron los ingresos laborales de millones, se alimentaron las arcas públicas y el gasto del gobierno creció. El resultado fue una reducción notable de la pobreza, tanto en la población urbana como en la rural.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) acaba de publicar un valioso informe bajo el título “Panorama de la Pobreza Rural en América Latina y el Caribe. Soluciones del Siglo XXI para acabar con la pobreza en el campo”. El informe es muy relevante porque, aunque en la actualidad muy probablemente la mayoría de las personas pobres vivan en las zonas urbanas, la extensión y la profundidad de la pobreza en las zonas rurales continúa siendo mayor, y hay causas de la pobreza que se derivan de realidades rurales distintas de las urbanas. Eso hace que la pobreza rural amerite una atención particular.
Los números de la pobreza rural
El informe da cuenta que entre 1990 y 2014, la pobreza monetaria en las zonas rurales se redujo en 20 puntos porcentuales, desde 65.2% hasta 46.2%, y la pobreza monetaria extrema en esas mismas zonas cayó desde 40.1% hasta 27.5%. La pobreza monetaria es la insuficiencia de ingresos para adquirir una canasta básica de bienes y servicios, y la pobreza monetaria extrema es la insuficiencia para adquirir una canasta de alimentos esenciales.
Solo para mencionar algunos ejemplos, en Brasil se redujo desde 71% en 2002 hasta 29% en 2014, en Bolivia desde 79% hasta 54%, en Colombia desde 61% hasta 42%, en México desde 57% hasta 45%, en Perú desde 73% hasta 46%, en Nicaragua desde 83% hasta 65%, y en la República Dominicana desde 56% hasta 44%. En trece de los dieciséis países para los cuales el informe ofrece cifras, la reducción fue de 10 puntos porcentuales o más.
No obstante, cuando la pobreza se mide en términos multidimensionales, es decir, tomando en cuenta no solo el ingreso de las personas y los hogares sino también sus condiciones de vida incluyendo la calidad y el tamaño de la vivienda y el acceso a servicios básicos, la reducción fue menor. Sólo en 6 de los 16 países, la reducción de la pobreza multidimensional fue de 10 puntos porcentuales o más.
El fin de la bonanza
Desafortunadamente, la desaceleración del crecimiento terminó con el período de bonanza. A partir de 2012 se inició uno de estancamiento, y más recientemente de retrocesos. Entre 2014 y 2016, la pobreza rural subió desde 46.7% hasta 48.6%, y la pobreza rural extrema subió desde 20% hasta 22.5%. Como resultado, a partir de datos de la CEPAL, la FAO reporta que en 2017 había 59 millones de pobres en América Latina y el Caribe, y 27 millones de pobres extremos.
Es evidente que el reto es evitar mayores retrocesos y retomar la senda de la reducción de la pobreza en un contexto adverso de menor crecimiento y mayores restricciones fiscales. Como argumenta el informe, avanzar en ese desafío y en el cumplimiento de la Meta 1 de los Objetivos de Desarrollo Sostenibles (“Poner fin a la pobreza en todas sus formas y en todo el mundo”), depende de forma crítica de los logros que se alcancen en materia de reducción de la pobreza rural, en especial porque la ruralidad sobrerrepresentada en la distribución de la pobreza y son sus poblaciones las que muestran los rezagos más intensos en términos de ingresos y condiciones de vida.
La complejidad de la pobreza rural
Pero combatir la pobreza rural es un desafío complejo porque sus causas son multidimensionales, son interdependientes y están muy relacionadas con las características específicas de los territorios donde viven. Los pobres rurales tienen escasos activos tangibles e intangibles, lo cual hace que su productividad sea reducida y que tengan un acceso muy restringido al crédito. Junto a eso, los activos naturales que forman parte de sus entornos se degradan, comprometiendo su calidad de vida y la productividad de sus pocos activos. Además, quienes viven de la agricultura, una proporción elevada de toda la población rural, se vinculan a los mercados de forma subordinada debido a su escasísimo poder, y su acceso a bienes públicos como infraestructura, y a servicios sociales tiende a ser más restringido que en las zonas urbanas.
Aparte, muchos pobres rurales son discriminados por su origen étnico, colocándoles en una posición aún más desventajosa.
Todo lo anterior hace que la pobreza y la inseguridad alimentaria en las zonas rurales tiendan a perpetuarse en el tiempo y las privaciones en que vive la gente se transmitan de generación en generación. La persistencia del trabajo infantil, las limitadas oportunidades educativas, las restringidas opciones laborales, las desigualdades, la subordinación que afectan a las mujeres y la pérdida creciente de “capital natural” son algunos de los elementos más conspicuos de esa dinámica.
La agenda
A pesar de eso, el hecho de que la pobreza rural se haya reducido sensiblemente en los últimos años y que haya contribuido a la diminución de la pobreza general demuestra que es posible avanzar hacia su erradicación. En su informe, la FAO propone cinco ejes de acción para lograrlo, con énfasis en los territorios más relegados.
El primero es impulsar iniciativas para lograr una agricultura más eficiente, incluyente y sostenible. Esto supone esfuerzos para incrementar la inversión en bienes privados y bienes públicos agrícolas, fortalecer el acceso seguro a la tierra, más u mejores y más inclusivos servicios productivos, más y mejor información para los sectores agrícolas, y mejorar la gestión de riesgos en la agricultura. En este punto llama la atención sobre el alto peso que tiene el gasto público en agricultura en bienes privados como fertilizantes e insumos, y el bajo peso que tiene el gasto en bienes públicos como salud agrícola, innovación e infraestructura. Eso tiene que cambiar.
El segundo es lograr una protección social ampliada en las zonas rurales aumentando la cobertura de los esquemas de protección y garantizando su permanencia a lo largo del ciclo de vida, y fomentando las sinergias entre estos esquemas y los sectores productivos de tal forma que la protección y la producción se integren. La alta prevalencia de la informalidad y la precariedad de los empleos rurales hace que esas poblaciones suelan estar desprotegidas, reduciendo sus oportunidades y perpetuando las privaciones.
El tercero es avanzar hacia una gestión sostenible de los recursos naturales para fortalecer la resiliencia de las poblaciones rurales. Esto requiere vincular las políticas de reducción de pobreza con la gestión de los recursos naturales.
El cuarto es abordar la cuestión del empleo rural no agrícola. Específicamente propone fomentar el encadenamiento del agro con mercados de bienes y servicios en condiciones más ventajosas para crear más empleos de este tipo, y promover programas públicos que fomenten nuevas actividades y empleos rurales, más allá de las del turismo rural, artesanías y empleo en obras públicas. Hace tiempo que el empleo no agrícola tiene un peso muy alto en el empleo rural. Esa realidad merece ser reconocida y hay que actuar en consecuencia.
El quinto es articular paquetes integrados de infraestructura adaptados a las necesidades específicas y múltiples de los territorios que fortalezcan simultáneamente las capacidades productivas y las de provisión de servicios sociales.
El informe se nutre de experiencias de políticas públicas que han mostrado ser eficaces en la reducción de la pobreza, apuesta por una mirada multisectorial a los territorios y sus poblaciones, no es generalista sino que ofrece recomendaciones específicas en cada una de esas líneas, y advierte que su éxito radica en las capacidades técnicas y políticas de los diferentes niveles de gobierno y organizaciones públicas, privadas y de la sociedad civil que tiene presencia en los territorios rurales.