Parecía una mañana estupenda para una revolución.  Los primeros y fulgurantes rayos del sol llenaban el firmamento con su esplendor a espaldas suyas, como pocos amaneceres en ese noviembre.  El teniente coronel González Pomares no estaba, sin embargo, para contemplar paisajes matinales.  Se sentía tenso y necesitaba dominar sus nervios para la difícil y peligrosa misión que se disponía cumplir.  Su vida y la de otros muchos compañeros pilotos dependían de él.

 

Las condiciones del tiempo estaban a favor suyo.  Un cambio en las condiciones metereológicas lo hubiera echado todo a perder.  Necesitaban de un cielo despejado para poder actuar con la libertad que el caso ameritaba.  La brillante luz del amanecer era un buen augurio a pesar de que él no se detuviera a contemplarla camino del hangar donde le esperaba su avión, un Vampiro MK-5, con el tanque lleno de combustible, pero sin municiones de ningún tipo.

 

Este último detalle era relevante.  La masiva movilización de aviones que tendría lugar inmediatamente después de su partida, simulaba un cumplimiento de la orden de la jefatura de Estado Mayor de dispersar los aparatos y el personal de vuelo a diferentes aeródromos.  La ejecución de la orden quedaba a cargo de ellos, y por ende, se utilizaría para contrarrestar la tentativa de golpe reaccionario y apoyar el pronunciamiento que se proponían llevar a cabo con el respaldo de la dotación de Santiago.  En la eventualidad de una acción militar, ellos contarían de todas formas con los mejores aviones y dispondrían de los pertrechos que habían sido meticulosamente trasladados a Santiago.

 

La Aviación era el cuerpo élite de las Fuerzas Armadas y muy pocas fuerzas aéreas del Caribe e inclusive de otras partes de América Latina podían contar con un número tan proporcionalmente elevado de aviones de combate en relación con su número de habitantes.  En perfectas condiciones operativas poseía unos 45 Vampiros y unos 60 Mustang P-51, adquiridos en Suecia.  No eran los aviones más modernos en servicio en el mundo, pero se mantenían en condiciones inmejorables con sus pilotos en constante actividad, listos para enfrentar cualquier contingencia.  Poseía además P-47, B-25 y B-26, helicópteros artillados, AT-6, bombarderos Mosquitos y muchos aviones de transporte.  Los Vampiros y los Mustang eran la base del poder de fuego de la aviación, que contaba en su arsenal con los mejores tanques, los AMX adquiridos apenas dos años antes en Francia, orugas y carros de asalto.  Los P-51 tenían más autonomía de vuelo que los Vampiros.  Con un tanque adicional los MK-5 podían volar una hora y media, pero los P-51 podían hacerlo durante cuatro horas y algo más.  La velocidad del Vampiro, a reacción, era de unas 300 millas por hora, 50 millas más que la del P-51, de hélice.  Pero la ventaja real del Vampiro sobre el otro era su enorme flexibilidad de desplazamiento.  Durante un ataque podía cerrar en giro en un ángulo mucho más estrecho y moverse con más soltura.

 

González Pomares se acomodó en su cabina de vuelo, chequeó los instrumentos, encendió los motores y se dirigió hacia la cabeza de la pista.  Debido a su creciente excitación podía oír los latidos de su corazón a pesar del infernal ruido de la turbina.  Mientras el aparato corría velozmente por la pista, vio a muchos pilotos dirigirse tranquilamente hacia la larga hilera de aviones listos para el despegue.  La fugaz escena le tranquilizó.  Sus compañeros, el coronel Rodríguez Echavarría y el teniente coronel Polanco Alegría, estaban haciendo muy bien su parte.

 

En un punto intermedio en su trayecto hacia Santiago, calculando que un buen número de pilotos debía haber alzado ya vuelo, González Pomares llamó por radio a los líderes de escuadrilla, teniente coronel Fernández Smester y capitán Polanco Tovar, para ordenarles que en lugar de dirigirse a Dajabón, como habían anotado en los planes de vuelo falsos, se dirigieran a la base de Santiago, sin hacer preguntas.  Cumpliendo otras instrucciones de vuelo, los pilotos apagaron sus radios.

 

En la hora y media siguiente, la segunda base aérea del país registraría la mayor actividad de su historia, para sorpresa y preocupación de los más de mil oficiales y soldados que componían su dotación.

 

El descenso no fue todo lo perfecto que fue su vuelo.  Al tocar tierra, el Vampiro del teniente coronel González Pomares se atascó en medio de la pista por un desperfecto mecánico.  El general Rodríguez Echavarría envió un jeep a buscar al oficial y ordenó que un grupo de soldados retirara inmediatamente el aparato a un lado, empujándole, para permitir el aterrizaje de oleadas de aviones que vendrían más tarde.

 

Creyendo ver en ese percance un presentimiento, el general consultó a su padre, Pedro Antonio Rodríguez, refugiado desde horas antes con otros familiares en la base.

 

-Comenzamos con mal pie, papá.

 

-No te preocupes, mi hijo.  Valor.  Esas cosas suceden.

 

El segundo avión en despegar fue un C-47, pilotado por el mayor Mario Imbert  McGregor, de 33 años.  La misión que se le había encargado nada tenía que ver con la operación en marcha.  Era un simple vuelo de rutina, llevado a cabo día tras día.  La noche anterior, el coronel Rodríguez Echavarría introdujo un cambio en la rutina, para evitar que esta misión de patrullaje pudiera volverse en contra de su grupo.

 

Imbert McGregor se alejó, como estaba previsto, a unas 50 millas de la costa este para informar de las novedades en el litoral.  En el punto más lejano de su plan de vuelo, alcanzó a divisar la flota norteamericana acercándose a las aguas territoriales dominicanas.

 

Siguiendo al pie de la letra las instrucciones el coronel subjefe técnico, de no volver bajo ninguna circunstancia a San Isidro, giró hacia el norte y no prestó atención a la llamada de la torre de control: “1311 –número de su avión- regrese a base.  1311 conteste”.  Imbert McGregor  bajó discretamente el volumen de la radio para que su co-piloto no captara el mensaje y respondió:

-No se escucha bien.  Tengo interferencia.

 

Sin pensarlo más se desvió por Sabana de la Mar, volando a baja altura -entre mil y seiscientos pies- para eludir una persecución.  Al pedir pista en Santiago escuchó la voz de su hermano Alfredo, teniente coronel subjefe de la base aérea, que subió a la torre de control para autorizarle el descenso.

 

Alfredo corrió a la pista a recibirle con un fuerte abrazo.  Ninguno de los dos hermanos tomaría parte en más vuelos ese día.

 

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El ruido ensordecedor de los aviones despegando desde las primeras horas de la mañana, despertó a centenares de oficiales y soldados de los batallones de Infantería  y Blindados, adscritos a la Aviación Militar, con sede en el perímetro de la base.  Muchos de ellos asumieron que probablemente no tardarían en ser llamados para una emergencia.  Desde antes del asesinato de Trujillo, los cuarteles militares se encontraban en vigilia permanente, bajo estado de acuartelamiento, ante la posibilidad de una reacción venezolana.

 

Las sanciones impuestas el año anterior al país en la conferencia ministerial de la OEA en San José, Costa Rica, por el atentado perpetrado por el dictador dominicano contra el presidente Rómulo Betancourt, no descartaban, según la propaganda difundida en los recintos militares, la posibilidad de un ataque sorpresivo venezolano.  El despegue incesante de oleadas de aviones, que se prolongó por alrededor de dos horas, revivió en muchos ese temor.

 

Al primer teniente José Antonio Guerra Ubrí (Tony), de 24 años, sub encargado de planes y encargado de instrucción del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA), aquello no le causó buena impresión.  Toda esa espectacular exhibición aérea parecía anormal.  Un presentimiento de que algo “grande estaba a punto de ocurrir” le dominó, mientras apuraba una humeante taza de café, en su puesto de servicio de oficial de guarda, a punto de concluir.

 

El segundo teniente Marino Almánzar, de 26 años, jefe de mantenimiento del Batallón Blindado General Felipe Ciprián, contiguo al barrio de oficiales de la base, fue uno de los primeros en ser despertado por el ruido.  Tras contemplar el despegue de los aparatos, Almánzar creyó que estaba siendo testigo de una evacuación general “la más grande que jamás hubiera visto”.  Su primer pensamiento estuvo dirigido a su mujer, Josefina, y su hija recién nacida.  Por espacio de casi una hora permaneció, fascinado, observando uno por uno los aparatos tomar altura, a través de las ventanas de su habitación en el pabellón de oficiales del Batallón Blindado.

 

El capitán Amable Bueno, oficial de comunicaciones, se dirigía a su puesto en el mirador de la torre de control, cuando los primeros aparatos alzaron vuelo.  Un leve sentimiento de angustia le recorrió el cuerpo, mientras aceleraba el paso hacia su puesto de servicio. El sería el primero en encontrar la respuesta final a todo este alboroto inusitado.

 

Grampolver Medina, de 28 años, capitán comandante de la Compañía de Infantería Blindada, no le asignó demasiada importancia al hecho.  Aunque no era una actividad normal, estaba acostumbrado al despegue matinal de los aviones.  Obedeciendo a un impulso mecánico inició el conteo de los aparatos. Al cabo de varios minutos dedicó su atención a otros asuntos.  Tenía muchas obligaciones ese día, domingo 19 de noviembre, y no iba a perder su tiempo en las distracciones cotidianas de los pilotos.

 

Su compañero, capitán Gildardo Aquiles Pichardo Gautreaux, de 28 años, comandante de la compañía de tanques AMX, de fabricación francesa, tampoco sintió razones de alarma especial por la salida de los aviones.  El también tenía demasiadas obligaciones para ocuparse de estas cosas.  Como todas las mañanas, desde la orden de acuertelamiento meses atrás, ya estaba despierto para el servicio a las 5:00 de la mañana.

 

José Antonio Santana (Santanita), de 32 años, sargento mecánico de primera clase del Batallón Blindado, sí tuvo en cambio una corazonada. La oleada aérea le sorprendió camino al comedor, donde se cruzó con el segundo teniente Herminio Vásquez, comandante de tanques.

 

-Dios quiera, teniente, que esos pilotos no nos hagan una jugarreta.

 

-¡No seas loco, Santanita!- le respondió.

 

La despreocupación de su superior, no levantó el ánimo del sargento.  No pasaría demasiado tiempo para ver que su preocupación estaba más que justificada.  Santana no toleraba realmente a los pilotos. Los creía muy engreídos.

 

Margot de Fernández, esposa del teniente coronel piloto Federico Fernández Smester, no experimentó ninguna intranquilidad cuando vio, desde su casa la número 13 del barrio de oficiales, la estela de los primeros Vampiros alzarse hacia el cielo.  No creía que su esposo estuviera en uno de ellos.  Federico estuvo la noche anterior en la casa para recoger algunas cosas personales y no le informó de nada en particular.  De manera que tratábase de una operación de rutina.  Tenía muchas cosas que hacer y en qué pensar.  Así que el despegue incesante no le despertó ninguna sospecha.  Entre las cinco de la mañana, en que se despertó, y las siete, en que se dirigía al hospital, próximo a su residencia, y a poca distancia del Batallón Blindado, despegaron más de sesenta aviones.  En circunstancias diferentes, Margot hubiera sentido razón para alarmarse.  Su preocupación estaba esa mañana en otro lugar.  La causa de que se dirigiera a hora tan temprana al hospital era que su hijo, Federico, de 7 años, estaba allí internado aquejado de hepatitis.

 

El sacerdote Andrés Guerrero, de 28 años, párroco de la iglesia de San Isidro, fue despertado por la primera escuadrilla de Vampiros y dio gracias al Altísimo porque ese domingo debía estar temprano en el templo.  El paso interminable de los aviones, sin embargo, le intranquilizó de inmediato.  Toda la noche anterior estuvo visitando las casas de sus amigos oficiales y había observado un sentimiento de inseguridad en la mayoría de las esposas de éstos.  La inusitada actividad aérea le recordó una breve conversación a la que había otorgado escasa importancia.  En su habitual recorrido sabatino por el barrio de oficiales, vio a Mamá Tula, la suegra del general Rodríguez Echavarría.  Esta le dijo que el oficial había llamado excitado por teléfono a su esposa Lolín, desde la base a la casa en Santiago, para decirle que “la situación se está poniendo difícil”.

 

El capitán Rafael Emilio Luna Peguero, comandante de batería de morteros de 120 milímetros del CEFA, vio también claramente las escuadrillas tomar altura en perfecta formación, una tras otra, con escasos minutos de diferencia, desde su puesto de oficial del día.  Bajo las primeras luces del amanecer de aquel domingo, la salida de los aviones ofrecía un espectáculo maravilloso.

 

Nilka Antonia Mendoza de Abreu, llamada Hilda por todos sus conocidos, se persignó varias veces seguidas al sentir sobre su casa en el barrio de oficiales, a gran altura, el paso de los aparatos. Su esposo, el mayor piloto Felipe Neris Abreu, estaba de puesto desde hacía días en el aeropuerto internacional de Cabo Caucedo, con otros aviadores de Vampiros, y ella comenzaba a sentirse nostálgica, lejos de su natal Mayagüez, Puerto Rico.

 

Abstraída en sus pensamientos y con la preocupación puesta en sus hijos Miguel, de 12 años, y César, de 9, estaba lejos de sospechar la experiencia atormentadora que pasaría ese día junto a sus dos seres más queridos.

 

El oficial de leyes, mayor Emilio Ludovino Fernández, de 33 años, no concedió demasiada importancia al sucesivo despegue de aparatos, mientras hojeaba el libro de novedades en la casa de guardia, al aproximarse el fin de su servicio como oficial del día.  Sólo tendría que llamar a cualquiera de los dos oficiales auxiliares de puesto para anotar la novedad más tarde.  Su responsabilidad sería la de registrar únicamente cuanto hubiera ocurrido y firmarlo.  El libro sería revisado más tarde por el comandante de puesto, conjuntamente con un informe de las novedades escrito a maquinilla.

 

Horas más tarde, el oficial abogado no tendría que molestarse en cumplir con ese estricto requisito de la disciplina militar.  Nadie tendría tiempo y ánimo para dedicarse a esas cosas.

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Todos los aviones despegaron conforme a los planes.  En la jefatura nadie notó ninguna anormalidad en esta actividad aérea.  De hecho, la salida de los aparatos se ceñía a las disposiciones emanadas del alto mando.

 

El último en despegar lo fue el teniente coronel Durán Guzmán, en un B-25 capitaneado por el teniente coronel Octavio Balcácer, oficial asignado al servicio de inteligencia en la cárcel del kilómetro 9.  Balcácer no figuraba en los propósitos del grupo, pero marginarlo esa mañana hubiera implicado un riesgo, por las sospechas que despertaría.  El propósito de Durán al tomar asiento al lado de aquel, era la de prevenir una reacción suya en el aire.

 

Poco más allá de la mitad del trayecto a Santiago, entre las ciudades de La Vega y Moca, Durán divisó a considerable distancia la primera escuadrilla de Vampiros que volando en elemento –formación de dos- se dirigía de regreso a San Isidro.  Durán tuvo un sobresalto, que no percibió su compañero de vuelo.  Los Vampiros llevaban cohetes y bombas y habían despegado de San Isidro sin municiones.

 

Con toda seguridad se proponían atacar y ese no era el plan que él y sus compañeros habían previsto.  El movimiento consistía en un pronunciamiento.  El llevaba una proclama redactada por él mismo en su portafolio.

 

A las 7:50 de la mañana, Durán desconocía por completo que otra proclama había sido ya leída por una emisora de Santiago por el general Rodríguez Echavarría.  Mucho menos podía imaginar que decenas de miles de hojas impresas con el texto de dicha proclama estaban siendo lanzadas desde el aire en Santiago y Ciudad Trujillo, por órdenes de Rodríguez Echavarría.  El saber que las consignas del levantamiento iban a ser difundidas por un programa político le hubiera horrorizado.  Durán no simpatizaba con la Unión Cívica Nacional.

 

Durán detestaba el desorden y la indisciplina.  Su amor casi fanático por la autoridad provenía de su instrucción en el seminario de jesuitas y su formación militar.  En una de las muchas entrevistas que tuvimos me habló acerca de sus intenciones: “Yo deseaba un régimen como el de Trujillo, sin los Trujillo y, naturalmente, sin sus métodos represivos, con lo bueno que pudiera tener su política económica.  Un día pasaba por la avenida Independencia y estaban saqueando la casa de Japonesa Trujillo.  Llamé alarmado a Chaguito y él me dijo que era el pueblo que había que dejarlo”.  Durán creía, sin embargo, que el pueblo podía ser “mejor encauzado”.  El plan que él esbozó con sus compañeros contemplaba un gobierno “estable que propiciara elecciones”.  Durán consideraba que el papel de los militares en ese proceso de transición tenía que ser relevante.

 

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Después que Rodríguez Echavarría grabara en el aparato portátil con Ramón Lorenzo Perelló la proclama escrita por Tapia y enviara a éste en compañía de varios oficiales de absoluta confianza a imprimir el documento, ordenó tocar formación en cuadro de la tropa.  Eran exactamente las seis de la mañana, cuando se paró ante ella, con el rostro hinchado por la falta de sueño y la ropa pegada al cuerpo por el sudor de las intensas horas de tensión y vela.

 

La formación en cuadro no era un capricho del oficial.  Tratábase de una preocupación.  De esa forma quedaría protegido por la propia tropa en el caso de que alguien intentara dispararle, en desacuerdo con el levantamiento.  No podía desdeñarse que muchos oficiales eran todavía ciegos admiradores de Trujillo y que otros estaban seriamente comprometidos con crímenes y atropellos cometidos en los últimos años.  No podía estar seguro de que no hubiera algunos de esos entre la oficialidad bajo su mando.

 

Alzando la voz e infundiéndole el mayor tono de autoridad posible, Rodríguez Echavarría arengó a la tropa diciéndole que Ramfis se había ido y que sus tíos, Negro y Petán, en complicidad con otros generales, intentaban dar un golpe de estado para derrocar al presidente Balaguer y asesinar a los líderes de la oposición.  El deber de los militares era evitar que esa tragedia, que desataría un baño de sangre, se consumara.  En esa hora suprema, esperaba que los hombres bajo su mando cumplieran con su responsabilidad como soldados de la patria y siguieran sus pasos.

 

Un silencio de muerte dominaba la situación.  Cuando se retira, empuñando su ametralladora de mano sobada, el general siente un sudor frío recorrerle la espalda, temeroso de un disparo a traición.  Controlando sus propias angustias, sus pasos son cortos pero firmes y lleva el pecho erguido como corresponde a un general en la guerra.  Cuando traspasa el umbral del edificio de oficinas de la comandancia de la base, en dirección a su despacho, siente que es dueño de la situación y que los oficiales y soldados de puesto en la base, están dispuestos a seguirle.  El momento más difícil había pasado, aunque todavía debía superar otros peligros.

 

El paso siguiente era asegurarse la adhesión de los comandantes de otras guarniciones de la misma ciudad y de poblaciones cercanas, como La Vega, Moca, San Francisco de Macorís y Mao.  Para ello era imprescindible enfrentarlos a una situación de hecho.  Tras la difusión de la proclama despacha  un AT-6 hacia la capital para arrojar los primeros paquetes entregados por la imprenta.

 

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El teniente coronel Polanco Alegría y su co-piloto, el capitán José Francisco Rodríguez Núñez, tuvieron tiempo de ver el avión arrojar la primera oleada de panfletos, cuando atravesaban la ciudad en dirección a Santiago en su C-47.  Ellos serían de los últimos en salir, después de haberse asegurado del despegue sin dificultades de los demás pilotos.

 

Sólo faltaba ahora apoyar con la acción el pronunciamiento.  A las 7:45 de la mañana, la torre de control autorizó el despegue de los primeros cuatro Vampiros, que el primer teniente Hernández Beato aprovisionó con suficiente gasolina y municiones.  Ya en el aire, la escuadrilla se dividió en formación de dos elementos.  En el primero Gonzáles Pomares lleva al lado suyo, en otro MK-5, al capitán Polanco Tovar.  El teniente coronel Fernández Smester va escoltado del segundo teniente Julio Sánchez, veterano a sus 26 años de edad, graduado como piloto en 1954 y famoso entre sus colegas por su temeridad en el aire.

 

La misión que se les ha encomendado carecía de precedentes.  Pero ya no podían echarse atrás, aunque quisieran.  Sólo quedaba seguir adelante y rogar a Dios para que todo saliera bien, como hicieron mientras los cuatro individualmente conducían sus aparatos bajo el resplandeciente y despejado cielo increíblemente azul.

 

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Todo ocurrió demasiado rápido.  Aún así, el capitán Amable Bueno vio desde su posición privilegiada del mirador de la torre de la jefatura de San Isidro, la llegada de los aviones.  Embelesado observó cómo se separaban en giro y comenzaban a disparar.  Con la agilidad que le permitían sus 30 años, bajó corriendo las escaleras rumbo a la jefatura de Estado Mayor, en el mismo edificio.

 

El primero en disparar fue González Pomares, que escogió como blanco el Batallón Blindado, donde estaban los tanques.  Soltó primero un cohete, que estalló en la marquesina de la oficina del comandante de la unidad, coronel Roberto Figueroa Carrión, hiriendo al raso mecánico Cornelio Veras, de 27 años, que en ese momento revisaba los frenos del automóvil de su jefe.  A seguidas el piloto accionó los cuatro cañones de 20 milímetros dejando una estela de destrucción abajo.

 

Fernández Smester disparó sobre el Batallón de Artillería, a poca distancia de la unidad de tanques, también con cohetes y ametralladora.  Los otros dos Vampiros dispararon casi al mismo tiempo.  El teniente Sánchez lo hizo contra los tanques.  Lanzó sus ocho cohetes desde muy baja altura, desafiando el fuego e ametralladoras antiaéreas que, superada la sorpresa del ataque inicial, se pusieron en funcionamiento, a pesar de la confusión y el desorden provocado por el fuego de los aviones.

 

Desde el aire, en cada giro para un nuevo bombardeo, podían ver soldados corriendo por todo el recinto de la base.  Algunos oficiales disparaban inútilmente con sus armas de reglamento a los reactores.  Abajo los blancos alcanzados ardían.  Las instrucciones de los atacantes eran la de tratar de ocasionar el menor daño posible.  Sus objetivos eran, además de los tanques y la artillería, el comando antiguerrilla.  Estos constituían los focos que podían ofrecer resistencia al levantamiento.  El poderoso batallón de tanques estaba comandado por el coronel Figueroa Carrión, quien hasta hacía poco estuvo al frente de la cárcel del kilómetro 9 y era un hombre muy comprometido con la dictadura.

 

Pero a pesar de las precauciones, el ataque había sido demasiado duro y los daños eran muy grandes, aunque no alcanzaron destruir ninguna unidad blindada.  Columnas de humo surgían por doquier.  En un segundo ataque, el teniente Sánchez pasó rasante casi tocando los hangares de los tanques, tomó altura de nuevo para lanzar una bomba, tomando la velocidad y el ángulo de tiro precisos.  Soltó el artefacto e hizo blanco en uno de los hangares produciendo un estruendo tremendo.

 

El ataque duró unos quince minutos.  Fernández Smester dirigió su fuego también sobre Contra Guerrillas, cuidando de no alcanzar el hospital.  Abajo podía ver en cada cruce un solitario defensor disparando continuamente con una antiaérea.  A la enorme velocidad en que actuaban le era imposible identificarlo.

 

De regreso a Santiago sueltan fuego de ametralladoras sobre el Campamento 27 de Febrero, del Ejército, fiel a Negro y Petán.  Fernández Smester fue el primero en divisar la llegada de una nueva escuadrilla para continuar el ataque sobre San Isidro.

 

El recinto de la base se convirtió en un verdadero infierno.  El teniente coronel Miguel Ángel Hernando Ramírez, de 30 años, comandante interino del CEFA desde el día anterior, desayunaba tranquilamente en su despacho en compañía de otros dos oficiales de su más absoluta confianza: el mayor Francisco Alberto Caamaño Deñó y el capitán Rafael Fernández Domínguez.  El estruendo de los primeros cohetes los puso rápidamente en movimiento.

 

Hernando Ramírez puso de inmediato en vigor un plan de defensa, ordenando a los dos oficiales dirigirse a sus puestos.  El se encaminó a los batallones de Blindados y Artillería.  Todo allí era un caos.  El oficial había hecho cursos de entrenamiento en Venezuela y sabía que la fuerza aérea de ese país poseía Vampiros.  Al ver dos de éstos lanzar cohetes, pensó inicialmente que se trataba de un ataque venezolano, hasta que el teniente Miguel Salcedo, de la unidad de artillería, logró explicarle que había podido distinguir las insignias de la Aviación Militar Dominicana en los aparatos atacantes.  Una bomba hizo explosión cerca de ellos y los obligó a lanzarse al suelo, dentro de una pequeña zanja.

 

A escasa distancia, el sacerdote Andrés Guerrero, capellán teniente, se disponía a iniciar la primera de las dos misas de la mañana de domingo, en la iglesia del CEFA, al otro lado de la carretera que la separa del perímetro de la base, cuando los primeros cohetes estremecieron los alrededores.  La iglesia estaba atestada de fieles, en su mayoría civiles, familiares de los oficiales y soldados.  Pero también de muchos alistados, recién llegados a la base desde diferentes puntos del país.  Era gente que jamás había visto disparar un arma ni tenía idea de lo que era un bombardeo aéreo.  La misa a la que asistían los oficiales y el resto del personal militar sería, como de costumbre, a las 10 de la mañana.  Pero no llegaría a celebrarse.

 

El sacerdote se disponía a colocarse las últimas vestiduras para dar inicio al oficio religioso, cuando el sonido de las bombas estremeció, con un ruido pavoroso, todo el interior del templo.  El pánico se apoderó de los fieles que abandonaron el lugar, con empujones y saltando por encima de los bancos, corriendo despavoridos en busca del refugio por todos los alrededores.

 

El coronel Figueroa Carrión, de 35 años, estaba en su oficina de comandante del Batallón Blindado, cuando hizo su entrada el segundo en mando, Manuel Antonio Cuervo Gómez, para llevarle el informe rutinario de las actividades del día anterior.

 

-¡Cierra la puerta!- le ordenó-.  No vaya a ser que alguien pueda pararse ahí y dispararnos.

 

-¿Tan mal estamos…?-, comenzó a responder Cuervo Gómez, sentado frente a su superior, cuando una explosión, seguida de un enorme fragmento de cohete, sacudió la oficina levantando a varios pies de altura un escritorio de caoba, ubicado en el costado opuesto de la habitación.  Instintivamente se lanzaron ambos debajo del escritorio y con ello lograron salir ilesos.  Pistola en mano, corrieron hacia distintas direcciones.  Figueroa se dirigió a la jefatura donde esperaba encontrar al general Sánchez hijo, a pesar de la hora.  Cuervo Gómez tomó el camino de los hangares.

 

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El capitán Gildardo Aquiles Pichardo Gautreaux, comandante de tanques, con los quince AMX bajo su mando, se estaba afeitando en su habitación  del segundo piso del dormitorio para oficiales del batallón.  A pocos pasos de él, el segundo teniente Jacinto Corteza Peynado, de 20 años, su compañero de cuarto, se disponía a cambiarse de ropas, después de haber concluido su servicio de guardia desde la noche anterior.  Pichardo era uno de los oficiales más competentes y queridos por sus compañeros de armas y él, particularmente, sentía un profundo aprecio por su joven camarada de cuarto, recién llegado de España, donde había realizado un curso avanzado de blindado en la Escuela Militar e Valladolid.

 

La explosión se escuchó tan cerca y el estruendo fue tan poderoso, que Pichardo creyó que su habitación estaba siendo atacada directamente.  Una bala calibre veinte milímetros de Vampiro cayó a pocos pasos de él, perforando una ventana.  El joven teniente Forteza Peynado creyó que había explotado el polvorín del campamento.  El primero con la cara llena de jabón todavía y el segundo desnudo del torso, con la camisa y la pistola en la mano derecha, descendieron rápidamente las escaleras.

 

Las escenas abajo no podían ser más desgarradoras.  La marquesina y la sala principal estaban envueltas en llamas, según pudo observar el capitán Pichardo Gautreaux.  Forteza vio a varios soldados cargar a dos heridos, bañados en sangre.  “Parecía un infierno”, recordaría Pichardo.

 

Guiados por un instinto, corrieron en dirección a uno de los hangares, desafiando el fuero aéreo incesante, no tanto para protegerse como para entrar en combate.

 

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El capitán Grampolver Medina recibió muy temprano en la mañana la visita de un amigo, el teniente Pedro Manuel Cabrera Ariza, hermano del coronel piloto Guarién Cabrera.  El oficial vino a comentarle la desgracia que significaba el que Ramfis saliera del país el día anterior abandonando a sus amigos.  El capitán Medina acababa de concluir la revisión de correspondencia como oficial del día y se disponía a efectuar la primera inspección ordinaria a las unidades, cuando al aproximarse al hangar número uno, vio una escuadrilla de Vampiros acercándose desde el oeste.  El capitán Medina no podía creer lo que contemplaban sus ojos, cuando los reactores rompieron formación en preparación previa de un ataque.

 

Su primera reacción fue la de ponerse a salvo, pero corrió instintivamente hacia la jefatura.

 

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Como muchos otros oficiales, el segundo teniente Marino Almánzar, técnico de blindados, a cargo del mantenimiento de los tanques AMX, se encontraba en el pabellón de los dormitorios, cuando las balas y cohetes del ataque inicial alcanzaron las instalaciones del recinto.  Y como decenas de ellos corrieron a poner a salvo las unidades expuestas al fuego inclemente.

 

Desde su puesto de oficial del día, el comandante de batería de morteros del CEFA, capitán Rafael Emilio Luna Peguero, sintió un estremecimiento al observar los aviones en picada arrojar sus cargas mortíferas.  Los ataques no estaban dirigidos a su campamento.  Así que en lugar de correr a ponerse a salvo, llamó a la base desde donde le confirmaron que unidades de la propia Aviación, con base en Santiago, estaban llevando a cabo el ataque.

 

Luna procedió en seguidas a hacer lo que correspondía de acuerdo con las instrucciones de guerra, poner a su guarnición en estado de alerta.  En previsión de un intento de ocupación o asalto terrestre, siguió las órdenes del teniente coronel Hernando Ramírez de establecer una defensa perimétrica, acantonando elementos y unidades en lugares vulnerables con armas largas, nidos de ametralladoras y elementos anti-tanques, incluyendo bazookas y cañones sin retroceso.  Y después hizo una segunda llamada telefónica.  Esta vez fue a la clínica San Rafael, donde su esposa Emilia Caridad Pichirilo de Luna, acababa de dar a luz su primer hijo, al que llamaría como él mismo, Rafael Emilio.

 

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Al mayor piloto Juan Tejera López le sorprendió el bombardeo visitando a su madre enferma en el hospital de la base.  Desesperado, al ver como  la onda expansiva de los cohetes y bombas rompían las ventanas del hospital, cargó a su madre en brazos y salió corriendo fura del edificio.  La montó en su automóvil, estacionando en el parqueo, y salió a toda velocidad.

 

Su hermano Salvador, raso mecánico de 18 años, estaba en la línea de vuelo de los Vampiros que aún quedaban en la base.  Había chequeado varios de los aviones que despegaron desde temprano, para lo que entendía sería un ejercicio de rutina.  Cuando vio llegar los primeros reactores pensó que sus tareas concluían o simplemente retornaban por fallas mecánicas.  Al verlos atacar, creyó que era una invasión ya que Venezuela mundo sin saber dónde guarecerse.

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Lo primero que hizo Margot de Fernández Smester fue salir a toda prisa del hospital en busca de su otro hijo, Fernando, el más pequeño, de cuatro años, llevando en brazos al mayor, Federico, que estaba enfermo de hepatitis.  Carmen Luisa, su amiga y vecina, esposa del teniente coronel Juan de los Santos Céspedes, lo había trasladado ya a la ciudad, según le informaron otros vecinos alarmados.  Un oficial de infantería, el primer teniente Pedro Manuel Cabrera Ariza, se ofreció a llevarla fuera de la base en su viejo Cadillac, que tenía el moffler dañado.  Ni Margos ni el teniente Cabrera Arza sospechaban que el teniente coronel Fernández Smester era el piloto de uno de los Vampiros atacantes.

 

Carmen Luisa Freites de De los Santos tomó la decisión de llevarse al hijo de su amiga Margot, cuando no dio con esta después de buscarla afanosamente por todo el barrio.  Un cohete cayó en el patio de una casa cercana y no vaciló entonces un minuto más tomó ella misma las llaves del carro del coronel Fernández Smester y subió al mismo con Johnny, su único hijo, de un año de edad, y otras ocho personas, entre mujeres y niños.  Lo que dejó detrás al abandonar a toda prisa la base era un verdadero pandemonium.  No reparó, ni le importó un bledo, que su casa quedaba abierta y totalmente abandonada.

 

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Un fuerte estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Dolores Domínguez de Fernández, esposa del capitán Vinicio Fernández Pérez, quien tomó a sus cuatro hijos pequeños e intentó llamar en vano a su esposo, de puesto en la base de Barahona desde hacía apenas dos semanas.  Tras rezar de rodillas una oración se dijo que este podía ser “el fin del mundo”.

 

La escena quedaría grabada para siempre en la mente de un niño.  Juan R. Folch Hubieral, de siete años, hijo del teniente coronel piloto Juan Nepomuceno Folch Pérez, se estaba cepillando los dientes, acabado de levantar, cuando cayeron los primeros artefactos.  Su madre acababa de salir a visitar a una amiga, a una cuadra de la casa en el barrio de oficiales.  El niño salió afuera, ajeno al peligro, y captó a la gente corriendo, los vuelos rasantes de aviones y el movimiento apresurado de los tanques.  Juan, en su inocencia, creía estar presenciando una película.

 

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Para el primer teniente José Antonio Guerra Ubrí (Tony), fue como si “estuviera comenzando una guerra verdadera”.  Estaba saliendo de su puesto de oficial de guardia, en el recinto del CEFA, cuando sintió la tierra “estremecerse” debajo de sus pies.  Fue directamente a la comandancia del centro y de allí fue a ordenar al personal del equipo antiaéreo subir a sus puestos de defensa.  El oficial descubriría más tarde que “ninguna de las anti-aéreas estaba en condiciones de ser usadas “debido probablemente a un sabotaje”.

 

El ataque tomó al sargento José Antonio Santana, mecánico de primera clase, a punto de iniciar la reparación del sistema de transmisión hidráulico del tanque L60 número 328, de fabricación sueca, en el interior del hangar principal, próximo a las oficinas del batallón.  Un fragmento del primer cohete, que hirió a su compañero Cornelio Veras, le alcanzó de refilón el lado izquierdo de la nariz al agacharse para reparar el tanque, pero él no se percató de ello hasta que vio su camisa llena de sangre y comenzó a sentirse mareado.  Guiado por un impulso, el sargento Santana, llamado Santanita por sus compañeros, subió a otro tanque L60, con dos sargentos que se habían escondido debajo del mismo para protegerse.  Santana puso en marcha el blindado y se llevó de encuentro la puerta de malla ciclónica que delimitaba el recinto, internándose en los matorrales vecinos.

 

Fue el primero de los vehículos puesto a salvo por medio de esta maniobra.  A los pocos minutos, mientras los aviones seguían castigando las instalaciones de tanques, artillería y contra guerrillas, un número mayor de unidades blindadas burlarían el ataque escondiéndose en los montes contiguos.

 

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La difusión de la proclama tuvo un efecto explosivo en la población.  Las calles y plazas de Santiago y la capital se llenaron de manifestantes pidiendo la inmediata salida de los Trujillo.  Los odiados militares, que el pueblo identificaba con la parte más sombría de la dictadura, se convirtieron de improviso en héroes.  Barricadas improvisadas con toda clase de objetos fueron levantadas en las principales vías públicas de un ataque de las fuerzas que pudieran permanecer todavía leales a la dictadura.

 

La proclama, redactada por un prominente dirigente de la UCN reflejaba más en el fondo las ideas ucenistas que los propósitos de los militares.  La referencia al “noble y sufrido pueblo”, que era la consigna con que se identificaba el grupo antitrujillista, no dejaba dudas respecto a la notable influencia política de este grupo en la acción.  Rodríguez Echavarría no parecía un hombre apegado a las ideas que movían a la UCN.  Pero necesitaba de un sólido respaldo político para salir airoso.  Los cívicos no creían que el general era el hombre para llevar adelante un verdadero proceso democrático.  Ambos se necesitaban, eso era todo.

 

Por otra parte, el respaldo que la UCN ofrecía a Balaguer era sólo coyuntural.  Lo prioritario y fundamental consistía en echar del país a las figuras más connotadas del trujillismo.  Logrado esto, Balaguer no representaría mayores inconvenientes.  Sin el respaldo de Ramfis, difícilmente, creían, el Presidente podría sostenerse.  La lucha política realmente empezaba ahora.

 

En Santiago, centenares de personas de todas las clases sociales se presentaron a la base en señal de respaldo, llevando consigo alimentos y agua potable para los soldados.  Los actos de retaliación y vandalismo compitieron con las demostraciones de júbilo.  La furia de la multitud se volcó con saña contra los símbolos del terror y la tiranía que habían dominado la sociedad de Santiago durante décadas.

 

La Policía no resultó suficiente para controlar los desmanes y las fuerzas militares, comprometidas en el levantamiento, no estaban en condiciones de suplir refuerzos para aplacar los excesos.  Turbas armadas de palos asaltaron residencias y oficinas públicas, causando destrozos y entregándose al pillaje.

 

Una columna de unos cien manifestantes penetró por la fuerza a la residencia de Jaime Sued, en la intersección de las calles Independencia con Duarte, dejándola convertida en escombros.  La vivienda de Luís Sued, escasamente a una cuadra, en la calle Restauración con Duarte, también fue presa de la acción depredadora de las turbas.  Luis era el padre de Víctor Sued, amigo y compañero de Ramfis.  Pero sus hermanos no tenían mucha vinculación con el hijo del Generalísimo.  Nadie los relacionaba con atrocidades.  Por el contrario, muchos residentes de la ciudad reconocían que ellos habían intercedido ante Trujillo a favor de mucha gente perseguida por el régimen.  No serían estos los únicos casos de barbarismo registrados ese día en medio de la euforia popular.

 

La proclama en sí misma no esbozaba ningún plan de carácter político.  El texto, como se verá a continuación, era una simple justificación del pronunciamiento militar.

 

“Como consecuencia de la férrea dictadura que como todos sabemos ha usurpado el poder durante 32 años, el noble y sufrido pueblo dominicano se ha visto humillado, vejado y arruinado, tanto moral como físicamente, y cuando comenzábamos a ver los albores de un nuevo sistema de gobierno, gracias a la nobleza y grandeza del Honorable Señor Presidente de la República, dos insaciables personeros de esa dictadura, para decirlo en términos más claros, los señores Héctor Trujillo Molina y José Arismendy Trujillo –Petán- regresan al país desde el extranjero con el maquiavélico plan de dar un golpe de estado y simultáneamente asesinar a todos los presos políticos y opositores, que más que opositores son verdaderos ciudadanos que luchan por el establecimiento en el país de una auténtica democracia.

 

“En vista de la grave y precaria situación por la que atraviesa el país, los oficiales pilotos, secundados por oficiales de infantería y demás ramas de las Fuerzas Armadas, conscientes de su responsabilidad histórica, han resuelto respaldar sin reservas al gobierno legalmente constituido que preside el doctor Joaquín Balaguer, por considerar que el mismo es el que sigue la senda de la libertad a base de la democracia, por tanto tiempo esperada.

 

“Hacemos expresa advertencia a los militares que custodian al Presidente Balaguer que la vida del Primer Magistrado de la Nación es sagrada y deben por tanto garantizarla; de lo contrario actuaremos sin vacilaciones contra quienes se atrevan a atentar contra la misma.

 

“Asimismo, exigimos la inmediata salida del país de los señores Héctor Trujillo Molina y José Arismendy Trujillo Molina.

 

“Pedimos al pueblo dominicano conservar la más absoluta calma, en una actitud de valiente apoyo a nuestros propósitos,, dándoles la seguridad de que aplastaremos cualquier fraticida intento por alterar el orden público en esta suprema hora histórica en que está en juego la vida misma de la Patria”.

 

La noche del viernes 17, sin aparente explicación, se había dispuesto un cambio en la escolta del presidente Balaguer.  En adición a los términos de la proclama acerca de la seguridad del mandatario, la mañana del domingo 19, el general Rodríguez Echavarría llamó al coronel Rafael de Jesús Checo, nuevo encargado de la protección de Balaguer.

 

-¡Usted responde con su vida si algo le pasa al Presidente!

 

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Mientras los aviones incursionaban sobre San Isidro y el general Rodríguez Echavarría consolidaba su posición en Santiago, dos altos dirigentes de UCN cumplían una misión no menos peligrosa en Ciudad Trujillo.

 

El licenciado Federico Carlos Álvarez, secretario general adjunto, se había trasladado desde Santiago el día anterior.  De común acuerdo con la dirigencia de la organización, estableció un original sistema de comunicación telefónico para burlar la interferencia de la inteligencia militar.  Álvarez pernoctó ese sábado en la residencia de su tío, el doctor Juan Pablo Mella, en el número 65 de la calle 16 de Agosto, a pocas cuadras al norte del Parque Independencia y a una distancia ligeramente mayor al este del Palacio Nacional.  En la madrugada del domingo, Álvarez  recibió una llamada en clave de Santiago informándole que la operación “está en marcha”.

 

Después de colgar, discó el número privado del doctor Severo Cabral, quien no tardó en procurarle, manejando él mismo un carro pequeño para no despertar demasiada atención.  Los dos dirigentes cívicos se dirigieron a la emisora radial HIZ.  Cabral apuntó con un revólver al locutor obligándole a leer una proclama diciendo que se había producido un levantamiento militar y que aviones rebeldes atacaban en esos momentos a la base de San Isidro.

 

La toma de la emisora duró unos minutos.  En medio de la transmisión, Álvarez descolgó un cuadro de Trujillo colocado en un salón para visitas bautizado con el nombre del humorista Paco Escribano.  Acto seguido lo lanzó al piso con todas sus fuerzas, haciendo añicos el marco y desparramando los restos del vidrio por toda la habitación.

 

En el preciso momento en que huían, se aproximó a toda velocidad un automóvil Volkswagen perteneciente al Servicio de Inteligencia Militar, que le pasó por el lado y se detuvo  bruscamente en el edificio de la estación de radio.

 

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El C-47, con capacidad de carga de 6,500 libras y treinta personas, en que iban el teniente coronel Polanco Alegría y su co-piloto capitán Rodríguez Núñez, aterrizó sin problemas en la base de Santiago acreedor de las 8:15 de la mañana.  Las primeras misiones se estaban ya cumpliendo rigurosamente sobre San Isidro.  El general Rodríguez Echavarría salió personalmente a recibirles, cuando el avión se detuvo exactamente frente al edificio principal, pero no les preguntó por los repuestos que traían.

 

Polanco notó al general muy excitado, “natural en un momento tan difícil”, diría después.  “¿Qué buscas aquí?, le inquirió con brusquedad, diciéndole que le hacía en Barahona.  La respuesta del oficial fue igualmente brusca, recordándole su conversación de la noche anterior e informándole de la recomendación de su propio hermano, de que se dirigiera antes a Santiago.  El general les ordenó entonces que se dirijan sin pérdida de tiempo a Barahona, donde ya había enviado al general Rodríguez Méndez con instrucciones de asumir el mando de esa base.

 

Con un montón de ejemplares de la proclama ya leída por Rodríguez Echavarría en el programa radial de Unión Cívica, Polanco Alegría y Rodríguez Núñez parten de inmediato para la base sureña.  Allí lo aguardan lo que ambos considerarían después como los momentos de mayor aprieto de su carrera militar hasta entonces.

 

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El segundo teniente piloto Alfredo Hernández Díaz, de 26 años, oficial adscrito al Escuadrón Caza Bombardero, siguió al dedillo las instrucciones de llevar seis AT-6 a la pista de aterrizaje de Consuelo, a unos cincuenta kilómetros al este de San Isidro.  Era un aeródromo rústico, situado en el área del ingenio azucarero del mismo nombre, que la Aviación Militar tenía bajo su control.  Ni Hernández Díaz ni ninguno de los demás pilotos tenían la más remota idea de cuál era el propósito de su misión.  Se les había ordenado simplemente llevar los aviones al lugar.

 

El comandante del ejército de puesto en el ingenio fue quien les informó más tarde sobre las noticias del levantamiento del general Rodríguez Echavarría y su ataque aéreo a San Isidro.  Estaban desconcertados.

 

A media mañana, el mayor Juan Tejera López, de 35 años, intendente de abastecimiento aéreo, en compañía de su hermano Salvador, raso mecánico de avión, llegaron a la pista conduciendo el primero un jeep militar.  Estaban provistos de paracaídas y reclamaron la entrega de un AT-6 para unirse al levantamiento en Santiago.  El mayor Tejera acababa de trasladar a su madre del hospital de la base aérea a una casa en el poblado de Mendoza y de allí volvió al recinto en busca de su hermano.

 

Después llamó por teléfono al coronel Rodríguez Echavarría, quien ya se encontraba en Santiago.  Este le confirmó la versión del levantamiento agregando que actuaban “guiados por una causa justa” tras explicarle la situación.  Tejera le dijo que se uniría a ellos.  Pero no encontró disponible ningún avión.  Entonces se enteró de que seis AT-6 estaban en Consuelo.  Tomó un vehículo y fue directamente al ingenio.

 

El teniente Hernández Díaz, en obediencia al rango, le entregó uno de los aviones y cuando éste apenas levantaba vuelo se dirigió a los demás pilotos diciéndolos que él también se uniría al movimiento.  Los que no estuvieran de acuerdo, les dijo, podían dirigirse al este.  Al cabo de una hora aproximada de vuelo podrían aterrizar en la base norteamericana Ramey, en Puerto Rico, y ponerse a salvo.

 

Desde el aire, Hernández Díaz pudo ver, a distancia, los buques de la armada norteamericana y detrás de él, los otros cuatro AT-6 volando en dirección a Santiago.  Todos habían decidido seguirles.

 

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El teniente primero Juan Rafael Lockward Torres se levantó como venía haciendo desde hacía varias semanas, a las seis de la mañana, y se dirigió directamente al club a desayunar, en compañía del también teniente primero Larrauri González.  Después de un desayuno pesado de huevos con plátanos y chocolate, el oficial de 25 años llamó a su esposa para saber de ella y sus dos hijos, Elbys Rafael, de dos años, y Annie, de meses, ya que había dormido en la base.

 

Los dos oficiales estaban entre los ocho pilotos sentados en la amplia antesala del Escuadrón Caza Bombardero, comentando intrigados la partida de tantos aviones, cuando el estruendo de la primera oleada de cohetes estremeció las paredes del edificio.  Movidos como por una fuerza oculta, todos, al unísono, corrieron en dirección a los hangares.  Quedaban en la línea de vuelo unos diez aviones, pero pronto se darían cuenta que algunos habían sido saboteados.

 

Lockward Torres saltó raudamente sobre la cabina de su Vampiro, pero éste no encendió.  La cara de frustración del teniente coronel Ángel Ramos Usera rivalizaba con la suya,, cuando los motores del otro Vampiro, al lado suyo, tampoco respondieron.  A corta distancia al norte, a unos cuatro o cinco mil pies de altura, divisaría media hora después un B-26 volando en círculo.  El bombardero, que había despegado de la base de Santiago, buscaba exactamente el lugar en los densos matorrales donde se escondieron los tanques y los carros de asalto del Batallón Blindado y de la Artillería.

 

Varios aviones pudieron, sin embargo, despegar sin poder hacer nada contra los atacantes.  El teniente primero Octavio Alba Minaya en un P-51.  Convencidos de la inutilidad de su acción, regresaron a los pocos minutos de haber alzado vuelo.  Una de las balas disparadas por un antiaérea en el Batallón de Artillería perforó la cola al P-51, pero Alba Minaya consiguió aterrizar sin dificultad.

 

Otros aviadores persiguieron a los atacantes de regreso a su base, hasta las proximidades de Bonao, en un punto equidistante entre la capital y Santiago.  Regresaron para evitar ser atacados por refuerzos de la base rebelde.  Uno de los pilotos regresó con la información de que eran sus propios compañeros de cuerpo.  González Pomares le había dicho por radio desde su Vampiro que el asunto no era contra ellos y les pedía unirse al movimiento.  El objetivo del ataque eran los batallones de Blindado y Artillería y otras fuerzas de tierra, que Rodríguez Echavarría temía podían plegarse a un golpe planeado por Petán y Negro Trujillo.

 

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Como intendente de abastecimiento aéreo, el mayor Tejera López había estado cumpliendo las instrucciones del coronel Rodríguez Echavarría de despachar pedidos anormales de combustible a la base de Santiago.  Cuando arribó en un AT-6 para unirse en compañía de su hermano Salvador al levantamiento, le reprochó al general por no haber confiado lo suficientemente en él como para informarle de antemano de lo que se proponía hacer.

 

Rodríguez Echavarría le echó el brazo derecho sobre la espalda empapada de sudor y le dijo:

 

-¡Qué buen pendejo tú eres! ¿Por qué crees que te hice nombrar en la Intendencia y te pedía gasolina?

 

Wessin desplazó los tanques y carros de asalto dentro y en los alrededores de la base, mientras el general Rodríguez Echavarría enviaba por el coronel Grampolver Dujarric, comandante de la fortaleza del Ejército en la ciudad y su segundo, el teniente coronel Ney Garrido, éste último muy amigo de Tapia Espinal.

 

La conversación se desarrolló en una atmósfera tensa.  El general le explicó sus objetivos y le urgió a abstenerse de adoptar medidas ofensivas en su contra, so  pena de someterse a un fiero bombardeo aéreo.  Dujarric abrió los brazos para dar fuerza a su expresión:

 

-Pero general, la tropa no sabe nada.  Déjeme ir a la fortaleza a explicarles.

 

-Está bien-, consintió Rodríguez Echavarría-, pero déjame aquí a Ney.

 

Dujarric se retiró y al poco rato le llamó de vuelta diciéndole: “OK, general”.  El jefe de la base quedó en duda acerca del alcance de esta expresión, aunque no encontraría resistencia de parte de la dotación del Ejército.  El otro  problema por resolver era la Policía, al frente de la cual se encontraba un oficial muy adepto a Petán Trujillo.  Con soldados fuertemente armados, apoyados por un tanque, el general envió por él.

 

-¿Qué sucede, general, por qué ese trato?-, se le queja el oficial de policía.

 

-No te hagas el pendejo.  Tu eres amigo de Petán y me puedes joder.

 

-Aquí están mis armas.

 

Rodríguez Echavarría le permitió quedarse con ellas, pero ordenó mantenerle detenido en la base.

 

Ahora debía asegurarse la adhesión de las guarniciones de Mao y de otras localidades como La Vega, Moca y San Francisco de Macorís, que de plegarse al general Sánchez hijo, podrían ponerle en serio peligro.  Al primero a quien llamó fue al general de brigada Miguel Rodríguez Reyes, jefe de la Fortaleza de Mao.  Quien tomó la llamada fue el coronel Elio Osiris Perdomo, segundo en mando.  Le hace preguntar si reconocen a Balaguer como Presidente.  La respuesta es positiva.  “Esto no será como antes”, replica Rodríguez Echavarría, “que Balaguer daba las órdenes y se seguían las de Negro y Petán”.  El oficial asiente de nuevo.  Pero en vista de que el general Rodríguez Reyes no tomó directamente el teléfono, le ordenó colocar en el patio de la guarnición toda la artillería, con los cañones hacia abajo, en muestra de apoyo al levantamiento y de que no atacarían a Santiago.

 

Acto seguido, despachó un AT-6 a observar.  En lugar de hacer lo solicitado, el general Rodríguez Reyes evacuó su tropa hacia unos tupidos platanales cercanos y hace fuego de fusilería contra el avión, alcanzándole sin consecuencias.  El piloto dio la alarma y Rodríguez Echavarría envía entonces al teniente coronel González Pomares y al capitán Polanco Tovar a “resolver esta situación de inmediato”.

 

Los dos oficiales alcanzaron la fortaleza en sus reactores en menos de seis minutos y arrojaron un par de cohetes sobre el recinto.  Uno de ellos atraviesa la misma casa de guardia y dio muerte a un soldado que estaba aún allí.  Rodríguez Reyes llamó minutos después a Santiago y acepta sumarse al levantamiento.

 

Vuelos rasantes de Vampiros y P-51 doblegan las iniciales reservas de los comandantes de Moca, La Vega, Salcedo y San Francisco de Macorís.  El capitán Polanco Tovar cumplió otra misión esa misma mañana.  Seguido, para evitar el paso de tanques, ante informes de que San Isidro preparaba un ataque por tierra.  Dos cohetes caen sobre el mismo puente y los pilotos regresan a su base.

 

Simultáneamente, el teniente coronel Renato Malagón es enviado a destruir un puente en las afueras de Bonao, pero la bomba de quinientas libras cae en el río sin dañar la vía.  A media mañana del domingo 19 de noviembre, apenas horas después de lanzar su proclama, el general Rodríguez Echavarría parecía haber superado los peores inconvenientes.  La rebelión prometía ser todo un éxito.

 

El teniente coronel Renato Malagón fue de los pocos renuentes a hablar con el autor sobre estos episodios.  Con mucha amabilidad me dijo, ante mi insistencia:  “Todas mis experiencias militares las tengo guardadas en una caja fuerte para cuando muera mi familia haga uso de ellas como mejor crea”.

 

Posted in Destacado, Los últimos días de la era de Trujillo

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