Ramfis permaneció gran parte de la mañana del sábado 18 en su casa de playa en Boca Chica, que había convertido en residencia oficial.  El ajetreo de los preparativos de la partida del yate la noche anterior, con el cadáver del Generalísimo, y la juerga posterior con sus amigos del círculo íntimo, le habían dejado exhausto.  Las horas siguientes debía ahora dedicarlas a una tarea más delicada e importante: su propia salida del país.

 

Por razones de seguridad debía evitar que una indiscreción o un paso equivocado trastocara sus planes.  No se podía descartar que algunos altos oficiales muy comprometidos con el régimen, que iban a quedar a su propia suerte, presentaran problemas de último momento.  Salvo su círculo más íntimo, nadie sabía de su partida preparada para esa misma noche.  Ni siquiera sus tíos, Negro y Petán, habían sido informados.  Ellos sospechaban y tenían noticias provenientes de sus propias fuentes de inteligencia, pero Ramfis no les había comunicado nada con carácter oficial e ignoraban los detalles.

 

De todas maneras, Negro y Petán se habían convertido en un escollo.  Ramfis estaba decidido a irse y los hermanos de su padre le habían estado presionando para que actuara con más energía.  Además contaban con sus propios planes.  Si Ramfis se iba, incapaz de hacerle frente a la situación, ellos ocuparían su lugar y restablecerían las cosas a la forma en como estaban antes del 30 de mayo.  Las pocas semanas de exilio forzoso, al que dieron fin con su regreso indeseado apenas unos días atrás, le mostraron a ambos las inconveniencias de ser obligados a vivir en el exterior.  Fuera del país sus medallas, títulos y poderes no les servirían de nada.  El viaje por las Bermudas les enseñó que el dinero no lo constituía todo.  Personas como ellos, acostumbradas a los placeres y ventajas del poder absoluto, difícilmente se acomodarían a las restricciones que les esperarían en el extranjero.  Así que si Ramfis finalmente se iba, ellos actuarían por él.

 

El hijo de Trujillo tenía todavía cosas urgentes por resolver.  La hora de la salida ya estaba decidida y por igual la forma.  Ramfis dio órdenes para que el comandante del yate Presidente Trujillo, antigua fragata 101 de la Marina de Guerra, lo tuviera todo preparado para partir desde el puerto de Haina, a once kilómetros al suroeste de la capital y a unos treinta y tres kilómetros en total de su residencia en Boca Chica, tan pronto como él arribara a la nave, al caer la tarde.  El yate Angelita había salido del puerto de Andrés, cuyos atracaderos él podía divisar desde diferentes ángulos dentro de su residencia.

 

A media mañana, Ramfis fue informado de que la fragata estaría lista para él en cualquier momento en la tarde.  A pesar de todos los problemas, las cosas estaban saliendo bien.  Sin pérdida de tiempo, ordenó a su jefe de escolta, el fiel y circunspecto Disla Abreu, que no se le molestara innecesariamente y se encerró en su despacho con dos de los oficiales de su más íntima confianza, los coroneles Luís José León Estévez y Gilberto Sánchez Rubirosa (Pirulo).

 

Inoportunos visitantes, algunos de los cuales habían estado compartiendo la noche del jueves en lo que muchos, ignorantes del viaje habían calificado como “una fiesta de despedida”, se presentaron esa mañana del sábado 18 a la residencia de Boca Chica, sin poder verle.   Uno de los primeros fue su vecino, Pedro Pablo Bonilla (Pepé), ingeniero y amigo de infancia.

 

Bonilla poseía una casa de veraneo contigua a la de Ramfis y le visitaba con mucha frecuencia.  Era de los pocos amigos cercanos a quien la compañera de las últimas semanas de Ramfis, una atractiva rubia alemana llamada Hildergarde, corista del Lido de París, recibía en la casa con una sonrisa.  Disla atendió a Pepé mientras éste aguardaba ante la verja de entrada.  Tras una breve espera recibió instrucciones de regresar al mediodía para el almuerzo.  Pepé estaba enojado porque se había enterado a través del asistente personal de Ramfis que éste estaba preparando su viaje de partida.  César Saillant le había dicho medio en broma:

-Ramfis se va y tú no estás en la lista.

 

Saillant había partido la tarde del viernes 17 en el mismo avión que su esposa Olga hacia Nueva York.  El propósito de su viaje era adquirir en Martinica los pasajes que Ramfis utilizaría para volar de Point a Pitre a París, con un grupo de íntimos.  Y efectivamente Pepé no figuraba entre ellos.

 

El enojo de Bonilla no obedecía a esta omisión, probablemente voluntaria.  Lo que le molestaba, como a muchos otros de sus amigos, era que no se le hubiera informado.  Estaba convencido de que este viaje tendría que producirse, pero no tan pronto.  Aunque no se atrevían a admitirlo, él y los demás excluidos se sentían traicionados por Ramfis.

 

Decepcionado pero dispuesto a regresar al mediodía, Pepé se disponía a retirarse cuando otro visitante inesperado llegó al portal.  El general Rodríguez Echavarría, jefe de la poderosa base de Santiago, se apeó tranquilamente de un automóvil, mientras el conductor lo estacionaba en la calle.  El brigadier observó el vehículo oficial del mayor general Sánchez hijo (Tuntín) en la marquesina, quien había llegado antes y pidió al coronel Disla que informara a Ramfis que él también quería verle.  Mientras esperaba por una respuesta, otro vehículo militar con el general Virgilio García Trujillo, jefe de Estado Mayor del Ejército, entró sin problemas en la casa.  Las sienes del general Rodríguez Echavarría latían con fuerza mientras iba en aumento su impaciencia.  La respuesta de Ramfis le enfureció aún más.

 

-El general está ocupado ahora, pero le espera esta tarde en San Isidro.  Ramfis no tenía intención de ir esa tarde a la base aérea como se comprobaría luego.

 

Rodríguez Echavarría apretó fuertemente los puños y se dirigió con pasos rápidos a su automóvil.  Pepé escuchó perfectamente cómo le decía, hablando más bien para sí mismo:

-Si éstos pendejos creen que me van a joder a mí, van a saber quién soy yo.

 

Bonilla no olvidaría nunca estas palabras.

 

De Boca Chica, el general Rodríguez Echavarría fue directamente a la base de San Isidro.  Pero él no fue el único oficial y amigo personal de Ramfis que experimentó una profunda decepción esa tarde del sábado 18 de noviembre, cuando el jefe de Estado Mayor General Conjunto no concurriera a la base aérea.  Decenas de oficiales, especialmente entre los pilotos, su cuerpo élite, quedaron en suspenso, temerosos de la proximidad de grandes acontecimientos que escapaban a su control e inclusive a su entendimiento.

 

Pese a la ausencia de Ramfis, el general Sánchez hijo estuvo en cambio muy activo esa tarde.  Sánchez convocó a numerosos oficiales a su despacho para dar nuevas instrucciones y reiterar otras.  De apenas 28 años, Sánchez era el oficial de más alta graduación en la base después de Ramfis.  Hijo del general del mismo nombre, fue promovido rápidamente hasta alcanzar el más alto nivel del escalafón militar.  Estaba vinculado a la familia Trujillo por lealtad y vínculos sanguíneos.  Fue originalmente un oficial de carrera del Ejército, cuerpo al que llegó a la jefatura de Estado Mayor, posición desde la cual fue llamado por Ramfis, después de asesinado Trujillo, para comandar la aviación.

 

Los pilotos no sentían simpatías muy profundas por este oficial surgido de un cuerpo ajeno al suyo.  Pero aceptaban su autoridad como algo normal en la vida militar y reconocían sus innegables dotes de mando.

 

Durante toda la tarde, el recinto se convirtió en un verdadero hervidero de rumores de todo tipo.  La entrada y salida de oficiales de la más alta graduación de todos los cuerpos –Ejército, Marina y Policía- intensificó la inquietud entre la oficialidad más joven.  Algunos oficiales, guiados por su instinto, se valieron de distintos pretextos para enviar a sus esposas e hijos a la ciudad, previendo que podrían correr riesgos en sus casas del barrio de oficiales, en la eventualidad de hechos mayores.  Esta precaución les permitiría a muchos dormir tranquilos y actuar más libremente horas después, al producirse un desenlace que nadie imaginaba esa tarde.

 

Uno de los oficiales convocados a la reunión la noche de ese día, fue el mayor general Francisco González Cruz, secretario de las Fuerzas Armadas.  En teoría este era el militar más importante, pero su poder era simplemente ceremonial.  En realidad, González Cruz más que militar era médico.  Antes de ser designado en el cargo, el oficial médico general y cirujano con un postgrado en urología en Washington, había sido uno de los médicos personales de Trujillo.  Fue él precisamente el jefe del grupo de facultativos que embalsamó el cadáver de Trujillo, con la asistencia de los doctores Abel González, propietario de una clínica privada del mismo nombre, el doctor José Sobá y el doctor Bergés.  La operación había tenido lugar en una de las habitaciones de la tercera planta del Palacio Nacional, al día siguiente de su asesinato.

 

Después de muerto el Generalísimo, Balaguer haciendo uso de sus facultades como Presidente, le llamó un día a su despacho y le dijo:

 

-General, he decidido nombrarle al frente de la cartera de las Fuerzas Armadas.

 

El tranquilo oficial de 51 años, que era vecino suyo en la avenida Máximo Gómez, trató de protestar con un razonamiento muy propio de su lógica de profesional consagrado a la medicina.

 

-Señor Presidente, yo lo que soy es médico.  Yo podría serle más útil en la Secretaría de Salud Pública.

 

Con la parsimonia que se haría luego legendaria, Balaguer le palmó los hombros.

 

-No se preocupe, General. Yo le necesito ahí.

 

González Cruz había sido convocado mediante una llamada telefónica al promediar la mañana.  El hecho de que él fuera llamado a San Isidro sin conocimiento de lo que allí se trataría, subrayaba el carácter estrictamente protocolar de su mando.  En situación normal, él, como secretario de las Fuerzas Armadas, debía dar las órdenes y fijar las reuniones.  Este por supuesto no era el caso.  Como hombre realista aceptaba tranquilamente esta ironía de su vida militar.

 

Cuando llegó a la base, alrededor de las ocho de la noche, no se le permitió entrar a ella.  El oficial superior teniente coronel piloto Ángel Ramos Usera, le informó que la reunión había sido cancelada y que no se recomendaba su presencia allí a esas horas.  Podía ser inconveniente para su propia seguridad.  El mayor general González Cruz recordó los rumores de que los Cocuyos de Petán proyectaban atacar a San Isidro y se retiró sin protestar.

 

Tampoco pudo penetrar al recinto otro de los más altos oficiales de las Fuerzas Armadas, el general Pedro V. Trujillo Molina, tío de Ramfis, que fue devuelto con el mismo pretexto.  Ramos Usera se vería precisado a dar idéntica explicación, a la entrada del recinto fuertemente custodiado, a numerosos oficiales que se apersonaron allí casi uno detrás del otro.

 

La reunión de altos jefes militares había sido parcialmente cancelada por el general Sánchez después de su encuentro con Ramfis en los muelles de Haina, para despedirle en la cubierta del yate Presidente Trujillo.  A la misma sólo se permitiría la participación de un grupo de oficiales seleccionados.

 

Sánchez me dijo, en una entrevista celebrada después del mediodía del 30 de noviembre de 1990, en el restaurante Vizcaya en Santo Domingo, que hasta ese momento desconocía los planes de Ramfis para abandonar el país.  Esta versión es difícil de creer si se analiza el papel que el general Sánchez desempeñara en las horas siguientes y anteriores a ese encuentro de despedida en el yate.  La razón por la que se suspendiera la reunión de oficiales de esa noche del 18 de noviembre de 1961 era porque se creyó innecesario dar participación en los planes a tanta gente.

 

Obviamente, los planes habían sido cambiados.  Los Trujillos no podían confiar más en Balaguer y éste tendría que ser sacado del Palacio Nacional.  “Habían dudas con respecto a ciertas cosas de Balaguer”, me confiaría Sánchez casi 30 años después.  Sin lugar a dudas las acciones a tomar ahora, ya Ramfis fuera,  no podían ser confiadas a determinados oficiales.

 

Sánchez dio instrucciones para dispersar los aviones llevando la mayoría de éstos a diferentes puntos del país.  La idea era evitar que una sola guarnición tuviera demasiado poder de fuego para frustrar por sí misma los planes de golpe de estado.  Esta orden insólita favorecía los propios planes de quienes habían estado tratando por su cuenta la posibilidad de iniciar acciones para cambiar favorablemente las cosas.

 

Para los tenientes coroneles Manuel Ramón Durán Guzmán, José Nelton González Pomares y Raymundo Polanco Alegría y el coronel Santiago Rodríguez Echavarría, el momento parecía haber llegado.  Ido Ramfis no sería difícil convencer de una acción al general Rodríguez Echavarría.  Sin él era poco lo que podía hacerse, ya que se requería de una base de operación y ésta no podía ser otra que la de Santiago.

 

Pero la noticia de que Ramfis se había embarcado hacia el exterior, no se conocería en San Isidro hasta después de las ocho de la noche.  Sánchez convocó a los pilotos de más alta graduación a su despacho.  Antes tuvo una reunión en privado con el licenciado Emilio Rodríguez Demorizi, secretario de Educación, amigo personal y asesor de Ramfis.  San Isidro necesitaba un discurso para justificar el golpe contra Balaguer, a lo que seguiría el asesinato de líderes de la oposición.  Supuestamente el objetivo era provocar un caos de tal magnitud que convenciera a los norteamericanos de la necesidad de un regreso definitivo de Ramfis, bajo términos más auspiciosos.

 

Sánchez me dijo que él no tenía conocimiento de una lista de políticos que iban a ser asesinados.  Sin embargo, admitió que existía el propósito de separar del cargo a Balaguer, lo que no se hizo por la debilidad e indecisión de Negro Trujillo.  Aparentemente el plan debió ejecutarse esa misma noche, sábado 18 de noviembre.  La negativa de la misión militar norteamericana a respaldar una acción de este tipo disuadió finalmente a los organizadores.  Sánchez me dijo que advirtió a Negro que si no se actuaba contra Balaguer, él y los demás se verían precisados a irse en pocos días.

 

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Aunque no pudo ver a Ramfis, el general Rodríguez Echavarría sí pudo reunirse con el general Sánchez, su superior inmediato.  Un grupo cada vez más grande de oficiales con tropas bajo su mando, colmó el amplio despacho del jefe de Estado Mayor de la Aviación Militar.  El general de brigada Félix Hermida hijo, del Ejército, y el coronel Marcos Jorge Moreno, ex-ayudante militar de Trujillo, jefe de la Policía, figuraba entre ellos.

 

Por el aparato de radio colocado en el mueble detrás del escritorio del general Sánchez, los presentes se enteran oficialmente de la salida de Ramfis.  Se hizo un silencio pesado en el ambiente y los oficiales se interrogan con la mirada.

 

Rodríguez Echavarría, que ya ha tomado una decisión, le espetó señalando con la mano derecha al radio:

 

-General ¿es que nos estamos volviendo locos?

 

Sánchez le respondió que la noticia se había difundido en cumplimiento de una orden del propio Ramfis.  Rodríguez Echavarría comentó que aquel ha incurrido en una “traición” a sus amigos oficiales. Aprovechando la confusión, salió momentáneamente a la sala de espera, y ordenó al teniente primero Daniel Torres Alfonso, su co-piloto, que preparara su Beechcraft, para una salida inmediata y lo colocara a la cabeza de la pisa, con los motores encendidos, tras cerciorarse de cómo estaba el tiempo sobre Santiago.

 

Sintiéndose acorralado, Rodríguez Echavarría comprendió que no hay tiempo que perder.  Si Petán se hacía con el poder, él estaría liquidado.

 

Existía entre ambos una rivalidad muy vieja que él pudo salvar sólo por su amistad con Ramfis.  Rodríguez Echavarría, “Chavá”, como le llamaban sus subalternos, era un oficial cascarrabias muy exigente y duro, que solía ser comprensible, sin embargo, con sus oficiales.  Su carácter y apego a las normas militares eran legendarios en las Fuerzas Armadas.

 

En más de una oportunidad se la había jugado en defensa de sus principios.  Los pilotos le tenían en muy alta estima porque durante los días posteriores a la invasión guerrillera de junio de 1959, que puso en serios aprietos al régimen de Trujillo, se había tratado de presionar a los aviadores para que golpearan a los prisioneros detenidos en la pequeña base de Constanza, convertida en el centro principal de operación aérea contra los expedicionarios.  Rodríguez Echavarría enfrentó a su superior, reclamándole que los pilotos estaban hechos para volar y atacar desde el aire, no para esa clase de trabajo.

 

Alrededor de las 8:45 de la noche, el general Sánchez dio por terminada la reunión con un bostezo.  “Yo me voy”, dijo.  Rodríguez Echavarría no puede quedarse callado: “Yo también” y el salón se vació rápidamente.

 

Nadie estaba dispuesto a apostar qué sucedería.  En toda su carrera militar, ninguno de los oficiales allí reunidos, en medio de una situación tan delicada y tensa, había sentido como en esa noche la sensación de incertidumbre colectiva que los embargaba.

 

Cada uno sintió, era cierto, preocupación por sí mismo.  Pero también los desconcertaba lo que pasaría en las Fuerzas Armadas.  Habían pasado su vida ahí dentro y no se imaginaban cómo sería ésta fuera de esos recintos.

 

Un solo oficial no parecía abrumado por los detalles de dicha reunión.  Era el coronel Ed Simmons, jefe de la misión militar norteamericana, que se había estado moviendo de un lugar a otro en las últimas horas por toda la base.

 

Simmons abordó su automóvil pero no se iría de inmediato del recinto.  Todavía hablaría con otros oficiales.

 

El teniente coronel Raymundo Polanco Alegría, comandante del Escuadrón Caza Ramfis, vio penetrar al general Rodríguez Echavarría a la jefatura de Estado Mayor y le siguió, uniéndose al numeroso grupo de oficiales que atestaba el amplio despacho.  El aparato de aire acondicionado estaba encendido pero el calor era sofocante.  Polanco entró a tiempo para escuchar cuando la radio anunciaba la salida de Ramfis y decidió esperar afuera, bajo el aire fresco de la noche clara.

 

Terminada la reunión, Polanco Alegría persuadió a Rodríguez Echavarría a subir a su auto, un Oldsmobile negro modelo 1956, que abordaba también su acompañante, el mayor Pericles Peralta, oficial de infantería de puesto en Santiago.  En el trayecto por el interior de la base le preguntó:

 

-¿Qué vamos a hacer?

 

Rodríguez Echavarría permaneció callado, como sumergido en sí mismo.

 

Chavá, por Dios, ¿qué vamos a hacer?

 

La respuesta fue ahora rápida y tajante.

 

-¡Tú sabes lo que tienes que hacer.  Háblate con Chaguito!

 

Los dos oficiales se despidieron, pero el general no subió inmediatamente al avión, sino que abordó otro vehículo, el que le había sido asignado ese día, y se dirigió al Escuadrón Caza Bombardero y allí ordenó al teniente coronel Federico Fernández Smester llevarse un par de escuadrillas (ocho) de aviones Vampiro MK-5, los más rápidos, para Santiago, con los primeros rayos del sol.  “La suerte está echada”, le dijo, dejando desconcertado al oficial.

 

Luego invitó al coronel Luís Beauchamps Javier a trasladarse esa misma noche a su puesto de mando.  El jovial y tranquilo oficial le respondió que lo haría al día siguiente, porque había venido manejando su propio carro desde Barahona, distante a doscientos kilómetros.

 

-¿Qué jodido piloto eres tú, Luís, que andas en auto?-, le reprochó.  Beauchamps sonrió de buena gana ante la ocurrencia de Chavá y decidió aceptar el consejo.

 

Después de hablar con Fernández Smester, Rodríguez Echavarría se dirigió a la pista y se contraría al no encontrar allí su avión listo para el despegue.  Estaba todavía en el estacionamiento, cerca del hangar de su Escuadrón.  Preguntó allí por Santiago, su hermano, pero a quien vio fue al teniente coronel González Pomares, a quien dijo:

 

-Dile a Chaguito que se lleve el mayor número de aviones para Santiago, porque si no le va a llover mierda.

 

González Pomares sonrió, por entender que finalmente Rodríguez Echavarría se había sumado al movimiento.

 

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Un pasajero inesperado subiría al Beechcraft con el comandante de la base de Santiago a su regreso a esa ciudad.  El capitán Pedro Julio Guerra Ubrí (Tingo), de 22 años, ascendido apenas esa misma mañana, tenía órdenes del general Sánchez de irse en el avión con Rodríguez Echavarría, para hacerse cargo del comando del Quinto Escuadrón de Seguridad de Base, con asiento en Santiago.  En el país existían sólo cinco de esos escuadrones, tres en San Isidro, uno en Santiago y otro en Barahona.

 

Guerra recibió el día anterior en su puesto de comandante de unidad de caballería del Batallón Blindado de la base de Barahona, una comunicación de la jefatura ordenándole presentarse al día siguiente, sábado 18, a media mañana en San Isidro ante el general Sánchez.  Su compañero de promoción, el también primer teniente Riccio Schiffino Saint Amand, recibió una comunicación similar.  La nota no decía de qué se trataba, por eso Guerra Ubrí quedó agradablemente sorprendido cuando el jefe de Estado mayor le hizo alzar la mano derecha para imponerle el ascenso.  Sus nuevas instrucciones eran la de subir al avión con Rodríguez Echavarría para asumir sus nuevas funciones en Santiago.

 

El oficial había dejado su pequeño automóvil Zephir 6, inglés, de color azul celeste, a la entrada del recinto, frente a la casa de guardia, porque creía que iría a regresar ese mismo día a Barahona.  Ahora, como desconocía la hora de vuelo del general Rodríguez Echavarría, se pasó todo el largo y caluroso día yendo de un lado a otro de la base, cuidando de no perder el avión, ya que esa posibilidad podía costarle su nuevo puesto.

 

Cuando el comandante de Santiago se presentó ante el avión él estaba allí esperando desde hacía horas.  El general no puso objeciones cuando Guerra Ubrí le dijo cuáles eran sus instrucciones.  Cuatro oficiales abordaron el Beechcraft esa noche: Rodríguez Echavarría, su asistente el mayor Pericles Peralta, el co-piloto primer teniente Danilo Torres Alfonso y el flamante capitán trasladado desde Barahona.

 

Este hecho involucraría a Guerra Ubrí en acontecimientos que afectarían su ascendente carrera militar.

 

Beauchamps también tenía cosas que hacer antes e trasladarse a su puesto en Barahona, como por ejemplo saludar a algunos pilotos.  Uno de ellos era el coronel Santiago Rodríguez Echavarría, subjefe técnico de la aviación.  En el Club de Oficiales encontró de nuevo a su hermano Chavá y al coronel Simmons.  El segundo señaló con una regla sobre un mapa de la costa, mientras el general Rodríguez Echavarría saludó cortésmente a Beauchamps con estas palabras:

 

-Luis, eso que acabas de ver, te lo guardas ahí, haciéndole una señal obscena sobre el trasero.

 

Beauchamps despegó momentos después en un AT-6 piloteado por él mismo.  Diez minutos más tarde, el Beechcaft alzó vuelo con destino a Santiago.

 

El teniente coronel Ramos  Usera comprobó la hora de salida de éste último, las 10:20 de la noche.  Como oficial superior debía tener conocimiento previo de ese despegue y no lo tenía.   Llamó a la torre de control y fue informado de que Rodríguez Echavarría había salido pilotando él mismo el aparato para su base.  Como era su deber, Ramos Usera dio cuenta al general Sánchez de la novedad y éste no pareció darle demasiada importancia al hecho.

 

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El ruido del avión sobre Santiago alarmó a Esperanza, la esposa de Ramón Tapia Espinal, abogado de 33 años.  No era común a esa hora, pasadas las once de la noche.  Inquieta despertó a su esposo que había estado muy agitado durante todo el día de una reunión política a otra.  Tapia no tuvo dudas de que era Rodríguez Echavarría, que regresaba de San Isidro.  Había pedido a su esposa que llamara a Lolín, la esposa del oficial, para indagar si éste había regresado, antes de recostarse y quedar dormido por el cansancio de una jornada intensa.

 

La causa de la espera angustiante de Tapia tenía una larga historia detrás.  El joven abogado de tez mestiza y más de seis pies de estatura, mantenía una estrecha relación con Antonio de la Maza, uno de los participantes directos en la emboscada en que pereció Trujillo.  Habían compartido muchas ilusiones y tragos en otros tiempos.  Cuando el dictador dispuso la muerte de Octavio de la Maza, hermano de Antonio, y piloto militar, Tapia le comentó a su esposa: “Hasta aquí llegó (De la Maza) con Trujillo”.  Tenía la seguridad que su amigo no le perdonaría jamás dicho crimen al Generalísimo.

 

En la Navidad de 1960, De la Maza se le acercó para informarle del complot para matar a Trujillo.  Podían contar con él.  Tapia ejercía la abogacía en Santiago en la misma oficina con Luis Mercado y Francisco Augusto Lora.  El primero era un inquieto joven que escaló posiciones muy rápidas desde la caída en desgracia del general José Estrella, dueño y señor de Santiago por años.  Lora, compadre suyo, estuvo preso en 1934 por haber tomado parte en un complot, en los tiempos de consolidación de la Era.  En sus años universitarios, Tapia participó en actividades clandestinas contra el Jefe formando parte de Juventud Democrática en 1946.

 

Un día le visitó en su oficina de abogado el doctor Luis Gómez Pérez, uno de los principales forjadores del Catorce de Junio, para que se adhiriera a este movimiento de resistencia clandestino.  El interés de Gómez era ponerse también en contacto con otras personas en Santiago en las que se pudiera confiar políticamente.  Tapia le puso en contacto con Carlos Aurelio Grisanty (Cayeyo), quien también había sido de Juventud Democrática.

 

El descubrimiento de las actividades conspirativas de este grupo desató una de las mayores olas de represión de toda la historia de la Era de Trujillo.  Pero Tapia no fue arrestado, como ocurrió en cambio con cientos de jóvenes en todo el país, los cuales fueron sometidos a salvajes procedimientos de tormento físico.  Muchos de ellos fueron asesinados y sus cadáveres desaparecidos para no dejar huellas de tanta barbarie.

 

Los del Catorce de Junio que no fueron detenidos pasaron a formar parte de un nuevo movimiento denominado inicialmente Frente Cívico de Unidad Nacional, cuyo primer gestor en el Cibao lo fue el doctor Ángel Severo Cabral.  Este estaba muy vinculado al licenciado José Tapia Brea, pariente de Ramón Tapia, quien, naturalmente, se asoció al nuevo grupo, en los inicios de su gestación a mediados de 1960.  En este naciente movimiento fueron enrolados jóvenes profesionales de Santiago, La Vega, Moca y San Francisco de Macorís, entre ellos los doctores Salvador Jorge Blanco y Carlos Federico Álvarez.  En la finca del padre de este último, en Licey al Medio, se celebraron las primeras reuniones.  Los asistentes más asiduos y decididos en esa primera etapa eran el doctor José Augusto Vega Imbert, René Alfonso Franco, cuyo antitrujillismo provenía de los años de Juventud Democrática, Víctor Franco Santoni, los hermanos Hugo y Rubén Álvarez Valencia y Guillermo Sánchez Gil, entre muchos otros.

 

Naturalmente Tapia no solo estaba debidamente informado del complot contra Trujillo por De la Maza, aunque no conocía la identidad de los implicados, sino también a través de Severo Cabral, quien formaba parte de la conjura.  Cabral había gestado el consentimiento del Frente Cívico de Unidad Nacional para poyar a los conjurados, luego de cometido el magnicidio.

 

Días después de la muerte de Trujillo, Vega Imbert visitó a Tapia en su oficina.  Era un sábado al mediodía.  Si el Frente Cívico no salía a la luz pública, le dijo el visitante, pasaría lo mismo que en Nicaragua luego del asesinato de Anastasio (Tacho) Somoza: se quedarían los Trujillo gobernando.

 

El razonamiento le pareció correcto y el tema fue planteado a la jefatura del Frente que estuvo a su vez de acuerdo.  Así surgió la Unión Cívica Nacional, nombre sugerido por Manuel Lama Mitre, que había sido dirigente del Catorce de Junio y pasado algún tiempo en prisión por actividades contra el régimen.  El acuerdo trascendental, adoptado el 12 de julio de 1961 en la residencia del doctor Viriato A. Fiallo, en la capital, sólo pudo ser logrado tras superar un impasse relacionado con el nombre del movimiento, al que pertenecerían, sin renunciar a las obligaciones con su grupo, la gente del Catorce de Junio.

 

La amistad de Tapia con Rodríguez Echavarría venía de la época en que ambos eran estudiantes del bachillerato, en los primeros años de la década de los 40, en la Escuela Normal de La Vega. Uno siguió la universidad y el otro ingresó a la milicia como cadete de aviación.  La amistad volvió a reanudarse, como si el tiempo no hubiera pasado, cuando el último fue designado comandante de la base aérea de Santiago.  A pesar del historial político de Tapia, se veían con frecuencia por las tardes para jugar al dominó en el Santiago Tennis Club, situado en la calle Colón, próximo a la salida hacia Puerto Plata, aproximadamente a un kilómetro de la base.

 

Ya muerto Trujillo, Tapia y el general restablecieron sus relaciones de forma tan íntima que el tema de la salida de los demás funcionarios del régimen dominaba sus conversaciones entre partida y partida de dominó, cuando podían hablar sin ser escuchados, retirándose a cierta distancia de la mesa de juego, mientras otros compañeros los reemplazaban en sus turnos de perdedores.  Ambos estaban conscientes de que para esa época los norteamericanos confiaban en la capacidad de Ramfis para permanecer al frente de las Fuerzas Armadas, temerosos de que su salida produjera un gran vacío de autoridad y llevara al país hacia el caos militar y político.  Rodríguez Echavarría compartía esa apreciación y se abstendría de tomar parte en cualquier movimiento mientras estuviera Ramfis en el país.  Tapia comprendió que convencerle tomaría algún tiempo, aunque no sería imposible.

 

Un día, a comienzos de septiembre, Tapia fue requerido por la alta dirigencia nacional de UCN en Ciudad Trujillo con carácter de urgencia.  La cita era en la casa de Viriato Fiallo, en la esquina de las calles Padre Billini y 19 de Marzo, en la zona colonial, con quien le unían estrechos vínculos.  Ramón había sido compañero de promoción de Rafael, un hijo de Fiallo.   Pero ese día, no se trató ningún tema familiar.  Fiallo quería que Tapia fuera inmediatamente a la residencia de Alfredo Lebrón, en la calle Pasteur, para entrevistarse con el coronel Ed Simmons, de la embajada de los Estados Unidos.  Le adelantó su creencia de que el agregado militar le trataría acerca de una eventual salida de Ramfis y la “preocupación” norteamericana respecto a quien le sustituiría en caso de producirse.

 

Simmons, oficial de Infantería de Marina de poco más de 40 años, era un hombre muy alto y delgado, de penetrantes ojos azules y pelo rubio cortado casi al ras.  Su traje militar parecía confeccionado a la medida.  Simmons le dijo a Tapia que era casi segura la próxima salida del hijo del dictador y que su ausencia sólo podía ser llenada satisfactoriamente por un oficial de aviación.  Este era el cuerpo mejor dotado de las Fuerzas Armadas ya que poseía los aviones, en cantidad que sobrepasaba el centenar, los tanques y piezas de artillería más modernos.  Los agregados militares norteamericanos creían que entre Rodríguez Echavarría y el general Rodríguez Méndez, comandante de la base de Barahona, podía estar ese sustituto, aunque en condiciones de elección preferirían al primero.

 

Negro y Petán estaban planeando algo macabro, le informó Simmons, para tan pronto como se fuera su sobrino asesinar a toda la alta dirigencia de UCN, en especial a la del Catorce de Junio, que formaba parte del movimiento manteniendo su identidad como partido, para hacerse ellos con el poder.  Simmons quería determinar si podía contar con UCN en los esfuerzos por reclutar a esos oficiales.  Tapia regresó a informar a Fiallo y partió de regreso a Santiago esa misma tarde.

 

Inmediatamente abordó a Rodríguez Echavarría en el Tennis Club, quien se mostró incrédulo con respecto a la salida de Ramfis.  Tapia insistió si él estaría dispuesto a evitar el plan de los Trujillo, en la eventualidad de que fuera cierto, que incluía la eliminación física de Balaguer. Rodríguez Echavarría reveló que él también podía ser eliminado, porque no se llevaba bien con los tíos, y tras un breve silencio le aseguró que actuaría “enérgicamente” si Ramfis se iba.  En ese caso podían contar con él.  Era todo lo que Tapia necesitaba saber.  Le agradeció al general y le dijo:

 

-Sé que un biznieto del prócer Santiago Rodríguez no se va a dejar vencer por el miedo.

 

Tapia volvió a la mañana siguiente a Ciudad Trujillo para informar a Fiallo y reunirse de nuevo, en la misma casa de la calle Pasteur, con el coronel Simmons.  Pasarían muchas semanas antes de que volviera a verle.

 

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La mañana del sábado 18 de noviembre, mientras procedía a desayunar, Tapia recibió otra llamada requiriéndole presentarse a la casa del doctor Antinoe Fiallo para algo “muy importante”.  La situación era grave.  Ramfis se iba definitivamente y sus tíos querían asaltar el poder.  La “cacería humana” planeada comenzaría esa misma noche.  Tapia debía ir nuevamente a la casa de la Pasteur para hablar con Simmons, quien le repitió que Ramfis se iba esa noche.  El oficial sabía de la presencia de Rodríguez Echavarría en una reunión de altos oficiales en la Base de San Isidro.  Como medida de precaución, los Estados Unidos estaban acercando su flota del Caribe a las costas dominicanas para evitar la consumación del golpe trujillista.

 

Simmons recomendó el regreso inmediato de Tapia a Santiago porque entendía que la reunión de San Isidro estaba al terminar y él debía convencer a Rodríguez Echavarría a actuar con rapidez.  Tapia no poseía automóvil y había viajado a la capital en un vehículo de la Línea Duarte.  Vega Imbert y Federico Carlos Álvarez, que estaban en la ciudad, le informaron que José Vega, tío del primero, y su esposa Virginia, que era ciudadana norteamericana, regresarían a Santiago esa misma tarde y él podía irse con ellos.  El vehículo llegó a Santiago en la tarde.

 

Informada ya de los acontecimientos, la directiva provincial de UCN se hallaba reunida de urgencia.  Tapia fue primero a su casa a cambiarse de ropas.  Esperanza le dijo que doña Lolín, esposa de Rodríguez Echavarría, le había llamado muy alarmada porque éste, que salió de madrugada para San Isidro, no retornaba todavía.  Ella estaba muy preocupada por las noticias que corrían de boca en boca, y temía que Tapia hubiera involucrado a su marido en alguna acción de tipo político.

 

Optó por no llamar a Lolín porque sabía que su teléfono estaba intervenido por el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) y se dirigió al local de la UCN para informar al pleno de los resultados de su misión, sin omitir detalles.  Los planes de acción fueron aprobados sin demora y el presidente de la directiva, licenciado Manuel Ramón Cruz Díaz, encargó otra misión a Tapia y a su amigo Alejandro E. Grullón Espaillat, en extremo peligrosa por la hora, pero vital para el éxito de los planes.

 

Los dos amigos debían dirigirse a Moca,  La Vega y San Francisco de Macorís para poner a los dirigentes cívicos al tanto de lo que iba a suceder.

 

Grullón, de 32 años, era un próspero empresario, miembro de una de las familias más conocidas de Santiago.  Formó parte del grupo exclusivo de personalidades que fundara la UCN.  Tenía a su cargo una oficina casi personal, llamada por él La Coordinadora, encargada de mantener debidamente informado a los demás comités de las directrices del comité provincial de Santiago.  La verdadera razón de su militancia política había sido el asesinato por órdenes de Trujillo, en noviembre de 1960, de las hermanas Mirabal, una familia muy apreciada de Salcedo.  Ese asesinato causó una profunda impresión en el joven hombre de empresa que pensó que había que hacer algo para derrocar al régimen.  Alejandro Grullón había estado vinculado por tíos y primos a movimientos antitrujillistas en el pasado.  Aunque su familia no estaba tildada como enemiga del gobierno, sí se le consideraba como “indiferente”.

 

Cuando Trujillo fue muerto en una emboscada el 30 de mayo, Grullón tenía ya forjada una idea muy precisa sobre los métodos represivos de la dictadura.  De manera que a la primera oportunidad se enroló en un movimiento para derrocarla.

 

De la sede provincial de UCN, los dos amigos salieron hacia la casa paterna de Alejandro, don Manuel Grullón Rodríguez Objío y Amantina Espaillat, tía de Manuel Enrique Tavares Espaillat, preso desde comienzos de junio por complicidad en la muerte del Generalísimo.  Alejandro vivía al lado de sus padres, en la avenida Franco Bidó (más tarde Duarte), cerca del lugar conocido como La Junta de los Dos Caminos, que dividía la carretera en dos vías hacia Tamboril y Moca.  Después de informar a sus padres acerca de su misión fuera de la ciudad, Alejandro se despidió de su esposa Dinorah, y le dijo a su chofer Roberto Crespo, de 25 años, que condujera.

 

Horas después, Grullón dejó a Tapia de vuelta en su casa y éste, cansado por el ajetreo del día, se acostó casi rendido por el sueño.  Esperanza llamó de nuevo a Lolín para indagar si Rodríguez Echavarría había regresado.  Todavía le estaba esperando.  Tapia consultó su reloj.  Eran las 10:30 de la noche.  Tenía apenas media hora recostado cuando su esposa le despertó alarmada por el ruido del avión sobre la ciudad.

 

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Toda la noche estuvo Polanco Alegría buscando al coronel Santiago Rodríguez Echavarría, por la base, cuidándose de no despertar sospechas.  El hermetismo del hermano de éste, a quien habían otorgado el comando de la operación, en la víspera de los acontecimientos, despertó en él una preocupación profunda.  La vida de ellos dependía de un hilo y la más ligera equivocación o indecisión podía resultarles cara.

 

Finalmente encontró a Chaguito en su habitación alrededor de las 4:00 de la mañana del domingo 19.  La operación debía comenzar en minutos y había que ponerse en marcha.

 

Con el fin de precisar lo planeado, Polanco Alegría le contó la conversación sostenida horas antes con el general.  Pasaron revista a la situación y Chaguito le recomendó que viera de nuevo a su hermano.  Eso implicaba un cambio en los planes, puesto que él tenía previsto trasladarse directamente a Barahona. Por su parte, Santiago Rodríguez Echavarría se iría a la base bajo el mando de su hermano en un C-46, para que en la eventualidad de un fracaso todos los pilotos pudieran ponerse a salvo volando a Puerto Rico.

 

Años después se utilizaría ese dato para endilgarle a Rodríguez Echavarría que él tenía planeado abandonar el país con sus familiares, a quienes había congregado en la base de Santiago en la madrugada del domingo 19 de noviembre, sin importarle la suerte de sus compañeros pilotos comprometidos en el levantamiento.  La acusación nunca pudo ser probada.  La verdad es que el C-46 se utilizaría para proteger la vida de los pilotos.  Los familiares de Rodríguez Echavarría saldrían, en el caso de un fracaso, en otro avión similar que se había reservado para tales fines.  Esta contingencia estaba prevista, pero fue desechada en las primeras horas de la mañana del 19, cuando se hizo claro que el triunfo de la sublevación estaba asegurado.  Finalmente, Chaguito  no voló a Santiago en el C-46.  Por razones nunca explicadas, a última hora decidió hacerlo en un Vampiro MK-5.  Poco antes de morir en un accidente de aviación, a finales de 1990, me dijo que el cambio de avión no respondió a ningún plan específico.  “Simplemente me decidí por un Vampiro, porque me pareció que era la vía más rápida para llegar a Santiago”.

 

 

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El anuncio radial acerca de la partida de Ramfis se expandió rápidamente por todo el recinto de la base, creando un ambiente de incertidumbre y expectación.  Pero las nuevas preocupaciones del teniente coronel González Pomares tenían relación con un cambio de orden.

 

Después de leer por tercera vez la tirilla, descolgó el teléfono de su escritorio y discó el número del coronel Durán.

 

-¡Ven inmediatamente.  Hay un problema!-, le dijo.

 

Durán abordó velozmente su auto y se dirigió a la oficina del comandante del Escuadrón Caza Bombardero, situado exactamente debajo de la de Ramfis, en el edificio ubicado en un punto central de la base, que también alojaba a la jefatura de Estado Mayor, donde momentos antes el general Sánchez había reunido a los oficiales superiores de distintos cuerpos.

 

El coronel Rodríguez Echavarría estaba ya junto a González Pomares cuando Durán llegó al despacho de este último, con notoria excitación.  El jefe de la base de Santiago había despegado ya en su Beechcraft y el coronel Beauchamps estaba en vuelo hacia Barahona en un AT-6.  Tenían que tomar una decisión sin detenerse a pensarlo mucho.  Las horas pasaban y el temor a una acción golpista de los familiares de Ramfis crecía a medida que avanzaba la noche.

 

La última orden del general Sánchez de dejar los seis mejores aviones Vampiros MK-5, en la base de San Isidro, podía prestarse a infinidad de interpretaciones.  Sánchez instruyó a los jefes de escuadrón y a comandantes de operaciones dispersar los aviones de combate a los diferentes campos de aviación controlados por la fuerza aérea.  Una semana antes se había cumplido una tirilla en ese sentido, disposición que fue revocada casi inmediatamente después.  El grupo del coronel Durán llegó a la conclusión entonces de que se trataba de una operación simulada para garantizar el traslado efectivo cuando la jefatura lo considerara necesario.

 

El objetivo de dispersar los aviones entraba en los planes del general Sánchez y los tíos Negro y Petán de dejar la base de San Isidro libre de oposición, para cuando estuviera dispuesto el golpe.  La salida de Ramfis parecía la señal esperada y los jóvenes coroneles disponían ahora sólo de su habilidad y su capacidad para proceder, en abierto desafío a la jefatura, con el fin de impedir una catástrofe.

 

La última orden del general Sánchez dificultaba sus propios planes de aprovecharse de la orden anterior de dispersar los aviones, para hacerlo de acuerdo con sus objetivos.  Habían acordado despachar los aparatos más veloces para Santiago y Barahona, enviando los demás a otros lugares, a fin de poder actuar al día siguiente sin temor a una reacción de sus compañeros pilotos, que en un momento de indecisión y en apego a la disciplina, probablemente se pondrían del lado opuesto.  El apoyo obtenido del general Rodríguez Echavarría tenía como propósito fundamental evitar asimismo una reacción adversa de Santiago.  Y contar, además, con una eventual base operativa, en caso de que las cosas no salieran como estaban planeadas.  Su plan era llevarse fuera de San Isidro “todo lo que sirviera”.  La nueva orden del general Sánchez planteaba pues un inconveniente grande e inesperado.

 

Durán encontró la solución.

 

-Eso no es problema- dijo-, porque el capitán Marino Polanco Tovar es de los nuestros.

 

Polanco Tovar sería el líder de esa cuadrilla de Vampiros.  Lo que debía hacerse entonces era darle instrucciones de inmediato para que estuviera listo a las primeras horas de la madrugada con cinco pilotos de su mayor confianza.  Desobedeciendo la orden del jefe de Estado Mayor esos seis Vampiros volarían temprano en la mañana del día siguiente a Santiago.

 

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Como la mayoría de los pilotos y demás oficiales de la aviación de puesto en San Isidro, los tenientes coroneles González Pomares y Polanco Alegría vivían con sus esposas e hijos en el barrio para oficiales del recinto.

 

La tarde del sábado 18, el primero tuvo la precaución de trasladar a su esposa Gazhir y a sus dos hijos, Mabel, de 5 años, y José Nelton, de 2, a la residencia de un familiar en el barrio Ciudad Nueva.  Su compañero, Polanco Alegría, llamó a su esposa Fadua Chey, en la madrugada para decirle que antes de las 8:00 de la mañana de ese mismo día, domingo 19, obligatoriamente debía estar con sus dos hijos, de 7 y 2 años, cruzando el puente que divide a la ciudad en dos zonas.  Ninguna de ellas, ni Gazhir ni Fadua, hicieron preguntas a sus esposos.

 

Por diferentes razones, muchos otros oficiales hicieron lo mismo, sin sospechar qué se estaba fraguando.

 

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El Beechcraft piloteado por el general Rodríguez Echavarría aterrizó suavemente sobre la pista y todavía con él encendido, en marcha mínima, les dice a los oficiales que corrieron a recibirle en la rampa:

 

-¡Hay una invasión en camino!

 

La información era falsa, pero el comandante de la base necesitaba una justificación a las medidas que se proponía adoptar en las próximas horas.  Transpirando excesivamente por la excitación, el calor y el nerviosismo, mandó a llamar a su despacho a uno de sus oficiales de mayor confianza, el primer teniente Rafael Hernández Beato, de 28 años, jefe de mantenimiento del Comando Norte con sede en la base.  Desde el punto de vista operacional, este era un oficial clave.  De él dependía el armamento de los aviones y tenía autoridad para escoger las armas que se colocarían en los aparatos en caso de una emergencia.  Hernández Beato era un fiel servidor de su superior y no puso objeción alguna cuando éste le ordenó sacar los cohetes y bombas y tenerlos listos para tan pronto él dispusiera la orden de combate, si fuera necesario.

 

Seguidamente mandó a dejar sin comunicación telefónica a las dos compañías de infantería de que estaba dotada la base, para evitar que se delataran sus preparativos, y cerró las oficinas del SIM, contiguas a la base, ordenando que fueran arrestando sin contemplaciones a los miembros de ese odiado servicio a medida que se fueran presentando.

 

La noche apenas había comenzado para el joven y gallardo general de 37 años, que tomó el teléfono de su oficina e hizo varias llamadas.  Una de ellas a su amigo Ramón Tapia.

 

A esa hora de la noche, el yate Presidente Trujillo navegaba hacia un punto indefinido del sur, llevando a Ramfis y a un grupo de acompañantes.

 

Poco después de las 6:00 de la tarde, seis camionetas llenas de maletas, archivos y cajas de diferentes tamaños, se detuvieron en el muelle frente al buque mientras se subía la carga a bordo.  Oficiales pertenecientes a la escolta del hijo del dictador tomaron posiciones estratégicas dentro de la nave, mientras varios pasajeros se acomodaban en sus camarotes.

 

Ramfis se hacía acompañar de los coroneles Luís José León Estévez, esposo de su hermana Angelita, quien se encontraba fuera del país desde agosto, Gilberto Sánchez Rubirosa, Marcos Gómez hijo y la joven rubia alemana, Hildergarde, con la cual se le veía desde septiembre.  El capitán Gil García se dio cuenta que él y los demás miembros de la tripulación eran virtuales prisioneros.

 

El coronel Disla Abreu colocó discretamente oficiales armados de ametralladoras frente a la cabina de mando y ante los camarotes de los oficiales.  También los puso en la oficina de comunicaciones y en la sala de máquinas.  Tan pronto como el yate enfiló mar adentro, se ordenó sacar las armas personales de los oficiales del santabárbara, donde se guardaban las municiones, las cuales fueron trasladadas en un saco al camarote de Ramfis.  Un marinero que hacía de camarero dijo secretamente al comandante Gil García que había visto cómo uno de los guardaespaldas de Ramfis las echaba al mar, minutos antes.  El capitán de la nave pensó que eran ya demasiado sensaciones fuertes para tan poco tiempo.

 

El yate había zarpado sin rumbo final desde Haina poco después de las 7:00 de la noche.  La orden recibida por el comandante era la de dirigirse hacia el este.  Más o menos a la misma hora en que Rodríguez Echavarría tocaba pista en Santiago en su Beechcraft, Ramfis llamó a su camarote al capitán del yate.

 

Gil García desplegó un mapa de navegación del Mar Caribe sobre una mesa y con un compás trazó un rumbo de 70 millas al sur, a la pregunta de Ramfis respecto a qué distancia podían navegar sin ser interceptados por la Marina de Estados Unidos.  En esa ruta no despertarían sospechas.  Ramfis dio su consentimiento.  Gil García regresó a su puesto, informó a sus oficiales subalternos y al trazar el nuevo rumbo, enfiló en la dirección acordada.

 

No podía borrar de su mente, sin embargo, la mala impresión que le dejara el comportamiento del hijo del Benefactor, con su metralleta debajo del brazo como apuntándole descuidadamente, mientras él le explicaba el rumbo a tomar.

 

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La noticia de la partida de Ramfis, difundida por la radio y la televisión, estremeció a la capital dominicana.  En San Isidro, los oficiales pilotos que habían sido informados de la reunión de los oficiales de más alta graduación en el despacho del general Sánchez hijo, fueron a sus casas en el barrio, situado dentro del recinto, para advertir a sus esposas y familiares.

 

En la ciudad, improvisadas multitudes comenzaron a congregarse, sin convocatoria previa, en plazas y calles para celebrar la ocasión.  Los automovilistas hacían sonar sus claxones, al ritmo de “libertad, libertad”.  Los vecinos de los alrededores del Palacio Nacional, sede del gobierno, pudieron escuchar el ruido de tanques movilizándose dentro de la inmensa área protegida por una cerca de hierro y concreto.  Las celebraciones se prolongarían hasta la medianoche, pero no hubo informes de choques con fuerzas militares o policiales.

 

Debido al acuartelamiento general, el patrullaje disminuyó sensiblemente esa noche.

 

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Un Mercedes Benz con matrícula de la Aviación Militar, se detuvo poco antes de la medianoche ante la casa de Ramón Tapia.  Se le mandaba a buscar con tres oficiales de confianza, el teniente coronel piloto Alfredo Imbert McGregor, subjefe de la base; el teniente coronel Elías Wessin y Wessin, jefe del Batallón de Blindados y el capitán Simó.  Tapia bajó apresuradamente las escaleras del edificio de dos plantas en cuya primera funcionaba un almacén de provisiones.

 

Rodríguez Echavarría enviaba por él para informarle de los resultados de la reunión en San Isidro y de su decisión de actuar.  Quería el respaldo de la UCN.  Acordaron redactar una proclama informando al pueblo del levantamiento y el apoyo a la permanencia de Balaguer en la Presidencia, como un paso necesario hacia la celebración de elecciones y la instauración de una democracia verdadera.  Por recomendación de Tapia se unió al grupo más tarde el licenciado Rafael F. Bonelly, para revisar la proclama.

 

El patrullaje dispuesto por la ciudad tenía como objetivo evitar el ingreso de tropas de otros campamentos a Santiago.  Por eso se colocaron obstáculos en las entradas de la ciudad y en las principales avenidas se situaron vehículos viejos y troncos de árboles para impedir el paso de blindados o carros de asalto.  Tapia estaba concentrado en el análisis del documento, que debería leer el general en las primeras horas de la mañana, y éste se hallaba entregado a su labor de impartir órdenes en todas las direcciones, cuando se presentó el capitán Alicinio Peña Rivera, jefe local del SIM, escoltado por varios oficiales metralleta en mano.

 

El comandante de la base tenía su pistola encima del escritorio.

 

-Peña, lo siento- le dijo-, pero tú mejor que nadie sabes que yo estaba en San Isidro cuando tú recibiste la orden con la lista de las próximas víctimas.  Así que dame esa arma.

 

Peña Rivera hizo la intención de entregar el arma con un ademán que parecía que iba a usarla y el teniente coronel Imbert McGregor, de 32 años, le encañonó con su ametralladora.  Rodríguez Echavarría desarmó personalmente al temido oficial del SIM y ordenó su detención, junto a la de otros agentes que le acompañaban.

 

El arresto del jefe del SIM creaba una situación que Rodríguez Echavarría debía afrontar de inmediato, para mantener la cohesión de los oficiales a su alrededor.  Todo el movimiento de esa noche había sido justificado con el pretexto de que el país estaba amenazado de una invasión, sin más detalles, a pesar de las noticias de la partida de Ramfis.  La detención de los agentes del SIM le obligaba a dar la información que deseaba reservarse hasta el final.  Entonces reunió a Wessin y a los demás oficiales, principalmente los de infantería de cuya lealtad no estaba del todo seguro, y les dijo que Ramfis había abandonado el país y que sus tíos se proponían hacerse con el poder provocando un baño de sangre.  Su propósito era el de evitar que esos designios tiránicos se cumplieran.  La oficialidad prometió apoyarle y algunos insistieron en que se fusilaran a los calieses, a lo que él respondió:

 

-No debemos comenzar esto con un baño de sangre.

 

Después de convencerse que su situación era hasta ese momento segura, Chavá procedió a garantizar la de sus familiares más cercanos, quienes fueron trasladados a la base.  Su atención podía ahora dedicarse a la misión en que estaba involucrado.  La proclama redactada por Tapia debía imprimirse, pero antes hacía falta un grabador para difundirla por el programa de la UCN.

 

El hecho de que se eligiera ese programa –Atalaya Cívica-, que se difundía por Radio Hit Musical, tenía una motivación política, convencer a la gente de que se trataba de un movimiento digno de confianza.  Para ello había que conseguir también a Ramón Lorenzo Perelló, el locutor que tenía a su cargo el programa.  La voz de Perelló le era familiar a todos los opositores al Gobierno trujillista y era la persona ideal para introducir la proclama.

 

Bonnelly trajo consigo un grabador pero trató de introducir a última hora una modificación en el texto de la proclama.  Rodríguez Echavarría le dijo, en tono cortante:

 

-Licenciado esto es asunto nuestro.  ¡No se meta!

 

Tapia, autor del texto, no confronta problemas para convencer a Bonnelly de que lo aprobara, debido a la hora.

 

Algunas misiones igualmente importantes estaban todavía reservadas para Tapia.  Con el texto de la proclama en sus manos fue en compañía de los mismos oficiales que habían ido a buscarle a su casa, a la residencia de Milton Fernández, miembro del comité de UCN de la ciudad, y administrador de la imprenta de don Hipólito Cruz, situada en la calle Máximo Gómez, casi al frente de los talleres de La Información, el diario de la ciudad, para que buscara a esa hora de la madrugada al personal de los talleres que habría de imprimir la proclama.  Protegido de una fuerte escolta militar, les tomó varias horas reunir al personal.  Tapia fue seguido en busca de Perelló, pero su hermana Camelia, que respondió asustada al toque de la puerta, les informó que aquel había salido horas antes.

 

Estaba amaneciendo.  Sobre la ciudad comenzaban a posarse los primeros rayos del sol.

 

Perelló fue finalmente localizado por su tío, el licenciado Federico Carlos Álvarez padre.  El locutor ucenista estuvo escondiéndose durante casi todo el día.  En horas de la tarde, un grupo de agentes del SIM se presentó a la residencia de sus padres, en la calle Independencia esquina España, con órdenes de trasladarle a Ciudad Trujillo.

 

El jefe del grupo era un conocido de la familia, propietario de una fábrica de calzados, que entró con confianza en la casa y permaneció hablando con sus hermanas y su madre, doña Ceita, mientras Ramón Lorenzo escapaba por una puerta lateral  y se iba caminando despacio por la acera, frente a las narices de los agentes.  Sabiendo que su vida corría peligro se escondió en la clínica del doctor Luis Bonilla, a una cuadra de su casa, en la calle Independencia esquina Duarte, quien le tenía siempre reservada una habitación para casos como ese.

 

Allí estuvo hasta que fue a buscarle Álvarez, quien tenía su bufete  de abogado frente a la misma clínica, para decirle que le estaban procurando para leer la presentación de una proclama anunciando el levantamiento de la base de Santiago en contra de los Trujillo.  Con su tío se dirigió a la base donde se entregó a su trabajo con entusiasmo.

 

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Después de Rodríguez Echavarría, el oficial de más nivel en la base de Santiago era el general de brigada Andrés Alfonso Rodríguez Méndez, de 35 años.  El brigadier no era miembro de la dotación había llegado a la base de una manera casi fortuita.  Pero su adhesión al movimiento era bien vista por todos.  Rodríguez Méndez era un oficial con muchas simpatías entre los pilotos y, además, se le tenía por un seguidor de los planteamientos de UCN.

 

A comienzos de noviembre había sido relevado, sin explicación, de su puesto de comandante de la base de Barahona y reemplazado por su segundo, el coronel Luis Beauchamps Javier, casado con una sobrina del Generalísimo.  La orden de sustitución incluía un traslado a la base de San Isidro sin asignación de funciones.  Ramfis le envió a decir con el general Sánchez hijo que le haría bien un descanso, por lo cual debía quedarse en la capital.  Sus compañeros creían que su aparente caída en desgracia se debía a sus conocidas simpatías por la oposición y a la forma conciliatoria con que trataba a los dirigentes políticos de Barahona, donde la efervescencia antitrujillista parecía ir en aumento.  Los oficiales de línea dura consideraban a Rodríguez Méndez demasiado blando con los políticos revoltosos.

 

En cambio, él sostenía que actuaba así en fiel cumplimiento de los deseos del hijo del Benefactor, que le había hablado de la necesidad de avanzar hacia un sistema “más democrático”.  Ramfis le dio instrucciones de trabajar “con todos los partidos” en interés de evitar desórdenes y preservar la tranquilidad e la población.  El general no sabía a qué atenerse.

 

El viernes 17 fue llamado al despacho del general Sánchez hijo, quien le pidió que fuera a Dajabón para hacer un estudio topográfico del campo de aviación militar de esa población fronteriza, con la finalidad de ampliar la pista de aterrizaje.  Aunque no puso objeciones a la orden, pensó que no era el momento adecuado para una ampliación de esa pista.  La orden carecía de lógica.

 

Del despacho del jefe de Estado Mayor, el general fue directamente a la oficina de Santiago Rodríguez Echavarría, con quien se reunió en compañía de otro oficial de su más absoluta confianza, el teniente coronel Polanco Alegría.  Junto con los tenientes coroneles Durán Guzmán y González Pomares, formaban el grupo que estaba tramando desde hacía meses cómo producir un golpe contra la jerarquía de las Fuerzas Armadas y aupar un gobierno que propiciara elecciones libres.  Los tres analizaron la situación y concluyeron que acatar la orden de ir a Dajabón podía ser una trampa.

 

El jefe de la guarnición de Dajabón era el general Alcántara, un viejo y tosco militar famoso por su lealtad ciega y fanática hacia Trujillo.  El relato de sus hazañas podía llenar páginas enteras de un libro.  Ir a Dajabón sería ponerse en las garras de un despiadado.  De manera que Chaguito y Polanco Alegría le recomendaron que no fuera.  Esto equivalía a una insubordinación, que se podía pagar con la degradación o la cárcel.

 

Rodríguez Méndez volvió donde el general Sánchez.  Le sugirió que en vista del mal estado de la carretera, debía irse en avión, como forma de tantearlo.  Este permaneció inflexible: tenía que trasladarse por tierra.  El brigadier piloto comprendió que sus días estaban contados.  Escogió personalmente cinco soldados de su escolta y se dispuso aparentemente a cumplir la orden de traslado.  Sin embargo, había decidido quedarse en Santiago, camino de Dajabón, y esconderse por unos días en la casa de sus padres en Gurabo, a unos cuatro kilómetros del centro de la ciudad.  En el trayecto, uno de sus guardaespaldas notó que eran seguidos por un Volkswagen, los famosos automóviles del SIM, hasta mucho después que intentaran burlar la vigilancia desviándose por La Vega y recorriendo las calles de dicha ciudad por unos quince minutos para despistarlo.

 

En su desesperación, Rodríguez Méndez tenía decidido tomar un avión e irse para Puerto Rico en caso de que no le quedara más remedio que trasladarse a Dajabón.  Prefería la deserción y el exilio antes que entregarse a un esbirro de la dictadura.  La base de Santiago era una buena opción en la eventualidad de que tuviera que hacerlo.  Por eso optó por quedarse en Gurabo.

 

Al día siguiente, su chofer, al que envió a llenar el tanque de gasolina de su automóvil, regresó con la información de que Ramfis se había marchado.  El general no lo pensó dos veces y se dirigió a gran velocidad a la base.  El comandante del recinto no había regresado aún de San Isidro, pero el teniente coronel Imbert McGregor lo recibió amablemente.  El informe sobre Ramfis había creado una enorme confusión e incertidumbre entre los oficiales.  Muchos creían que se trataba de uno de sus frecuentes viajes al exterior y que estaría de regreso pronto.  McGregor había sido alumno de Rodríguez Méndez y él le había bautizado su primer hijo, Alfredito.  Así que no tuvo problemas para convencerlo de que le permitiera permanecer en la base mientras llegaba Rodríguez Echavarría.

 

Alfredo Imbert no necesitaba de muchos argumentos para ser convencido de la necesidad de un cambio en la situaci

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