“!Desgraciado el pueblo que necesita héroes!”.

BERTOLT BRECHT

 

 

Con evidente disgusto, el jefe de Estado Mayor de la Marina de Guerra, contralmirante Enrique Valdez Vidaurre, de 34 años, interrumpió su partido de billar con el capitán de fragata Frank Amiama Castillo, en el club de oficiales de la institución, situado en la quinta planta del edificio de la Secretaría de las Fuerzas Armadas, en la Feria de la Paz, para escuchar el mensaje urgente que le trae un marinero.  Aquella noche del martes 21 de noviembre, no había dado indicios de que algo pudiera alterar la rutina de una nueva jornada de acuertelamiento general.  El billar era uno de sus hobbies favoritos y Amiama Castillo, uno de los oficiales subalternos más confiables y competentes.

Sin embargo, la interrupción, con lo interesante que estaba convirtiéndose el partido, vendría a alterarlo todo.  Lo que el marinero quería poner en conocimiento del jefe de Estado Mayor era lo que había podido observar la tarde del viernes anterior.  El pudo ver perfectamente cómo oficiales de la Aviación Militar habían llevado al yate Angelita, poco antes de que zarpara, un gran cargamento de archivos y maletas.  Lo que más le había impresionado era lo que parecía un enorme sarcófago y unas veinte cajas, presumiblemente cargadas de dólares y oro: el tesoro de los Trujillos.  Valdez Vidaurre escuchó atentamente al marinero y le ordenó después retirarse a su puesto, bajo la orden de guardar absoluto silencia acerca de lo tratado.

Razones no quedaban ya para continuar jugando billar.  El contralmirante Valdez Vidaurre acuerda con Amiama Castillo que éste viaje en helicóptero a primera hora del día siguiente a Santiago para poner en conocimiento al General Rodríguez Echavarría de la situación.  Amiama Castillo llega ante el nuevo líder militar con una carta de navegación del Atlántico para mostrarle la posición exacta del yate Angelita y del destructor D-101, que había sido enviado a escoltar al primero en su viaje a Cannes.  Ambos buques debían hacer un rendevouz (punto de encuentro de dos naves desde diferentes lugares) a más tardar el día siguiente, miércoles 22 de noviembre.

Al mando del D-101, denominado Trujillo, iba el capitán de navío Francisco Rivera Caminero, al frente de una tripulación de 120 hombres.  Este era el navío de guerra más grande de la dotación de la Marina.  Había sido adquirido en 1948, en Inglaterra, junto a otros buques que constituían la fuerza principal del cuerpo, en el que más confiaba el dictador.  Estas unidades habían servido en la Segunda Guerra Mundial en las reales Armada británica y canadiense.  El destructor D-101 había sido el Hotspur, y el D-102, ahora Generalísimo, era el Fame.  Ambos navíos habían inscrito sus nombres en Dunquerque y librado grandes batallas contra los alemanes.  El D-101 con sus 323 pies de eslora y 33 de mangas, con un desplazamiento de 1,340 toneladas, podía desarrollar una velocidad máxima de 36 nudos, equivalente a más de 60 kilómetros por hora, con un desplazamiento de 1,340 toneladas, podía desarrollar una velocidad máxima de 36 nudos, equivalente a más de 60 kilómetros por hora, con un radio de acción de 6,000 millas y capacidad para una dotación límite de 145 hombres.  Los ingleses lo habían botado el 25 de marzo de 1935 e incorporado a la Real Armada Canadiense el 29 de diciembre de ese mismo año.

Navegando a toda velocidad, el D-101 tenía una autonomía de cuatro días y su consumo de combustible era mucho.  De hecho su velocidad era dos veces superior a la del yate Angelita, cuya capacidad de desplazamiento era de 15 nudos.  Por consiguiente, el contralmirante Valdez Vidaurre, siguiendo órdenes “superiores”, había dispuesto días antes que el destructor zarpara primero que el yate, con rumbo a Saint Thomas, donde recogería combustible adicional, en tanques colocados en la popa.

El jefe de la Marina tomó la decisión de hacer regresar al D-101 el lunes 20, antes de que se encontrara con el Angelita en el punto previamente acordado en el Atlántico.  El pretexto que había dado al Presidente Balaguer, a través del general González Cruz, Secretario de las Fuerzas Armadas, era de que no existían argumentos para que un navío de guerra, con una tripulación militar en activo, atracara en un puerto europeo.

(CUATRO PAGINAS CON FOTOS)

 

De manera que el Angelita navegaba sólo, sin custodia de buque alguno, la mañana del martes 21 de noviembre, cuando Amiama Castillo va a ver al general Rodríguez Echavarría por instrucciones del jefe de la Marina.  Cuando le muestra la posición del yate en la carta de navegación tendida sobre el escritorio, Rodríguez Echavarría le pregunta a que distancia de su trayectoria aquel se encuentra.  A la mitad aproximadamente, le responde, casi a un día de navegación para llegar al denominado punto de no retorno, de acuerdo con las informaciones disponibles.  El jefe de la base de Santiago le pregunta que piensa la jefatura de la Marina.  “Hacerlo regresar”, le dice:

-“! Pues háganlo de inmediato!”, ordena con voz imperativa.

Pero toma el teléfono directamente y llama él mismo al Palacio, tras expresar su conformidad con la orden de regreso del D-101.

Rodríguez Echavarría quería asegurarse personalmente de que sus instrucciones se siguieran al pie de la letra.  Por eso, en adición a las órdenes dadas al jefe de la Marina, hizo una llamada especial al jefe de comunicaciones del Estado Mayor General Conjunto, capitán Amable Bueno, quien hasta la partida de Ramfis trabajaba directamente para las órdenes de éste.  Rodríguez Echavarría era sólo comandante de la base de Santiago.  Sin embargo, desde el éxito de la sublevación del domingo 19, se había convertido virtualmente en el jefe militar del país.  Todos los oficiales esperaban su nombramiento como secretario de las Fuerzas Armadas de un momento a otro y como tal se le tenía ya.  Por eso no debía extrañar que Valdez Vidaurre, con mayor nivel teórico en la escala de mando dada su condición de jefe de la Marina, recurriera a él antes de disponer el regreso de Angelita.

El capitán Bueno estaba en su oficina, llamada El Mirador por sus ventanas de vidrio, en la cúpula del edificio de la jefatura de la aviación, cuando recibió la llamada del comandante de Santiago.  Desde su privilegiado puesto de observación, él podía chequear toda la base, de un extremo a otro, con tan solo desplazar sus ojos alrededor, como si trazara una circunferencia.

Bueno no tenía comunicación alguna con el yate, cuya tripulación seguía al pie de la letra las instrucciones de navegar con la radio apagada.  El oficial no encontraba explicación al hecho de que a él no se le ordenara viajar en el yate como jefe de las comunicaciones, como por lo regular hacía cuando Trujillo o cualquiera de sus hermanos o hijos salían en él o en el yate Presidente Trujillo.

El oficial trató de explicar este inconveniente al general Rodríguez Echavarría.

-No disponemos de medios para establecer comunicación, general-, le dijo.

-Pues será mejor que consiga comunicarse-, le respondió de mala manera el general, sin darle tiempo a responderle.  Cuando alcanzó a decirle:

-Está bien, señor, haré el esfuerzo-, ya nadie le escuchaba del otro lado de la línea.

Después de agotar varios intentos, el capitán Bueno recurrió a un truco muy antiguo.  Hizo un sinfín, grabando una pequeña cinta que empató en dos puntos y la puso a rodar indefinidamente, en una alta frecuencia de 16,600 kilociclos: “Yate Angelita, respondía.  Aquí una llamada urgente. Responda”.

Durante las cinco horas siguientes, el general Rodríguez Echavarría le llamó no menos de siete veces para inquirirle respecto a los resultados.

Pero no fue hasta la mañana siguiente, del miércoles 23, cuando se recibió una débil y primera respuesta.  El capitán Bueno corrió rápidamente a la radio y se puso a la escucha, cansado y con los ojos hinchados por toda una noche en vela.  Una voz apenas audible, responde por fin: “Adelante, adelante”.  Bueno cree reconocer, a pesar del bajo tono, la voz del sargento Carlos Peguero de la Cruz, telegrafista de la Marina, a quien ordena mantenerse en frecuencia, a la espera de instrucciones.

Rodríguez Echavarría instruye al capitán Bueno que transmita la orden al segundo oficial a bordo, el capitán de corbeta (mayor) Jorge Alejandro Brady Berrocal, que asuma el mando con el rango de capitán de fragata (teniente coronel)” por las buenas o por las malas” y haga regresar la nave inmediatamente a puerto dominicano.  Al cabo de unos minutos llega la respuesta del oficial de más de seis pies de estatura:

-¡Me estoy devolviendo!

Dentro de la nave, la tripulación se mantenía al tanto de los acontecimientos a través de la radio.  Alba Valera llevaba un enorme Zenith transoceánico en el que podían captar perfectamente La Voz de los Estados Unidos y la radio oficial dominicana.  Por medio de esas transmisiones se habían enterado de las versiones de que en el equipaje se transportaba una enorme fortuna, que algunas informaciones periodísticas situaban en decenas de millones en dólares y lingotes de oro.

Uno de los oficiales a bordo, el capitán de corbeta, asimilado, Albert Becker, ingeniero alemán de 27 años, había escuchado casualmente el llamado de regreso desde San Isidro, al pasar por la sala de comunicaciones.  El telegrafista se levantó a toda prisa y llevó el mensaje radial al capitán Brady Berrocal.  Becker bajó a la sala de máquinas y comentó a sus subalternos:

-Está pasando algo raro.  Creo que nos vamos a devolver.  Hay que estar preparados.

Becker, jefe de ingeniería del yate, era oficial asimilado de la Marina y encargado técnico de los Astilleros Dominicanos.  Había supervisado la reconstrucción de las máquinas del Angelita en Moblé, Alabama, Estados Unidos, tres años antes, en 1958, por órdenes de Trujillo, a un costo superior al millón y medio de dólares.  El yate tenía originalmente máquinas alemanas ya que había sido construido en los famosos Astilleros Krupp en 1918, como un buque escuela para la marina turca.  Adquirido años después por el millonario norteamericano Joseph Davies, quien luego sería embajador ante la Unión Soviética, el yate prestó servicios a la Marina de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial.

Davies compró el yate en 1935 y lo bautizó con el nombre de Sea Cloud (Nube Marina), que mantuvo hasta el 1956 cuando fue adquirido por el gobierno de Trujillo.  Durante la guerra, la marina estadounidense le despojó de su arboladura de cuatro mástiles y vergas para 29 velas, convirtiéndole en un barco auxiliar del Servicio Metereológico, en el Océano Atlántico.  Una vez finalizado el conflicto, el yate fue trasladado al puerto de Charleston, donde fue acondicionado nuevamente como un navío de lujo.

El Jefe quedó maravillado de su impresionante silueta en una de las muchas visitas que el yate hiciera a Ciudad Trujillo al mando del capitán John McGuire y no descansó hasta comprarlo.  Entre muchos otros galardones, el Sea Cloud conquistó en 1937 en Francia un concurso por su mascarón de proa, considerado entonces como el más artístico entre los yates famosos del mundo.  Otras características hacían de este buque algo excepcional.  Sin incluir el bauprés, medía 316 pies, con un desplazamiento de 2,323 toneladas y pudiendo desarrollar una velocidad de hasta 15 nudos con un radio de crucero a máquina de 20,000 millas.  Su tripulación es de 70 miembros y sus cuatro mástiles miden, 164.0 pies de altura, el palo trinquete; 190.6 pies, el palo mayor, 168.0 pies el palo mesana y 131.0 el palo de socaire.  Sus 29 velas abarcan un área de 34,000 pies cuadrados, con un calado de 22 metros y una manga de 29.2.  Pocos navíos de su género en el mundo podían reunir todas esas características.

Brady Berrocal asume el mando después de ordenar el arresto del contralmirante retirado Didiez Burgos, quien  no  opone resistencia y se retira, bajo vigilancia, a su camarote.  Después de casi cinco días de navegación, el Angelita se encontraba exactamente en la latitud 28.00 Norte y longitud 40.25 Oeste, a 1535 millas de la República Dominicana, cuando el nuevo comandante a bordo reúne a la tripulación para explicar las órdenes recibidas por radio.

Hasta entonces, la travesía había sido tranquila.  Andrés Alba Valera, primo de Ramfis y custodia del cadáver de Trujillo, no había confrontado problemas de ninguna especie abordo.  Como los días anteriores, la mañana, con su cielo despejado, prometía otro día de sosiego y mar apacible.  Sus relaciones con la oficialidad se mantenían en un punto elevado de confianza.  Los conocía a casi todos y ellos le habían dado muestras de solidaridad a él y a la familia, durante el trayecto.  No tenía razones para quejarse.  Esa mañana, Alba había considerado la posibilidad de desechar definitivamente todos los malos presentimientos que le dominaron al emprender este viaje.

Después de almorzar temprano, rayando el mediodía, en compañía de su esposa Clement Luna de Alba, sus cinco hijos, Julia Dolores, de 6 años; Andrés Antonio, de 5; Vivian María, de 4; Aurorita Mariana, de 3 y Sandra, la más pequeña, de sólo 10 meses de edad, y los padres de su esposa, Papito es informado por la niñera Andrea Jiminián, que había cuidado de sus hijos desde que el primero de ellos naciera, que el capitán le esperaba en el puente de mando.  Alba no sospechó nada, puesto que todos los días le citaban allí para mostrarle, por medio de un barquito electrónico en una pantalla, el curso de la travesía.  Por el contrario, estaba deseoso de saber cuán lejos se encontraban este mediodía del miércoles 23 de noviembre de su punto final de destino.

Otro ambiente distinto fue el que encontró Alba Valera al llegar al puente de mando.  Todos los oficiales, unos ocho en total, con los rostros serios y sus pistolas sobadas con las cananas abiertas y portando ametralladoras de mano, le aguardaban impacientes de pie, pegados unos a otros.  Alba tuvo una ligera sensación de miedo al no ver al contralmirante Didiez Burgos entre el grupo.  A su pregunta respeto de qué sucedía, Brady Berrocal le explicó que había asumido el mando por órdenes superiores y que debían regresar, lo que estaban haciendo en ese preciso momento.

Consciente del peligro de un retorno en las circunstancias prevalecientes, Alba intentó convencer a Brady Berrocal de seguir el rumbo original.  Ramfis, que solía ser generoso, le recompensaría por ese gesto, le dijo.  El oficial le replicó que había sido ascendido y que no tenía opción.  Quería asegurarle, sin embargo, que nadie le molestaría y que las instrucciones impartidas con respecto a él y su familia en nada cambiaban.

Alba recurrió a un último y desesperado intento de persecución, diciéndole que en el yate se trasladaban cincuenta y dos importantes archivos cerrados que contenían los papeles personales de Trujillo, toda la historia íntima y secreta de la Era de Trujillo.  Ese bagaje era de la más trascendental importancia para Ramfis.  A él no le cabían dudas de que ponerlos a salvo en Cannes constituiría un gran motivo para una buena recompensa.  Brady Berrocal cambió la conversación y pidió a su amigo que hiciera entrega de las armas a un oficial que iría con él a su camarote.  Alba se despojó de un revolver calibre 38 cañón corto que portaba debajo de su jacket, ceñido al cinturón de sus pantalones cortos, estilo bermudas.  Brady exhibió una leve sonrisa y le dijo en tono complaciente:

-¡Todas las armas, Papito!

Como aficionado a la cacería, Alba había incorporado a su equipaje varias armas de diferentes calibres, que pensaba utilizar en su larga estadía en Europa.  Molesto fue a su camarote y entregó al oficial subalterno varios revólveres y rifles y dos escopetas de cacería, con sus respectivas municiones.

El curso de su vida había cambiado por segunda vez en menos de una semana.  Aún cuando se le ofreció seguridad de que nada le pasaría a él ni a su familia, tenía la convicción de que se había convertido de pronto en un preso de confianza; con todas las comodidades posibles, pero preso al fin.  A despecho de tales seguridades, él no podía estar seguro, en su fuero interno, de encontrarse fuera de peligro.

Un cambio repentino en las condiciones atmosféricas aumentó su pesimismo y afectó su humor.  Hasta el momento en que se decide hacer retornar el yate, la travesía había sido buena, con un tiempo formidable.  Esa noche, sin embargo, el yate entró en una zona de turbulencia.  Mareado por los fuertes oleajes, Alba y su esposa Clement podían contemplar horrorizados desde las ventanas de su camarote, las gigantescas velas inclinarse casi horizontalmente de un lado a otro.  Un fuerte sacudión les arroja a ambos a los extremos de la habitación.  Clement profiere un grito al quedar agarrada en los dedos de las manos de una claraboya, sin que Papito pudiera hacer nada para auxiliarla.  “Fue la peor noche de mi vida”, confesaría Alba al autor.

La tormenta duraría toda la noche y parte de la madrugada.  Pero el tiempo mejoró y la travesía de regreso se hico en el plazo previsto.

Los pasajeros de otro yate, el Presidente Trujillo, que conducía a Ramfis y a varios de sus más íntimos colaboradores a las islas francesas de Guadalupe, tuvieron mejor suerte.

El lunes 20 de noviembre en la madrugada, el buque alcanzó el puerto de Basse-Terre, a las 5:00 A.M., donde desembarcaron el coronel Luís José León Estévez y Marcos A. Gómez hijo.  La nave continuó ruta hacia Point-a-Pitre el mismo día con los demás pasajeros, llegando allí al día siguiente.  A las 18:00 horas del martes 21, todos los pasajeros abandonaron el navío de la Marina de Guerra Dominicana, para abordar horas después un avión de Air France con destino a París.

Tras haber desembarcado a todos los pasajeros, exactamente a las 21:30 de la misma fecha, el capitán César Gil García dispuso el regreso a puerto dominicano, según informaría oficialmente después la Jefatura de la Marina en un comunicado.  Sin tropiezos de ningún género en su travesía de retorno, la fragata llegó a la base naval de Las Calderas, al suroeste de la capital, a las 8:30 de la mañana del sábado 25 de noviembre, dos días después que la radio del yate Angelita captara las primeras señales de la orden de regreso en pleno Océano Atlántico.

Después de haber recorrido 3,130 millas, en once días, 8 horas y 30 minutos, el yate Angelita llegó al fondeadero de la base naval de Las Calderas “sin tocar ningún otro puerto nacional o extranjero”, según informaría la Marina días después, a las 5:30 de la mañana del miércoles 29 de noviembre.  La noche anterior, el Presidente Balaguer designó una comisión de altos funcionarios, oficiales militares de los tres cuerpos y representantes de los principales grupos políticos para realizar una inspección al buque y determinar la veracidad de versiones, muy propaladas, de que en él los Trujillo habían escondido una enorme fortuna.

La imaginación llegaba a situar el tesoro en más de 90 millones de dólares en billetes norteamericanos y barras de oro y esta versión había encontrado eco en la prensa internacional.  Todavía no se conocía en la República Dominicana la decisión de hacer regresar el yate.  Pero preocupado por la falta de noticias sobre su paradero, Ramfis hacía todavía esfuerzos para recuperar el cadáver de su padre y el resto del valioso cargamento, en especial los archivos personales del Generalísimo.

Ramfis se encontraba en la clínica de un siquiatra en Bruselas cuando se ordenó regresar el yate, dijo Luís José León Estévez al autor.  Desde allí llamó a su cuñado, quien estaba hospedado junto a su esposa Angelita, Doña María y Radhamés Trujillo, en el hotel George V en París, para que llamara a Balaguer en su nombre y le pidiera que se revocara la orden.  Fue entonces, según León Estévez, cuando Balaguer se enteró de que en el yate estaba el cadáver de Trujillo.  El Presidente le dijo que no podía complacer a Ramfis en ese punto porque la situación del país “es difícil”, pero le prometió que tomaría todas las medidas necesarias para la devolución inmediata del cadáver.

Tras agotar varios intentos para comunicarse con la comandancia del buque mediante el sistema de teléfono internacional usado por la Marina para localizar barcos en alta mar, Ramfis encargó a su asistente Víctor Sued ponerse en contacto en Santo Domingo con amigos en el gobierno, quienes le informan que el yate reencuentra camino de regreso.  A partir de ese momento, Ramfis emprende una serie de iniciativas encaminadas a lograr una transacción que permitiera revocar la orden de regreso para así poder recobrar todas sus pertenencias.

Según lo relatara Sued 25 años más tarde a Servicios Españoles de Radiodifusión (SER), el hijo mayor de Trujillo le ordenó trasladarse a Montreal, Canadá, para iniciar contactos con ese fin a través de un funcionario del Consulado en Nueva York, a quien se atribuían muchos vínculos con el nuevo poder militar en República Dominicana.  Dicho funcionario, que había ocupado también importantes posiciones durante el régimen de Trujillo, le propuso, de acuerdo con el relato, verse al día siguiente en Toronto.  La reunión habría tenido lugar y aquel le transmitió a Sued una oferta: por la suma de cinco millones de dólares en efectivo se permitiría al yate continuar su viaje hacia Europa.  El funcionario le dijo a Sued que se trataba de una buena propuesta, pues el yate guardaba una fortuna de 90 millones de dólares en billetes y lingotes.  Para dar tiempo a una decisión, la nave regresaría a marcha lenta a tierra dominicana.  Ramfis habría desestimado la oferta.

Estas no fueron las únicas gestiones encaminadas por la familia Trujillo con el fin de recuperar el cadáver y el yate.   Mientras se ultimaban los detalles para poder enterrar el cuerpo de Trujillo en el cementerio parisino de Pére La Chaise, Radhamés, el hermano menor de Ramfis, de 19 años, cifró personalmente un mensaje dirigido al Presidente Balaguer desde la embajada dominicana en París, cuyo texto él mismo no podía recordar 29 años después.  Los hechos siguientes indicarían que Balaguer no se mostraría insensible a estas peticiones.

En las primeras horas de la mañana del día 29, todo estaba preparado para la requisa dispuesta por el Presidente dentro del yate.  La comisión estaba encabezada por el licenciado Carlos Goico Morales, presidente de la Cámara de Diputados y el licenciado Emilio Rodríguez Demorizi, Secretario de Estado, en representación del Gobierno.  Los delegados militares eran los tenientes coroneles Braulio Álvarez Sánchez, del Ejército, y José Nelton González Pomares, de la Aviación, mientras que el capitán Frank Amiama Castillo representaba a la Marina.  Por los partidos políticos habían accedido el licenciado Humbertilio Valdez Sánchez, del PRD, y el licenciado Manuel Horacio Castillo (Melo), de la Unión Cívica.  El Catorce de Junio no mostró interés alguno en integrar este grupo.

Los comisionados llegaron a Las Calderas casi a una misma hora, en la mañana, pero por muy distintas vías.  Rodríguez Demorizi había despertado en la madrugada a Goico Morales para hacer el viaje juntos en automóvil, con escolta militar.  El coronel González Pomares había abordado un helicóptero piloteado por el mayor Wilfredo Medina Natalio, con el que fue a buscar a Amiama Castillo a la base naval 27 de Febrero, en Sans Souci.  Álvarez Sánchez prefirió trasladarse por tierra.  Los dirigentes de oposición lo hicieron por sus propios medios.

Hacía un día espléndido y la silueta majestuosa del yate fondeado a media milla enfrente de la punta de la base, entre Punta Salina y Punta Calderas, ofrecía un espectáculo singular.  Debido a su calado, el yate no podía atracar en los muelles.  El comandante de la base naval, Julio Read Santamaría, les recibió personalmente y mientras se esperaba la llegada completa del grupo, les sirvió café en su oficina.  Aproximadamente a las 8:00 de la mañana los comisionados abordaron un bote para trasladarse al yate.

Amiama Castillo fue el primero en entrar.  Se dirigió directamente al comedor y empujó la puerta, alcanzado a ver a los esposos Alba abrazados a sus hijos en un sofá.  La irrupción del alto oficial alarma a Clement, la  esposa de Alba, quien protegió a sus hijos situando su cuerpo delante de ellos.  Ni Papito ni su mujer podían distinguir la identidad del visitante.  Sólo veían su alta y fornida figura, ametralladora en mano, y vestida de verde olivo, en el umbral, con el rostro bajo un manto de espesa sombra debido a los intensos rayos del sol.  Amiama se identificó y ambos emitieron un profundo soplido de tranquilidad.

El comandante Brady Berrocal, quien los recibe, no tiene un buen semblante.  Goico, al presentarse e informarle acerca de la misión que el Gobierno le ha encomendado al grupo, hace una broma a costa de su visible cansancio:

-¡Despierte, capitán, que este es un asunto muy serio y usted va a tener que conducirnos por todo el barco!

Brady confiesa a la comisión que en el trayecto de regreso ha abierto las maletas donde había dinero dominicano y que las guardó en su camarote para una inspección oficial.  Rodríguez Demorizi propone entonces trasladar de inmediato el equipaje y todo el cargamento a la capital, para proceder allí a un registro más minucioso.  Pero Goico sugiere en cambio que en vista de que las maletas han sido abiertas previamente, se sellen mientras se buscan dos notarios para levantar un acta de todo cuanto ellos revisen.  Les recuerda que la buena fama de todos ellos debe quedar a buen resguardo.  Los demás dan su consentimiento y mientras se ordena al piloto del helicóptero que había traído a González Pomares y a Amiama volver a Santo Domingo en busca de los notarios, los comisionados se sienten ante una enorme mesa a desayunar.

Los comisionados interrogaron al contralmirante retirado Didiez Burgos, quien les hace entrega de la casi totalidad de los treinta mil dólares que recibiera de Ramfis para los gastos del viaje.  Didiez era un marinero veterano que Trujillo nombró muchos años atrás como su primer jefe de Estado mayor tras una reestructuración de la Marina de Guerra.  Se hallaba en retiro cuando Ramfis envió por él para encargarle el mando de la nave para conducir el cadáver de su padre a Francia.  El resto de la tripulación estaba constituido por personal activo.

Luego Rodríguez Demorizi llama a presencia de la comisión a Andrés Alba Valera y le inquiere por el dinero.  Este cree que se refiere a lo que él lleva consigo y le muestra 300 pesos dominicanos y 120 dólares que extrae de sus bolsillos.  “Papito”, le dice.  “Estoy hablando de dinero, de los dólares y el oro que trae el yate”.

A seguidas, un oficial de la tripulación pariente lejano de Goico, el alférez Sergio Morales, se le acerca y le confía que en el regreso habían tenido una navegación “pesada, porque a bordo viene un muerto”.  Para, probablemente, la mayoría de los miembros de la comisión, ésta fue la primera noticia de que el cadáver de Trujillo se encontraba dentro del yate.  El comandante Brady confirmó la información y el grupo entró al bar de cubierta para proceder a inspeccionar el ataúd.

Ya los notarios habían llegado y a petición de Goico se procedió a abrir la caja que guardaba el féretro.  Los representantes de UCN y el PRD creían que allí dentro podría estar guardado la fortuna de que se hablaba.  No cabe duda de que Balaguer y el mismo Rodríguez Echavarría tenían noticias previas de que allí se encontraba el cuerpo del Jefe.  Pero obviamente este dato no fue comunicado antes a los integrantes de la comisión que fue a inspeccionar el yate Angelita.

Para abrir la caja, ceñida al piso con más de un centenar de tornillos, fue preciso acudir a la ayuda de carpinteros de la tripulación, que quitaron pacientemente todos los amarres de hierro.  Debajo de esa enorme caja de caoba, había otro envase de zinc y madera que cubría el ataúd.  La excitación detuvo de hecho el trabajo para una consulta.  ¿Debía abrirse o no el féretro?  Los representantes de los partidos insistieron en la creencia de que allí dentro podría encontrarse algo de valor.  El féretro tenía una tapa posterior que al abrirse permitía ver el rostro del cadáver.  Cuando esta tapa fue levantada un murmullo colectivo de sorpresa inundó la sala.  Sobrecogidos por la impresión, todos reconocieron de inmediato, sin embargo, el cuerpo de Trujillo.

Los recuerdos de algunos de los comisionados, al ser entrevistados casi 30 años después, dan una idea de la manera en que ellos quedaron impresionados por tan sorpresiva visión del cuerpo inerte del que fue el hombre fuerte de la República por más de tres décadas.  Goico sintió una fuerte sacudida interior, que trató de disimular, al reconocer el rostro ligeramente ennegrecido, “como el cuero de un animal”.  Vio claramente una entaponadura de la frente “con un color diferente al resto de la piel” y pensó que por ahí le había penetrado, la noche del asesinato, el tiro de gracia.  Rodríguez Demorizi no pudo mantener la vista fija sobre el cadáver y fue directamente al teléfono a llamar al Presidente.  “Eran sus mismas facciones”, diría Amiama al recordar el “mal olor, a cadáver viejo” que despedía.  También él notó la faz oscura y las huellas de disparo en el rostro.  Después de dominar su asombro preparó su pequeña cámara Kodak que había tenido la precaución de llevar y tomó algunas fotografías del cuerpo, pero éstas se dañarían en el revelado.

González Pomares observó la piel negrusca del rostro y los pequeños puntos blancos “como rellenos de algodón”, con un “medallón púrpura” alrededor de su cuello.  Álvarez Sánchez, hijo de Virgilio Álvarez Pina (Don Cucho), uno de los más íntimos y leales servidores de Trujillo a lo largo de la dictadura, prestó atención al Gran Collar de la Democracia que le pendía del cuello, debajo de una piel “que se había vuelto completamente oscura”.  También él vio con pesar que la cara del Jefe sólo conservaba el color que tenía en vida, en un pequeño círculo alrededor de un punto blanco en la frente “donde se podía ver que había sido taponado”.

A ningún otro, quizás, la visión había causado una impresión tan profunda como al coronel Álvarez Sánchez, entre ellos, creían encontrarlo unas pulgadas reducido. El resto de los testigos, incluyendo oficiales de la tripulación, se miraron entre sí y guardaron silencio durante varios minutos, visiblemente conmovidos por la escena.

Rodríguez Demorizi informó entonces que el Presidente ha dispuesto el traslado inmediato del cadáver a Barahona en un buque de la Marina, donde le estará esperando un avión para llevarlo a San Isidro.  De allí sería montado, junto a los miembros de la familia Alba, en un avión de Pan American alquilado por el Gobierno que los conduciría a París, vía San Juan, Puerto Rico.  Pero el cadáver del Benefactor no descansaría todavía.  Le esperaban aún algunos inconvenientes, como si lo que sus compatriotas no fueron capaces de reclamarle en vida lo trataran de cobrar ahora, después de muerto.

Los restos del dictador fueron trasbordados poco después del mediodía al patrullero P-105 Independencia, que se situó al lado del yate, y con su fúnebre carga y los nueva miembros de la familia Alba se dirigió a toda velocidad hacia el puerto de Barahona, después de levantarse un acta del hallazgo del cadáver, que firmaron todos los comisionados.

Una vez realizada esta operación, se procedió a inventariar el voluminoso equipaje parte del cual el comandante Brady había dicho que él mismo abrió durante el trayecto de regreso.  La tarea fue lenta y fatigosa, prolongándose hasta avanzada la tarde.  Cuando el sol comenzó a ocultarse por el oeste y las declinantes luces del crepúsculo anunciaban la próxima llegada de la noche, el grupo decidió dar por terminada su tarea y trasladar todos los archivos y maletas al Banco Central, para ser guardados en sus bóvedas.

En las cinco maletas revisadas, los notarios actuantes, licenciado Hipólito Sánchez Báez y doctor Rubén Suro, certificaban que se habían encontrado en billetes nacionales de diversas denominaciones, $4,560,937, además de una enorme  cantidad de condecoraciones, medallas y otros objetos de valor, así como numerosos archivos, conteniendo libretas de taquígrafos, escritas de ambos lados, que enumeraban muchos de los actos más importantes, en su mayoría secretos, de la Era de Trujillo. El cargamento fue trasladado en un convoy militar a la sede del Banco Central, donde fue guardado en una bóveda sellada que fue abierta al día siguiente para proceder a un nuevo conteo del dinero, esta vez en máquinas.  El mal estado de la mayoría de los billetes dificultó esta tarea.

Rafael Acosta Cabral, estudiante de derecho de 22 años y auxiliar de mecanografía de la Junta Coordinadora de Exportación e Importación del Banco Central, tuvo que trabajar horas extras esa noche.  La llegada de “todo un ejército” de oficiales y soldados cargando enormes cajas y maletas que se depositaron ante funcionarios de la institución que luego las colocaron, bajo inventario, en una bóveda sellada con una cinta adhesiva alrededor, que un grupo de oficiales y civiles de rostro cansado firmaron después, le sacó de su aburrimiento.

Acosta no tuvo dudas de que estaba presenciado un momento histórico de la vida dominicana.

La operación había sido previamente coordinada.  Goico Morales, presidente de la comisión revisora del yate, llamó antes de salir de Las Calderas al hacendado Silvestre Alba de Moya, de 51 años, recién designado Gobernador del Banco Central, para que se permitiera el uso de las bóvedas para guardar los objetos encontrados en el Angelita.  Alba de Moya designó una comisión de técnicos y altos funcionarios, encabezada por los licenciados Diógenes Fernández y Luís Manuel Guerrero, para recibir el cargamento.  El contenido no fue verificado esa noche.

El 16 de diciembre, el Gobierno hizo público el valor de los objetos y dinero incautado en la revisión del yate Angelita.  Los documentos incluían certificados de depósitos en el exterior por US$24,270,328.53 más US$3,960,300.00 dólares en cheques.  Los agentes eran los bancos Nova Scotia y Royal Bank, ambos de Canadá.  Según el comunicado oficial, los cheques y certificados estaban a nombre de Rafael Trujillo hijo, Ramfis, y de tres corporaciones propiedad de su madre.  Los cheques estaban endosados por Ramfis a favor de las empresas de su madre y procedían de compañías privadas dominicanas y de bancos.  Fidel Méndez, administrador de la recién designada Junta de Recuperación y Control de Fondos propiedad de la familia Trujillo y asociados, dijo que la incautación de los documentos garantizaba que los Trujillo no podían tocar esos recursos en el exterior.

Para el teniente coronel Miguel A. Veras Toribio, comandante de las tropas de infantería de la Aviación Militar en la base aérea de Barahona, nunca antes hubo una orden tan difícil.  A sus 34 años, el curtido oficial, y compañero de partidos de polo de Ramfis, debía enfrentarse a la más molesta de las misiones, con tal que ella no representaba peligro alguno.

Balaguer le había hecho llamar para instruirle que adoptara todas las medidas necesarias, por drásticas que resultaran, para proteger el traslado del cadáver del Generalísimo a San Isidro, que debería arribar al puerto a lo sumo en una hora.  Dos aviones de carga de la base de San Isidro descenderían en Barahona para hacerse cargo de tan importante cargamento.  Su responsabilidad consistía en velar porque el traslado por tierra del puerto a la base, un recorrido no mayor de cinco kilómetros, se cumpliera sin dificultad y dentro del mayor hermetismo.  El Gobierno temía que se hiciera pública la información de que el cuerpo del Jefe se encontraba de nuevo en el territorio dominicano.  La sola infiltración de esa noticia podía desatar graves disturbios y crear una nueva crisis política de consecuencias probablemente imprevisibles.

Sin salir todavía de su asombro, con un profundo sentimiento de malestar y pena interior, el teniente coronel Veras Toribio, procedió a poner en ejecución las instrucciones.  A pesar de sus estrechas vinculaciones afectivas con Ramfis y su hondo sentimiento de adhesión a la causa de su padre, cuyo cadáver debía proteger ahora de una posible ira popular, él era, sobre todo, un militar de carrera y un “buen dominicano”.  Después de todo él había perdido la última oportunidad de obtener de la familia a la que había servido durante años, alguna recompensa material por sus entregas y sólo por su culpa.  La mañana del viernes 17 de noviembre había podido ver a Ramfis en su residencia de Boca Chica.  “Caballo”, le dio éste, “¿tienes casa?”.  “No, general, vivo en la base”.  Ramfis sonrió y le citó para esa misma tarde en la cancha de polo el hotel El Embajador.  Veras, que tenía una cita romántica esa tarde en Barahona, se disculpó diciéndole que debía estar allí inaplazablemente a las cuatro.  Ramfis le observó por un instante con simpatía y poniéndole un brazo sobre los hombres le despidió: “! Está bien, vete!”.  Cuando escuchó el domingo 19 las noticias sobre la partida el día anterior de un amigo, se dio un puñetazo en la cabeza y se dijo:”! Por jodón mira lo que has perdido!”

Moviéndose a gran velocidad y con la discreción debida, Veras coordinó con el comandante depuesto de la Marina, un recibimiento a la altura del “distinguido visitante”.  Cuando el patrullero atracó en el puerto, dos hileras de oficiales, impecablemente ataviados, se encontraban alineados a todo lo largo del muelle de madera.  Alba bajó de los primeros y pudo ver con satisfacción que estaban siendo objeto de un virtual recibimiento con honores.  Los militares lucían “nerviosos”, como si estuvieran “erizados” en sus rígidas posiciones de atención.

Alba tenía su enorme radio Zenith en los brazos, mientras la tripulación procedía a sacar el féretro y el resto del equipaje para llevarlo a la puerta de entrada donde esperaban varios vehículos.  Veras saludó a su viejo amigo y le dijo: “!Me trajiste un regalo, qué bien!”, a lo que el pasajero le responde “!El radio es tuyo, consérvalo!”.

El comandante de tropas de la base supervisó él mismo la colocación de las cajas y equipaje y decidió poner la enorme caja con el féretro en el único camión cubierto disponible.  Es un vehículo propiedad del ingenio azucarero, situado en las cercanías del muelle, que él ha requisado para esta operación, donde por lo regular se traslada ganado.  Toda la parte trasera luce llena de estiércol y restos de caña; el aspecto y las condiciones son definitivamente apestosas.  Varios soldados colocan cuidadosa y rápidamente la carga en el interior del camión, tras lo cual Veras se cuadra ante el ataúd, rodeado de excremento de vaca, y musita:

-¡Carajo! ¡Con lo grande que era ese hombre!

Inmediatamente, ordena que un jeep salga primero, seguido del camión y la larga fila de vehículos que forman la extraña caravana.  El aborda un jeep junto a Alba y su esposa.  Los niños y el resto de la familia del viajero ocupan otros vehículos más atrás.

Todas las puertas de acceso al puerto habían sido herméticamente cerradas al público y en la ruta trazada para alcanzar la base se habían colocado soldados y vehículos militares.  La población apenas se percató, sin embargo, del paso a excesiva velocidad de este cortejo por el centro de la ciudad.

Los vehículos se detuvieron en la cabeza de la pista donde ya aguardaban, con los motores encendidos, dos C-46.  En el primero de ellos fueron colocados el féretro y el resto del equipaje.  La familia Alba se acomodó en el segundo avión, que despegó apenas dos minutos después de haberlo hecho el primero.  Veras comprobó la hora, 5:15 de la tarde.

-¡Misión cumplida!- dijo y se retiró a su oficina.

El DC-10 de la Pan American, fletado por el Gobierno, que debía llevarlos por fin a París, aterrizó en San Isidro apenas unos minutos después de que lo hicieran los dos C-46 que transportaban desde Barahona a la familia Alba y el cadáver de Trujillo.  Pero no despegaría hasta pasada las once de esa noche.

Antes de subir el féretro al nuevo avión, se procedió a efectuar, en plena pista, una última inspección del cadáver, la quinta desde que se dispusiera el regreso del yate Angelita al país.  El coronel Ángel Ramos Usera, y otro oficial de alto rango, ordenan al coronel Disla Abreu destapar la inmensa caja.  Tan macabra operación se realizó en la misma cabeza de la pista 05, pista sur a norte, de la base, ante la mirada estupefacta de la tripulación de la Pan American y tomó algún tiempo.  Después de haber destapado las dos cajas superiores y cuando se disponían abrir la tercera caja que contenía el cuerpo, los coroneles, que habían visto el rostro de Trujillo por la ventanilla de la tapa superior del sarcófago, ordenan de pronto detener ahí la operación.  Disla insiste, enojado, “¿Por qué ahora que está casi abierta? ¡Vamos a terminar!” “!No, No!”, responden los oficiales, según recordaría Alba.  “!No hace falta!”

Ramos Usera dijo que el rostro de Trujillo “lucía oscuro” y recordaba perfectamente el gran collar que pendía de su cuello, con lo cual coincidió con los demás que pudieron ver el cadáver durante el registro ese mismo día del yate Angelita, en Las Calderas.  Alba sostuvo que los dos oficiales parecían muy inquietos y nerviosos mientras destapaban el sarcófago.

La orden de despegar se produjo poco después de las once.  Pero antes, Alba preguntó por las cajas selladas de los archivos del Jefe que no aparecían entre el resto del equipaje:

-¡Olvídese de eso!, le respondieron.

El avión debió hacer escala en San Juan, Puerto Rico, donde se procedió a dotarles de alimentos y frazadas para el viaje interoceánico de 15 horas sin escala hasta París.  En todo el tiempo que tardaron para aprovisionar el aparato, ninguno de los pasajeros salió a la Terminal.  A través de las ventanillas Alba y su esposa pudieron distinguir, entre el grupo que se había congregado para protestar por su presencia y la del “cuerpo” del dictador, a muchas caras amigas que meses antes compartían en las fiestas de Trujillo el apogeo y esplendor de la Era que había tocado a su fin.

El jueves 30 de noviembre, al día siguiente de haberse procedido a requisar el yate Angelita y guardado en una bóveda del Banco Central el dinero y los objetos de valor allí encontrados por la comisión designada por el Gobierno, tiene lugar un incidente que pone de resalto el interés que esos “tesoros” han despertado.  Silvestre Alba de Moya, gobernador del Banco, recibe temprano en la mañana una llamada telefónica del ahora mayor general Rodríguez Echavarría, Secretario de las Fuerzas Armadas.

El funcionario escucha pacientemente la extensa explicación del jefe militar.  Ramfis, decía, le había llamado a San Isidro desde París para pedirle que abriera algunos de los paquetes y archivos incautados en el yate, y así salvar una documentación que él, deseaba conservar.  A juzgar por la insistencia del ex-jefe de Estado Mayor General Conjunto tratábase de documentos muy importantes.  Por consiguiente, él enviaría a uno de sus hermanos en compañía de otra persona de su confianza, de reconocida seriedad ambos, a recoger esos papeles.  Todo lo que tendría que hacer Alba de Moya como gobernador era disponer que se abriera la bóveda, ya que sus emisarios se encargarían de hacer un inventario para el banco de los bultos a retirar.

Alba de Moya le respondió que él carecía de autoridad para disponer la apertura de la bóveda donde se habían guardado los documentos “porque el Presidente Balaguer designó una comisión para que maneje todos estos asuntos”.  Su intervención se limitaba únicamente a facilitar el uso de las bóvedas.  Rodríguez Echavarría alzó la voz para espetarle:

-¿Cree usted que yo actuaría sin el consentimiento del Presidente de la República?

A esto último, Alba de Moya contestó:

-En ningún momento he pensado eso, general.  Ni tampoco he dudado de su palabra.  Pero el Presidente actuó por decreto al nombrar la comisión y en consecuencia para desconocer a la comisión que él mismo ha designado, debo esperar otro decreto.

Hubo un tenso momento de silencio del otro lado de la línea.  Sin añadir más palabras, el general Rodríguez Echavarría cerró con fuerza el teléfono.

El jefe militar no volvió a tocarle este tema al gobernador del Banco Central ni éste hizo referencia alguna de ello al Presidente.  Varios días después, la comisión fue convocada, se designaron notarios públicos y se procedió a realizar un nuevo y definitivo inventario de los objetos y el dinero encontrados a bordo del yate Angelita.  Con el levantamiento de una nueva acta se dio por cerrado este caso.

El sábado 2 y el domingo 3 de diciembre, Amiama e Imbert salieron respectivamente de sus escondites.  Era el cumpleaños de Imbert y no podía haber escogido mejor fecha para reincorporarse a la vida normal.  La familia Cavagliano le despidió con un abrazo en la puerta de la residencia, en un gesto emotivo que conmovió a las personas que fueron a recoger al sobreviviente del atentado del 30 de mayo.

Amiama salió en la sola compañía de su hermano Fernando, a las 9:30 de la mañana, en dirección a la oficina del general Rodríguez Echavarría, en la Secretaría de las Fuerzas Armadas, para una visita de cortesía.  En el camino se les unió el doctor Jaime Guerrero Avila, amigo de mucho tiempo.

El nuevo líder militar les recibió fríamente en su despacho, casi sin mirarles a la cara.  Después de un intercambio de saludos, el general señaló las pistolas calibre 45 que los hermanos Amiama llevaban consigo.

-¡Esas son armas de guerra, Amiama.  Y deben entregarlas!

Sin mediar palabras, los dos hermanos se levantaron de sus asientos y se despidieron.  Guerrero Avila tuvo que apresurar el paso para darles alcance.

Una vez en la casa de Luís, éste dijo a Fernando que necesitaba tres mil pesos.  Fernando corrió a la residencia de Marino Auffant, un próspero comerciante importador, y obtuvo el dinero.  Luís hizo llamar entonces al nuevo jefe de la Policía, coronel Tapia Sessé, y le dijo:

-Necesito dos agentes de confianza.  Tengo aquí tres mil pesos.  Toma dos mil y búscame a esos hombres.

Luís situó a los dos policías en lugares estratégicos de su residencia y le comentó a Fernando que no entregaría su arma por nada del mundo.

Imbert cumplió una promesa hecha meses atrás al padre Marcial Silva.  Tan pronto como salió de su escondite fue a la iglesia de San Miguel a oír misa.

 

 

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