Antonio Imbert Barrera y Luis Amiama Tió. Foto cortesía de encaribe.org.
Antonio Imbert Barrera y Luis Amiama Tió. Foto cortesía de encaribe.org.

Capítulo 2 del libro de Miguel Guerrero:

“En los momentos en que la Historia deja las páginas de los manuales por las calles que las rodean, nada hay más estúpido que el papel de espectador”. EYLA EHRENBURG

 Ningún otro lugar parecía, a simple vista, peor para esconderse.  Pero Francisco Rainieri, cónsul honorario de Italia y medio pariente de Antonio Imbert, tenía razones para creerlo de otro modo. Por eso no vaciló en llamar a los esposos Mario y Dirse Cavagliano, funcionarios de la embajada italiana, para que acogieran al prófugo intensamente perseguido por los servicios de seguridad.  Rainieri había llamado a los Cavagliano el día anterior, jueves primer día de junio, para preguntarles si podían dar refugio a dos de los tres hijos de Imbert –Oscar y Leslie- y a cuatro de Estrella Sadhalá.

La pareja italiana vivía desde hacía meses en un amplio apartamento en la calle Mahatma Ghandi esquina Juan Sánchez Ramírez, pocas casas más debajo de donde residía Estrella Sadhalá.  Todo el sector se había convertido en un enjambre de calieses (agentes del SIM), que registraban numerosas casas de los alrededores.

Leer capítulo 1: Los últimos días de la era de Trujillo; ¡como se mata a un tirano!

Por funcionar allí la oficina de una misión europea, los agentes no habían entrado todavía a ella para una requisa.  Pero eso hacía más arriesgado ocultarse en la misma.  En cualquier momento, si veían algo sospechoso, podían llegar allí los siniestros agentes secretos.

Mario y Dirse dijeron a Rainieri que seis niños planteaban un problema de seguridad difícil de solucionar.  Rainieri asintió y llamó al día siguiente, 2 de junio, con una nueva propuesta.  Quería saber si estaban dispuestos a recibir a Imbert solamente.  La pareja italiana no conocía personalmente al miembro del grupo que había dado muerte a Trujillo, pero no vaciló en dar su consentimiento.

La residencia estaba dividida en dos sectores, independientes uno del otro.  A un lado estaban las oficinas de la cancillería de la embajada, para la cual Mario trabajaba.  Del otro estaba la residencia de la familia.  En ella vivían solamente tres personas, el matrimonio y su hija Liliana, de 17 años.  Gianni, de 19 años, el hijo mayor del matrimonio, estudiaba en Italia y no regresaría en mucho tiempo.  Una lavandera que trabajaba para ellos desde hacía meses había logrado viajar a Puerto Rico.  Mario era un ex soldado de la Segunda Guerra Mundial, perteneciente al ejército de montaña.  Nacido en 1913 era un ferviente antifascista que se alistó por obligación.  Después de la guerra, buscando un lugar tranquilo para reiniciar su vida, llegó a la República Dominicana con su esposa Dirse, nacida irónicamente el 30 de mayo de 1919.

Poco después del anochecer del viernes 2 de junio, fiesta nacional de Italia, el automóvil placa diplomática de Rainieri entró furtivamente a la marquesina de la residencia de los Cavagliano y penetró hasta el fondo.  La puerta trasera de la derecha se abrió rápidamente y un hombre cayó al suelo, al tiempo que el automóvil daba marcha atrás a gran velocidad.  Mario y Dirse ayudaron a levantar al hombre, que llevaba gafas oscuras y un enorme sombrero, y penetraron a la residencia a través de una puerta que comunicaba directamente con la habitación de su hija Liliana.

Después de tres noches de angustia, Imbert había por fin encontrado un escondite aparentemente seguro.  Permanecería en él hasta el 3 de diciembre, curiosamente la fecha de su cumpleaños, exactamente durante seis meses.

Más o menos un kilómetro al oeste, Luís Amiama cruzaba esa noche una puerta en la pared del patio de la casa de Andrés Freites, donde se había refugiado la madrugada del 31 de mayo, para esconderse de nuevo, esta vez en la residencia contigua de la familia Álvarez Pereyra-Gautier.  El doctor Tabaré Álvarez, y su esposa Josefina, acudieron a recibirle personalmente.  Bajo el intenso calor de aquella noche estrellada, Josefina creyó estar viviendo “el más emocionante y peligroso momento” en sus 32 años.

Freites había pedido a sus vecinos ese mediodía que ocultaran a su amigo por unos días, en vista de posibilidad de que su casa fuera objeto de una requisa, dado sus fuertes y conocidos vínculos con Imbert.  La tarde anterior la residencia cercana de Antonio Najri, un empresario, fue registrada por los agentes de seguridad mientras las sospechas oficiales parecían extenderse al general Román Fernández y a su hermano Bibín.  La idea era mantenerle allí mientras se le encontrara un nuevo y más seguro refugio.  Amiama permanecería hasta el 2 de diciembre en ese lugar.

Los esposos Álvarez esperaron que todos los niños –sus cuatro hijas pequeñas María José, Alexandra, Teresa y Virginia, de 9, 8, 6 y 5 años, respectivamente- y los dos de Freites, así como el personal de servicio de ambas residencias estuvieran acostados, para proceder al traslado de Amiama.  Entonces apagaron todas las luces de ambos inmuebles y entraron con el prófugo por el patio.  A sus oídos llegaba, como un lejano rumor, el sonido peculiar y temido de los pequeños automóviles del SIM recorriendo a escasa velocidad los alrededores.

Tabaré entró el primero para abrir la portezuela de la terraza semi descubierta que daba acceso a las escaleras interiores que llevaban a la habitación matrimonial, en cuyo vestidor fue acomodado Amiama.  Andrés y su esposa Antonia entraron luego y Josefina los escoltó tomada del brazo de Amiama, para que no tropezara en vista de la oscuridad.  Freites y su esposa se despidieron de Amiama con un fuerte abrazo y regresaron de inmediato a su residencia por el mismo lugar.

A pesar de la similitud en cuanto al tiempo en que permanecerían escondidos, no hubo muchas otras coincidencias en los prolongados refugios de los dos conjurados.  Amiama estuvo la mayor parte del tiempo escondido detrás de una falsa pared dentro de un closet y únicamente solía salir de él en las noches, cuando los esposos Álvarez le llevaban la comida y los periódicos del día.  El matrimonio tuvo la precaución de no despedir al servicio para mantener un aspecto de normalidad.

Josefina había cuidado siempre ella misma de su habitación.  Por esto no despertaron sospechas las nuevas restricciones puestas a Fanny, el único personal de servicio y quien había estado con la familia durante años, con respecto a esa área de la casa.

En julio, Amiama enfermó ligeramente y a petición suya, el doctor Álvarez hizo venir a otro médico de confianza a examinarle.  Álvarez era especialista en los ojos y la garganta y no un médico general.

Nada sabía sobre su paciente el doctor Luís Fernando Fernández, Martínez, cardiólogo y especialista en medicina interna de 40 años, compadre de Amiama, cuando llegó por primera vez a la residencia de su colega, con su pequeño maletín de médico, después de una tensa jornada en su consultorio, Fernández creyó que iba a examinar a Tavaré, quien le había dicho que no se sentía bien.  Además de ser examinado, Amiama quería hacerle llegar a su esposa Nassima, detenida por el SIM, noticias de que él se encontraba a salvo en casa de unos amigos, sin identificarlos por razones de seguridad.  El encargo fue cumplido por el médico a la primera oportunidad que se le presentó de visitar a los detenidos.

Fernández se puso muy nervioso cuando vio a Luís, su paciente, en la habitación de los esposos Álvarez-Gautier, con escalofríos a causa de la fiebre.  No era un caso complicado.  Tras examinarlo comprobó que se trataba de una afección viral, con signos de ronquera.  Le administró analgésicos descartando los antibióticos y los exámenes de laboratorio, por los riesgos que éstos conllevarían.

A pesar del peligro y su ansiedad creciente, el médico volvió en otras dos ocasiones durante la semana siguiente para examinar al paciente.  Sus cuidados curaron en pocos días a Luís Amiama, pero temeroso de ser descubierto, el médico abandonó el país poco después con toda su familia y se fue a California.

Amiama volvió a enfermarse en octubre y nuevamente, Álvarez tomó la decisión de buscar otro médico.  Lo encontró al día siguiente, durante un cóctel almuerzo al que asistía en su condición de Secretario de Estado de Salud Pública, cargo en el que había sido designado en junio teniendo ya escondido a Amiama.  Álvarez hizo un aparte con el doctor Nicolás Pichardo, cardiólogo de 47 años, y hombre de su plena confianza.  Álvarez era primo hermano de Dulce María, esposa de Pichardo, y ambos habían sido compañeros de estudios.

Apelando a esa vieja amistad, Álvarez hizo entonces a Pichardo la extraña solicitud de que le acompañara un momento a su casa.  En el trayecto, le contó que tenía escondido a Amiama en su casa desde junio y que éste requería de la urgente atención de un médico internista.  Pichardo aceptó verle de inmediato y se detuvieron un momento en la casa de este último al final de la avenida Bolívar a recogerse maletín médico y unas cuantas medicinas.

Era aproximadamente la una y media de la tarde cuando Pichardo atendió por primera vez a Amiama en su escondite.  Lo siguió tratando durante la semana siguiente, aunque no diariamente y a distintas horas para evitar llamar la atención de los servicios de seguridad que ya incluso habían realizado un registro en la residencia de los Álvarez-Gautier.

Cuando los calieses llegaron una mañana para el registro, Josefina hizo acopio de una tremenda sangre fría que salvó prácticamente a su protegido.  Rápidamente se colocó un gorro de baño, abrió el gripo de la ducha y dejó la puerta de su habitación entre abierta, simulando no haberse dado cuenta de nada.  Cuando los agentes se aproximaron a la habitación se asomó a la puerta que comunicaba el baño privado con la alcoba, en uno de cuyo closet estaba escondido Amiama, y preguntó en voz alta qué pasaba.  Cuando Fanny, la niñera, le respondió, le ordenó despreocupadamente que los hiciera pasar al área.  Los miembros del SIM apenas registraron la habitación, para llenar un formulismo y se despidieron agradeciendo a la “señora del secretario” sus atenciones.

Como ocurrió en julio, en octubre Amiama lucía pálido, lo cual el médico atribuyó principalmente a su prolongado escondite, y delgado, a pesar de la falta de ejercicio.  El quebranto consistía en un estado gripal, con fiebre alta que le producían convulsiones.  A los pocos días de la primera visita de Pichardo, Amiama mejoró notablemente, pero el médico continuó viéndole por dos o tres ocasiones posteriores.

Antes, el paciente se había quejado de fuertes dolores en las piernas, debido al entumecimiento por las largas e inmóviles horas dentro de un closet de ropa de mujer.  En una oportunidad, en un arrebato de desesperación, Amiama arrancó de un tirón las lengüetas de sus zapatos para aliviarse la insoportable presión en los pies.

Aun cuando la casa había sido registrada, la familia Álvarez-Gautier no descartaba la posibilidad de una nueva requisa, esta vez más minuciosa.  Todos los que habían dado refugio a los implicados en el atentado del 30 de mayo, sin respetar edad, sexo ni condición, habían sido arrestados y sometidos a torturas.  La familia Álvarez estaba convencida de que Amiama no se dejaría agarrar con vida.  Unos días después de la llegada de éste, Josefina volvió a la casa de su vecino Freites, quien ya se encontraba en el exterior, para buscar las dos pistolas que Amiama había dejado guardadas allí.

Con el pretexto de recogerla ropa de los hijos del matrimonio Freites, entró a la casa por la puerta principal, utilizando una llave.  Josefina vio antes a los agentes del SIM recorriendo, como de costumbre el lugar.  Entonces se vistió con una bata-kimono ancha, que podía recoger alrededor del talle con un cinturón.

Controlando la enorme tensión que la envolvía, se colocó las dos pistolas debajo de la bata y las aseguró con el cinto.  Se vio al espejo y notó que no hacían ningún bulto sospechoso.  Se persignó y con determinación tomó la bolsa en que colocó la ropa de los hijos de Freites y se la entregó en la marquesina al chofer de éste, que aguardaba pacientemente.  Cumplida esta difícil misión hizo acopio de fuerza y salió despacio, con toda naturalidad, y cruzó hacia su casa atravesando la entrada delantera, mientras los ocupantes de un auto del SIM vigilaban desde lejos la escena.  Ya en su habitación, Josefina entregó las dos armas a Amiama.

En cambio, la estancia de Imbert en la residencia de los Cavagliano resultó menos tensa y, dentro de las difíciles circunstancias, relativamente segura y confortable.  Imbert dormía en la habitación con Mario y solía salir en las noches a una terraza que daba al patio, protegida por una pared de varios metros de altura, para escuchar la radio y tomar un poco de aire fresco.  Durante el día, solía leer volúmenes de la biblioteca de la familia.

La noche de su llegada decidió redactar un documento para dejar un testimonio de lo ocurrido.  Quería que, si llegaba a pasarle algo, se supiera cómo se dio muerte a Trujillo y qué se proponían ellos, los conjurados, con ese acto.

Liliana, la hija de los Cavagliano, se ofreció a tomar el dictado.  Luego lo pasó en limpio y entregó el documento a Imbert, quien tras revisarlo estampó su firma al final, con puño firme.  El original, de cuatro páginas, fue entregado dos semanas después por Mario a Armando D’Alessandro, hermano mayor de Yuyo, quien había encontrado antes refugio en la casa de la familia italiana.  Armando, que había sido arrestado la noche misma del asesinato el Jefe y puesto en libertad el 14 de junio, lo escondió asustadísimo debajo de un mosaico del piso de su casa.

En parte, lo escrito por Imbert decía: “Hoy día 2 de junio de 1961, aún no he podido explicar las causas que han motivado el que no se haya podido llevar a efecto la segunda etapa del plan convenido, ya que la responsabilidad en esa parte descansaba única y exclusivamente sobre Juan Tomás (Díaz) y Román”.

Sólo dos extraños vieron a Amiama en su refugio, por razones médicas.  Imbert, sin embargo, tuvo mejores oportunidades.  Apenas unos días después de su llegada furtiva a la residencia de los Cavagliano, pidió entrevistarse con una persona de confianza.  Poco después la señora Minetta Roque, quien luego sería dirigente de Unión Cívica, fue a la cancillería de la embajada a llevar una correspondencia que Mario debía hacer llegar a Yuyo en el exilio.  Mario había abierto, en combinación con Yuyo, un apartado postal en Puerto Príncipe al que el dirigente exiliado escribía usando nombres falsos.  Mario recogía la correspondencia y depositaba otras, siempre que viajaba a la capital haitiana en busca de la valija diplomática de la embajada de Italia.

Cuando Dirse envió por Minetta Roque le dijo que tal vez estuviera interesada en ver a una persona importante.  Los esposos la llevaron ante Imbert, con quien habló largamente.  Semanas más tarde, el padre Marcial Silva, párroco de la iglesia del barrio San Miguel, en la zona céntrica, fue a visitar como hacía a menudo a sus amigos Cavagliano.  En medio de la conversación, la pareja daría al sacerdote una de sus mayores sorpresas.  En aquella época las relaciones del Gobierno con la jerarquía católica se encontraban en el nivel más bajo.  Trujillo había incendiado iglesias y arrestado decenas de curas en todo el país.  En los medios oficiales se atacaba duramente a la Iglesia y la noche del 30 de mayo, los agentes del SIM había detenido a monseñor Tomás O’Reilly, obispo de la diócesis de San Juan de la Maguana.  De nacionalidad norteamericana, el prelado fue trasladado a la cárcel de torturas del kilómetro 9, donde se le dio un trato brutal.

-¿Quieres ver, padre, quien ayudó a arreglar la situación con la iglesia?- dijéronle de pronto al sacerdote, mostrándole al prófugo, a quien Silva envió luego un juego de dominó para ayudarle a entretenerse.  En esa su primera de muchas entrevistas, el sacerdote confesó a Imbert.

En las semanas siguientes a su llegada, Imbert hizo una estrecha amistad con un químico italiano, Paolo Anglesio, quien trabajaba para la Manicera, la fábrica procesadora de aceite de maní, propiedad de Negro Trujillo y la familia Bonetti.  Anglesio visitaba frecuentemente a los Cavagliano y éstos acordaron que tales encuentros debían continuar para no levantar sospechas.

De todas las visitas realizadas a uno de los dos hombres más buscados por la seguridad del Estado, ninguna, sin embargo, representó mayor peligro para Imbert, ni la familia italiana que le ocultaba, como la que sorpresivamente se produjera en junio.  Sam Harper, corresponsal norteamericano de la revista Time e íntimo del periodista neozelandés Bernard Diederich, que había estado escribiendo sobre la persecución de los dos fugitivos, se presentó un día ante los Cavagliano.  Yuyo, anteriormente, había enviado a sus amigos italianos una foto de Harper recomendándole como una persona de su más absoluta confianza.  Los Cavagliano, que habían escondido en su vieja residencia a Yuyo por dos meses en 1960, acogieron a Harper, a pesar de los riesgos.

Dirse preguntó esa noche a Imbert si aceptaba recibir a un periodista norteamericano.  Imbert se opuso calculando el peligro.  Pero ante la insistencia de los esposos, que corrían idéntica suerte, aceptó.  Harper habló largo rato con Imbert, y respetó su promesa de no divulgar la entrevista.

Los Cavagliano observaron que Harper andaba en un taxi el hotel El Embajador, que permanecía estacionado fuera en la calle, mientras los Volgswagen del SIM recorrían insistentemente los alrededores.  Dirse salió al jardín a regar el césped y abrió de par en par las puertas de la casa, para alejar sospechas, mientras Mario aconsejaba a Harper regresar al día siguiente con un pretexto que ellos mismos ayudarían a montar.

En efecto, Harper solicitó al día siguiente una entrevista con el secretario de la embajada para obtener datos para un reportaje sobre la colonia italiana en la República Dominicana.  La cita fue fijada para las cinco de la tarde, pero los Cavagliano acordaron con Harper que éste estuviera una hora antes para hablar con Imbert.

Así se hizo.  A las cinco, hora de la cita, Harper vio al secretario de la embajada al cual preguntó si entendía el inglés.  Este le respondió que no y el periodista se despidió dando por terminada la entrevista.

La ola de represión cruel e indiscriminada desatada por el SIM y San Isidro, tan pronto como tuvieron conocimiento del asesinato de Trujillo carecía de parangón en los anales incluso de la misma dictadura.  No sólo abarcó, sin respetar edad ni condición, a los familiares de los implicados y a los amigos de éstos, sino a personas que nada tenían que ver con el atentado.

Uno de los detenidos la misma noche del 30 de mayo fue el ingeniero Armando D’Alessandro.  De 30 años, Armando era el mayor de una familia de siete hijos, seis varones y una hembra.  Su arresto era el capítulo final de una larga y angustiante historia que se inició dos años antes y que puso fin a una vieja relación de amistad de la familia con los Trujillo.

Uno de sus hermanos, Aldo, había sido asesinado, sin encontrarse jamás su cuerpo, entre el 25 de noviembre y el 5 de diciembre de 1960.  El sábado 26 de ese mes, el chofer de la familia fue a llevarle comida a la cárcel de “La Victoria”, pero él ya no estaba.  Ramón (Moncho) Imbert, un compañero de celda, le dijo al chofer que Aldo había sido trasladado a San Isidro.

Aldo fue arrestado después que Guido (Yuyo), su hermano, saliera al exilio disfrazado de turista, en un barco como polizón, después de haber permanecido escondido más de dos meses en la casa de los esposos Cavagliano.  El 18 de enero de 1960, Yuyo fue llamado a San Isidro por el general Fernando A. Sánchez hijo (Tuntin), amigo de infancia muy allegado a la familia.  El general le advirtió del descubrimiento por las autoridades de un complot de grandes ramificaciones, en el que estaban involucrados muchos miembros de familias protegidas por Trujillo.  La reacción oficial será drástica, le dijo, al ser el propósito de la conspiración dar muerte al propio Trujillo el día 21 de ese mes, durante la inauguración de la Feria Ganadera.

Todo el que estuviera implicado, le dijo el general Sánchez hijo mirando a los ojos de su amigo de infancia, lo mejor que puede hacer es esconderse o abandonar el país, siempre que pueda.  Antes de despedirse, el general dio a Yuyo otra señal del peligro.  Le pidió las llaves de su automóvil mientras ordenaba a un oficial llevarlo directamente a su finca, al tiempo que él mismo, en su carro con placa de general, le trasladaba hasta su residencia.  Una vez en esta, Yuyo corrió inmediatamente a casa de Armando para informarle.  Los dos hermanos coincidieron en que Tuntin los había puesto en sobre aviso y que Yuyo, por lo menos, debía esconderse de inmediato.  Armando desechó hacer otro tanto por considerar que ello dejaría a la familia desprotegida.

Cientos de jóvenes habían sido arrestados en todo el territorio nacional.  Uno de ellos era Manuel A. Tavárez Justo (Manolo), líder del movimiento y tío de los D’Alessandro.  Minerva Mirabal de Tavárez, había convenido a Yuyo de entrar en la conspiración.  Los D’Alessandro eran amigos de la familia de Trujillo, pero sus nexos con la familia Trujillo Martínez nunca fueron buenos.  Esto se debía a que doña Bienvenida Ricardo, segunda esposa de Trujillo, era madrina de Armando.  Doña María Martínez de Trujillo, tercera y última esposa del Jefe, no venía con buenos ojos estos vínculos de la familia D’Alessandro.  Durante mucho tiempo, esta circunstancia distanció a las dos familias. Sin embargo, el matrimonio de Yuyo le acercó a Ramfis y ambos llegaron a convertirse en grandes amigos.  Yuyo era esposo de Josefina Ricart, hermana de Octavia (Tantana), casada con Ramfis.

Sin embargo, la expedición guerrillera de junio de 1959 cambió radicalmente la actitud de Yuyo frente al régimen y con ello la situación de toda la familia D’Alessandro.  En una oportunidad Ramfis lo hizo llamar ante él en la cárcel del kilómetro 9.  Numerosos expedicionarios habían sido ya trasladados a ese centro de tortura.  Indicándole a uno de ellos –el periodista Federico Larancuent-, le dijo:

-¡Ese es el tuyo, Yuyo!

La impresión fue demasiado para él, que sufrió un ataque de nervios y casi se desmaya.  Su comportamiento fue tomado a broma.  Ramfis y sus acompañantes rieron a carcajadas y le tomaron por un cobarde, sin agallas, rasurándole la cabeza.  Esto salvó probablemente a Yuyo de cometer un asesinato o de sufrir las represalias normales frente a rechazos de este tipo.  A partir de entonces, los hermanos D’Alessandro comenzaron a reunirse con Tavárez Justo y su grupo.  Yuyo se involucró de lleno.

La causa de que el general Sánchez hijo lo llamara a san Isidro el 18 de enero de 1960, obedecía al hecho de que algunos prisioneros habían mencionado su nombre.  Ramfis no le dio importancia y pidió a Tuntin que hablara con el amigo común.

No cabía duda de que el general Sánchez le había prevenido y que no se podía perder tiempo.  Por eso, Armando y él decidieron esa misma tarde ir a la embajada de Italia, en la avenida Independencia, en busca de asilo.  El embajador Pietro Solari, amigo de la familia D’Alessandro, le explicó que por no ser Yuyo ciudadano italiano no podía mantenerle indefinidamente en la embajada.  En cambio, habló con una familia italiana, que laboraba para la misión.  Los Cavagliano aceptaron esconderle.

Esa misma tarde, ya de regreso Armando en su casa, agentes del SIM fueron a buscar preso a Yuyo, al complejo residencial donde vivía toda la familia, en la calle Doctor Delgado, a dos cuadras al norte del Palacio Nacional.  Armando les aseguró que su hermano había sido requerido antes del mediodía por San Isidro y aún no regresaba.  Al día siguiente, Armando es detenido.  Fue enviado a buscar a las cinco de la mañana con el coronel de la Policía Soto Echavarría, quien cortésmente le sugirió:

-¡Tómese su tiempo, que yo le espero! Si se desea bañar y desayunar puede hacerlo.

Armando se dio una ducha y cambió de ropas, pero no tuvo ánimo para desayunar.

Le dijeron que permanecería detenido hasta tanto Yuyo diera señales de vida.  Pero dos semanas después fue puesto en libertad.  La suerte de la familia D’Alessandro estaba sellada con el régimen.  Trujillo ordenó el cobro en veinticuatro horas de una deuda de la empresa de ésta, La Grisolía, ubicada detrás de la iglesia del barrio San Carlos, con el Banco de Reservas, del Estado.  En caso de que no fuera pagada, sus bienes debían ser puestos en pública subasta.  El administrador del banco, doctor Milton Messina, de 37 años, tuvo una idea que salvó de la bancarrota total a los D’Alessandro.  En lugar de una subasta, aceptó en dación de pago, por el valor real y por el monto de la deuda, propiedades de la familia.

Entre tanto, Yuyo pudo salir del país en la forma más extraordinaria.  Los esposos Cavagliano le habían dado refugio durante dos meses y casi una semana.  El 23 de marzo, de su casa de madera situada en la avenida Independencia esquina Wenceslao Álvarez, frente a la embajada de Italia, el matrimonio salió acompañado de un hombre de pelo rubio rizado, vestido estrafalariamente con bermudas, una camisa de colores chillones, lentes oscuros, un sombrero de paja y una cámara vacía colgando del brazo derecho.  Pero no se trataba de un turista.

Horas antes, un miembro de la tripulación se presentó a la cancillería de la embajada para sellar unos papeles del buque turístico italiano SS Victoria, que hacía escala periódica en el puerto de Ciudad Trujillo.  Los Cavagliano pensaron que esa era una buena oportunidad para enviar a Yuyo al exterior. Este estuvo de acuerdo.  Entonces, Mario estableció contacto con un empleado del barco que atendía una tienda de sellos y que resultó haber sido su compañero de guerra.

El hombre le dijo a Mario que existían posibilidades de acoger a D’Alessandro como polizón.  El personalmente no podía hacerlo en su camarote porque lo compartía con otros cinco tripulantes.  El hombre clave era el cura del barco, quien se presentó ante Mario, cuando los Cavagliano lo requirieron, en plena cubierta, vestido apenas con unos bermudas y el torso al descubierto.  Era un hombre alto y fornido, bien parecido, con el pelo rubio revuelto sobre la frente.  Parecía todo menos un sacerdote.

Yuyo no estaba en condiciones de controlar su nerviosismo y la señora Cavagliano subió con él las escalerillas del buque después de advertirle que cualquier paso en falso podía delatarle ante las decenas de agentes el SIM que se encontraban por todo el barco y merodeaban por los muelles.  El sacerdote aceptó llevar a Yuyo a San Juan, Puerto Rico, en su camarote, pero más tarde le dijo a éste que debía informar al capitán.  Yuyo le suplicó que no lo hiciera.  Si era informado, el capitán estaba obligado a comunicar el hecho a las autoridades y éstas lo harían preso inmediatamente, aún cuando el SS Victoria hubiera zarpado.

Antes de llevar a Yuyo al puerto, Dirse se había comunicado con el embajador Solari:

-Vamos a correr el riesgo de intentar salvar a Yuyo.  Si algo sucede, por favor, lleve a nuestros hijos a Italia.

El barco partió con retraso a las seis de la tarde del 23 de marzo de 1960.  Los Cavagliano permanecieron en el buque cuidando de su protegido hasta el último minuto.  Días antes habían dado a un pordiosero el único peso que Yuyo portaba cuando se refugió dos meses antes en la casa.

Isabel Mayer, abuela de Yuyo y Armando, había sido una de las mujeres más cercanas a Trujillo y una de sus más fieles colaboradoras durante años.  En la madrugada del 30 de mayo, a despecho de estos antecedentes, fue detenida tras ser condenada por cargos de difamación elevados por el hombre que la había sucedido como gobernador de Montecristi, su provincia natal, en el extremo noroeste, fronterizo con Haití.

Condenada a tres meses de cárcel y al pago de una multa de 200 pesos, fue trasladada a la fortaleza del ejército en Santiago.  Armando montó en su auto y fue detrás de ella.  Entre tanto, su madre, Carmen Isabel Tavárez viuda D’Alessandro, le puso un telegrama a Trujillo pidiendo clemencia para la mujer, ya entrada en edad, que le había servido durante tantos años.  Trujillo reaccionó inmediatamente y ordenó el indulto.  Este fue probablemente su último acto oficial.

La señora Mayer estuvo unas once horas detenida.  El jefe de la fortaleza, coronel Nivar Ledesma, recibió personalmente la orden de indulto del Generalísimo y preguntó entonces a Armando si proyectaban pernoctar esa noche en Santiago.  D’Alessandro le dio que debido a la hora prefería viajar al día siguiente, pero una vez fura de la fortaleza guió a toda velocidad hacia la capital llevando consigo a su abuela y a su madre, quien le había acompañado a Santiago.  Tenía apenas tres horas descansando en su casa, cuando fueron a apresarle, en conexión con la muerte de Trujillo.

Al frente de la patrulla que le requirió se encontraba su amigo de infancia, el mayor Juan Bautista Cambiaso Pimenel (Molusco), oficial de la Marina trasladado a la base de San Isidro por órdenes de Ramfis.  Molusco subió hasta las habitaciones de la segunda planta y sacó de la cama a Armando por la fuerza.  Judith-Dolly-Leffeld, su esposa, quien estaba embarazada, fue arrojada al suelo.  Armando vestía únicamente unos calzoncillos y no le permitieron ponerse nada encima.  Dolly alcanzó a lanzarle del balcón una bata, que el atrapó con la mano derecha y no logró ponerse hasta muchos días después.

En la cárcel del kilómetro 9, donde fue trasladado esa misma noche, D’Alessandro identificó a monseñor O’Reilly entre los detenidos.  También vio cómo varios de ellos fueron lanzados violentamente al piso por agentes sudorosos.

 

Dolly escribió a Ramfis pidiéndole que le devolviera a su esposo.  Días después de recibir el telegrama, Ramfis llamó a su oficina de San Isidro al general Sánchez hijo:

-Tuntin, sólo contigo me atrevo a devolver a Armando–, díjole entregándole el papel.

Sánchez fue el mismo a buscar a Armando y tras darse un fuerte abrazo lo llevó personalmente a su casa.  Eran cerca de las tres de la mañana del 14 de junio, dos semanas después de la muerte de Trujillo.  La residencia estaba a oscuras y Sánchez llamó varias veces a la puerta.  Al notar el vehículo de la señora Mayer en el patio fue directamente al lado exterior de la habitación que ésta ocupaba y tocó pacientemente.  Doña Isabel identificó su voy y le dijo: “Tunte (nunca pudo llamarle correctamente por su apodo), hijo mío” y todo el mundo salió a abrir cuando le dijo que traía sano y salvo a su nieto.

 

Los dos amigos subieron directamente a la habitación de Armando en la segunda planta donde les esperaban Dolly y los niños.  Sánchez le pidió a la mujer que certificara en el dorso del telegrama que ella había remitido a Ramfis, la hora y las condiciones en que él le entregaba a su esposo.  Dolly alegó que estaba demasiado nerviosa para escribir y le pidió entonces que él mismo lo hiciera y entonces ella lo firmaría. Así se hizo.

La historia de la prisión de Armando D’Alessandro ilustra a la perfección interioridades del régimen de Trujillo que de otra manera resultarían imposibles de describir.  El general Sánchez hijo, por ejemplo, era un hombre muy odiado por la oposición, pero no cabe dura de que su amistad con la familia de Yuyo y Armando salvó la vida de ambos.  El era un capitán cuando don Guido, el padre de los D’Alessandro, murió estando en franca desgracia con el gobierno después de haber sido un favorecido.  Sánchez asistió al sepelio y cargó el féretro.  Al día siguiente, Trujillo le llamó para decirle, como si no le diera demasiada importancia al asunto: “Te vi en una fotografía en el periódico…” Los hermanos D’Alessandro reciprocarían a Sánchez estas muestras de solidaridad muchos años después.  En 1978, antes de las elecciones de mayo, Tuntin, con el apoyo de Armando y algunos oficiales amigos, regresó en un vuelo directo desde Madrid, que aterrizó en horas de la madrugada.  Armando fue a recibirle y Sánchez logró pasar los chequeos de Migración y Aduanas.  En el parqueo de la Terminal, cuando Armando se disponía a abrir el baúl de su auto para colocar el equipaje de su amigo, una voz detrás de ellos dijo imperativamente: “!Tuntin!” y éste cometió el error de voltear el rostro.  Fue deportado a Panamá esa misma mañana.  Meses después, a comienzos de 1979, cuando ya Balaguer había entregado el poder al presidente Antonio Guzmán, del PRD, Armando visitó al director de Migración, Barón Suero, para interceder por su amigo de infancia.  Suero había sido militar y guardaba buenos recuerdos de Sánchez por lo que accedió a levantarle el impedimento de entrada.  Sólo puso una condición, que su entrada se hiciera en un vuelo privado y por La Romana, nunca por el aeropuerto principal de Las América en Santo Domingo.

Sánchez viajó a Puerto Príncipe y Armando fue en un avión particular a buscarle.  Cuando la noticia de su ingreso al país trascendió públicamente, el director de Migración se excusó diciendo que el impedimento en contra de Sánchez había sido anulado por el gobierno de Balaguer.  El, simplemente, se había limitado a cumplir con una disposición vigente.

Infinidad de historias como las de los D’Alessandro y Sánchez y la de Armando y Cambiaso Pimentel (Molusco) caracterizaron la vida íntima de la Era de Trujillo.  Aún después de derrocada la dictadura, Armando y Molusco no volvieron a hablarse.  Sánchez hizo esfuerzos durante años para juntarlos, sin ningún resultado.  Un día, Yuyo llevó a Molusco a la casa de Armando y volvieron a ser amigos.

Pocos días después del 30 de mayo, con la excepción de Imbert y Amiama, los demás conjurados estaban muertos o detenidos.

La ola de represión desatada de un extremo a otro del país había logrado frustrar el intento de desmontar el aparato gubernamental, después de haberle descabezado, con el asesinato el tirano.  El régimen parecía haber superado aquella primera prueba suprema.  Ramfis ocupó el lugar dejado por su padre y Balaguer maniobraba, desde su frágil y nominal puesto de presidente, para sortear las dificultades.  Pero el pueblo, por primera vez, había encontrado un resquicio y por él se escaparían todos los anhelos de libertad comprimidos durante30 años de opresión y pobreza.

De hecho, las primeras protestas dejaban sentir esos deseos por calles y plazas.

Posted in Destacado, País, PanoramaEtiquetas

Más de destacado

Más leídas de destacado

Las Más leídas