Los atentados contra las Torres Gemelas fueron un golpe muy fuerte para los neoyorquinos y todo el país
Nueva York. El rostro de terror e incertidumbre de una muchedumbre que huía sin rumbo, alejándose del sur de la isla de Manhattan, muchos a través de la Quinta Avenida, muchos descalzos y sin mirar atrás, ha acompañado durante veinte años a la ciudad de Nueva York.
También la imagen de otros, que detuvieron su carrera y lloraban sin consuelo, desmoronados, impotentes, sentados frente a edificios, a un paso de la estación Grand Central, donde muchos llegaron en un intento baldío por salir de la ciudad.
El 11 de septiembre del 2001, un día soleado en que se celebraban primarias demócratas en Nueva York para elegir a su candidato a la alcaldía, una noticia paralizó la ciudad que apenas comenzaba la rutina de trabajo: un avión se había estrellado contra una de las icónicas Torres Gemelas de 110 pisos, en lo que al principio se creyó que había sido un accidente.
Y cuando aún la ciudad no se recuperaba del estupor, sus habitantes vieron horrorizados cómo otro avión chocó contra la torre sur, diecisiete minutos después del primero, en momentos en que miles de personas estaban en sus centros de trabajo en el complejo popular y turístico del World Trade Center, en el Distrito Financiero de la Gran Manzana. Entonces las dudas se despejaron: no se trataba de un accidente.
Temprano esa mañana me disponía a cubrir las primarias demócratas cuando recibí la llamada que me dejó paralizada. Miré la televisión y no podía creer lo que veía. Salí rápidamente del apartamento pero mi tren fue detenido y desalojado en El Barrio, el reducto latino de Harlem.
En ese barrio, habitualmente bullicioso por la música a todo volumen que sale de los comercios, aquel día no era así. Empleados y transeúntes escuchaban atentos las noticias de lo que sucedía en el Distrito Financiero, en el bajo Manhattan. Varios vecinos habían colocado radios en las ventanas de sus apartamentos, lo que también se repitió en otras áreas de la ciudad.
Yo iba tomando nota de todo, cuando de pronto escuché algo que me estremeció: “Se cayeron las torres, ¡las dos!”, gritó un hombre desde la ventana de su apartamento a otro vecino al otro lado de la calle. En ese momento sentí me invadió esa desesperación que sentimos los periodistas por estar en el lugar donde todo estaba pasando.
Entre la sorpresa, sollozos, la confusión y el terror, los neoyorquinos vivimos también uno de los momentos de más angustia e impotencia cuando personas comenzaron a tirarse de los pisos altos para escapar del infierno en que se habían convertido las torres, que ardían en llamas que podían verse a gran distancia.
Los atentados contra las Torres Gemelas fueron un golpe muy fuerte no solo para los neoyorquinos, en un país que solo había vivido una situación como esta a través del cine o los noticiarios y que dio un vuelco a la vida de todos.
Mientras recorría las calles vi llanto y desesperación entre los que intentaban hacer una llamada desde un teléfono público, sin éxito. No había líneas telefónicas y yo ni siquiera podía llamar a la oficina y dictar lo que hasta ese momento había visto.
Salí de El Barrio en uno de los autobuses que intentaban sacar al mayor número posible de gente de las calles. Allí todos hablaban a la vez, preocupados por lo sucedido mientras yo observaba cómo en cada entrada al metro a lo largo de la ruta había policías.
Un avión de reconocimiento comenzó a sobrevolar la zona del desastre. A mi alrededor, en la Quinta Avenida, me topaba con grupos de gente que huían hacia la estación, pero también la mítica Grand Central estaba siendo desalojada. Tampoco el metro funcionaba: solo se podía salir de Manhattan en autobuses o ferris abarrotados de gente despavorida.
Tras llegar a la oficina y mandar mi primer reporte, pensé: ¿dónde pueden haber llevado a las víctimas? Muy probablemente, al hospital Saint Vincent, cercano a las torres. Ya todas sus inmediaciones eran un hervidero de batas blancas, médicos y enfermeras con camillas recibiendo a las víctimas y familiares desesperados.
Ya en ese momento la policía había cerrado el acceso a la zona baja, llena de un humo negro, y los periodistas no podíamos acercarnos al lugar de la catástrofe, lo que luego se conoció como la “zona cero”. Hacia ella se dirigían camiones con soldados y tanques de guerra, además de bomberos y ambulancias con las sirenas atronando en el aire, entre aplausos de los neoyorquinos que les gritaban “héroes”.
De forma inexplicable, de entre los escombros salían algunos hombres, cansados y cubiertos de polvo. Me pregunto cuántos seguirán vivos.
Como periodista, uno de los trabajos más desgarradores de mi carrera fue entrevistar a familiares que buscaban con fotos a sus seres queridos. Algunos forraron las calles con esas instantáneas y la palabra “missing” (desaparecido) o “¿lo has visto?”.
No hubo un día que no llorara con ellos, y también más tarde al llegar a mi casa. Era muy difícil no hacerlo.
Una ciudad herida pero cambiada
Es innegable que Nueva York sigue estremeciéndose cada vez que recuerda el ataque del 11S y las cerca de 3.000 personas que fallecieron hace dos décadas, pero la ciudad también ha sabido mirar hacia el futuro y reconstruirse casi por completo después del atentado terrorista que cambió el mundo.
A pocos días del funesto aniversario, las imágenes del suceso, proyectadas ahora en una enorme pantalla a escasos 400 metros de donde estaban las Torres Gemelas, son demasiado duras para algunos espectadores.
“No puedo, lo siento”, dice una neoyorquina mientras se aleja esquivando al resto del público, congregado en los jardines del Rockefeller Park para ver uno de los capítulos de la nueva serie documental de Spike Lee, “NYC Epicenters: 9/11-2021 1/2”, que recuerda minuto a minuto lo que sucedió aquel día.
Buena parte de los asistentes están visiblemente afectados, tapándose el rostro y agachando la cabeza cada vez que aparecen imágenes de personas lanzándose al vacío desde las ventanas de los rascacielos, o cuando se oye el impacto de los cuerpos contra el suelo. El dolor que aún suscitan los recuerdos de aquel 11 de septiembre de 2001 contrastan con la realidad de un energético Nueva York que ha ido reinventándose año tras año y dejando atrás el peor momento de su historia. Uno de los primeros cambios que implementó la ciudad tras el ataque fueron las estrictas medidas de seguridad, que perduran dos décadas después tanto en los aledaños de la Zona Cero como en los medios de transporte neoyorquinos.
Nueva York, una ciudad siempre en alerta
En el transporte público de Nueva York, la campaña “If you see something, say something” (Si ves algo, di algo) recuerda constantemente a los pasajeros que alerten a las autoridades ante cualquier paquete o bolsa abandonada.
La frase nació el 12 de septiembre de 2001 y fue adoptada por la Autoridad Metropolitana de Transporte (MTA) unos meses después, y desde entonces ha supuesto una fuente de ansiedad para los transeúntes, a los que se recuerda incesantemente el peligro de un atentado contra la ciudad.
Para el director del Centro Nacional de Preparación de Desastres de la Universidad de Columbia, Jeff Schlegelmilch, se trata de una campaña que ha sido efectiva, evitando por ejemplo un atentado con coche bomba en el concurrido Times Square en 2010.
“Aun así, nos estaríamos engañando a nosotros mismos si pensáramos que algo (como el 11S) no puede volver a suceder”, advierte Schlegelmilch.