A simple vista pudiéramos decir que, a diferencia de otras culturas, los dominicanos nos ocupamos de los ancianos propios, hasta su final biológico. Esto, a contrapelo de la práctica de irrespeto por las personas mayores, objeto de burlas y expresiones peyorativas: “Viejo’er carajo”; “Mardito viejo e’mierda” y muchos otros, a más de ser protagonista, de todos los cuentos que destacan la pérdida de la capacidad sexual. De la misma forma, los hijos se quedan muy adultos, en casa de los padres, hasta que, por decisión propia, hacen vida aparte. Esta concepción simple, no se da de manera tan lineal y escuchamos mil y una historias de las dificultades para determinar quién se queda con el anciano de la familia. Muchos criollos reniegan de la idea de colocar a sus seres envejecientes en un “asilo”, por el concepto generalizado de que son “almacenes de viejos”, a la espera de su momento final y se da cuenta de cientos historias deformadas, que quizás obedecen a realidades remotas. A los pudientes, una casa de acogida de primer orden, les cuesta cerca de US$1,000 o su equivalente. La vejez agravada por el común Alzheimer, demencia senil, arteriesclerosis o como se quiera llamar a la dolorosa pérdida de la memoria y la punzante desconexión de la realidad y el momento. Dolor y sufrimiento, para los que aman al afectado, porque lo sienten como un extraño conocido, que dejó perdidos en un bulto, sus recuerdos del pasado y asume una absurda personalidad distante de quien fue. Son los restos vivos de quienes nos dieron la vida y soportes, cuando éramos dependientes indefensos, alimentados por su seno o por su amor y protección.
Es común escuchar quejas del que le ha tocado en suerte “quedarse” con alguno de los progenitores, en su etapa geriátrica y en ello hay millones de historias. No es extraña la “enemistad”, como forma de eludir la responsabilidad de hijos, y dejar que los gastos de subsistencia y medicina del anciano, recaigan sobre uno, mientras los demás hijos montan las críticas y las “razones” por la que no se ocupan del anciano propio y sobrecargan a otro, por lo general mujer. Esto, por el principio machista de que eso “e’ pa’mujere”. El cuestionamiento de la hija lejana de que: “¿Cuánto hay en la cuenta?”, alimentada por el alquiler de una casa en el interior, que ni alcanza para los medicamentos de la presión y la diabetes, para saber con cuánto puede contar para resolver sus problemas propios. La vejez, en los estratos sociales más bajos, es una enfermedad grave porque es en esa etapa improductiva, donde se multiplican los gastos y necesidades médicas y los seguros y pensiones dignas son escasos. Las historias más dramáticas tienen como argumento, la supuesta o real herencia y lo que “el viejo o la vieja” dejó. Y “lo mío ¿a’onde tá?” pensando encontrar los tesoros del Marqués de la Atalaya y sin mirar quien prodigó amor y cubrió gastos de los últimos años.