Creo que no son muchos los países en cuyas capitales, y en la ruta de sus presidentes, abunden tantos mendigos, por lo demás extranjeros indocumentados que forman parte inocente de una red de criminales que los explotan sin consecuencias legales.
Para conferirle más singularidad al drama, dudo que exista otro caso en que, además del presidente de la República, por esa misma ruta transiten el jefe de la Policía, los directores de Migración, del Departamento Nacional de Investigaciones y muchas autoridades más, para quienes los eventos no están teniendo lugar.
Aterricemos: sucede que por las avenidas Bolívar, Sarasota, Rómulo Betancourt y otras de la parte más movida de la ciudad de Santo Domingo, transitan las principales autoridades del Gobierno, y justo en muchas de sus esquinas opera bajo sol, lluvia y sereno una cantidad importante de mujeres y niños haitianos ejerciendo la mendicidad.
Es obvio que al presidente de la República no le tocarán los cristales del vehículo, pues todos sabemos que el jefe del Estado no se detiene en semáforos. De lo contrario él también tendría que, de cuando en cuando, bajar los vidrios para entregar una dádiva a esos haitianos, la cual, obviamente, no va a ellos sino a los dueños del negocio.
Y es aquí donde el asunto encaja. Resulta que las autoridades saben—o imaginamos que lo saben—que esos haitianos son explotados por una mafia que los distribuye en horas de la mañana en diferentes esquinas y los recoge tarde en la noche.
El presidente de la República no tiene porqué saberlo de manera directa, aunque uno supone que habrá visto esas mujeres con niños en brazos, que en la mayoría de los casos no son hijos de ellas, pidiendo una moneda entre los vehículos, lo mismo que los menores que se disparan hacia los autos poniendo en peligro sus vidas y creando un potencial problema legal a los conductores.
No es el caso de las demás autoridades—jefe de la Policía, directores de Migración y DNI, etc.—, quienes tienen la obligación de perseguir a los delincuentes organizados que explotan esos haitianos, lo que resultaría bastante fácil con sólo dar seguimiento a quienes los distribuyen en la mañana y recogen en la noche.
Las autoridades no pueden permitir eso, ya que ante cualquier accidente fatal en que uno de estos pedigüeños resultase atropellado, nuestro país sería puesto en las cuatro esquinas como tolerante de la trata de personas, con el agravante de que se le imputaría como un Estado permisivo de la explotación de menores.
Y en estos temas, Unicef y otros organismos internacionales son implacables con los países signatarios que violan las convenciones al respecto.