José Martí es el paradigma del intelectual comprometido con la libertad. De sus 42 años de vida, unos 28 los dedicó a luchar por la independencia de Cuba, donde murió un 19 de mayo de 1895, en Boca de Dos Ríos. Fue excepcional en todas las facetas de su vida: renovó la poesía castellana, siendo precursor del modernismo. Como orador no tenía pares en la tribuna, ni siquiera Castelar le igualaba. Como cronista era de leyenda, contaba con una legión de seguidores y admiradores a todo lo largo y ancho de “Nuestra América” que incluía a Rubén Darío, quien al conocerlo en los Estados Unidos y escucharlo disertar escribió que no había presenciado un torrente de ideas y una potencia expresiva como la de “El Maestro” ni en América ni en España.
Martí visitó el país en tres ocasiones y desde aquí partió a Cuba con “la mano de valientes”, por ser cinco sus acompañantes, a la campaña por la liberación de su país. Aquí escribió algunos de sus textos fundamentales como el Manifiesto de Montecristi, que firmara junto al Generalísimo y que es el Acta de Independencia cubana.
En Cuba, apenas un mes después del desembarco, desoyendo las órdenes del Generalísimo Gómez de que se “quedara atrás”, moría en la Manigua cubana de un disparo en el pecho. Había caído “un ángel”, como dice Silvio Rodríguez en su canción “Cita con ángeles”.
Esa idea del intelectual comprometido con unos principios que chocan normalmente contra el estatus quo, que no cambia la libertad de su pensamiento por unas prebendas y que coincide en su lucha con las mayorías, con los oprimidos, con los excluidos y que, como “El Maestro”, es capaz de dar la vida por lo que cree, me fascina.
En la historia nacional no podemos imaginar a “los hombres de ideas” luchando “codo a codo” junto a las mayorías. Nuestros hombres de pensamiento se suman normalmente al carro del poder, no se atreven a enfrentarlo. Prefieren que las polillas les coman la vista frente a sus libros corrigiendo erratas, y les dejan la vida a “los demás”. Dirían, intentando justificarse, que “hay que sobrevivir -el cual es el primero de los compromisos-, para poder escribir”.
Don Tomás Bobadilla y Briones (1785-1871), por ejemplo, el más extraordinario hombre público nacido en el país –y quizás en la Isla-, y quien aún espera a su Stefan Zweig, tenía “luces” en una muchedumbre de “sombras”, pero utilizó su poder, sapiencia e influencia, esencialmente, para fortalecer el dominio conservador en la historia patria. Peña Batlle (1902-1954) fue trujillista e hispanista. Y como estos muchos más. Hemos tenido exceso de ese tipo de intelectuales. Nos han faltado los Américo Lugo (1870-1952), que prefirió el digno ostracismo domiciliario a la alabanza del régimen.
Este artículo lo he publicado antes -palabras más, palabras menos-, y seguro no podré evitar (re)escribirlo después, porque en mayo siempre recuerdo a Martí, la más grande estrella americana, quizás solo superada por “El Libertador”, Simón Bolívar (1873-1830).
¡Loor a Martí, a 122 años de su muerte!