Desde siglos se consagraron los derechos humanos, en Europa con la Revolución francesa y en América con la Independencia Norteamericana y la abolición de la esclavitud. De última generación, en décadas de final del pasado Siglo XX, se concentraron en los derechos fundamentales económicos y sociales. Los países se han puesto de acuerdo en organismos internacionales para la prohibición de la pena de muerte. Es que el derecho a la vida es el primero de todos; sin vida no se ejercen los demás, porque se debe existir para tener libertad, libre expresión, educación, alimentación, vivienda, empleo, vestir, libre circulación, la ciudadanía e identidad personal, etc.
Seguido al derecho a la vida, está el derecho a la libertad; el que está privado de libertad, está inhabilitado a ejercer la mayoría de los derechos; se reducen a la alimentación, vestir y un techo. Así están los condenados con penas de privación de libertad. Es que la vida y la libertad conducen a los demás derechos.
Quienes no defienden la vigencia de los derechos, desconocen siglos de historia y las luchas civiles de las últimas décadas; a eso nunca se debe renunciar.
La libertad no se pierde por estar siendo investigado; se presume inocencia; ella se considera el estado natural y ante una investigación judicial “Las medidas de coerción, restrictivas de la libertad personal, tienen carácter excepcional y su aplicación debe ser proporcional al peligro que tratan de resguardar” (Art. 40, acápite 9).
Ese mandato constitucional es taxativo, no admite dudas. Reduce una coerción a privación de libertad a determinadas circunstancias excepcionales y se aplican “proporcional al peligro que tratan de resguardar”.
Lo explicado es suficiente para considerar como improcedente e inconstitucional imponer privación de libertad a los encartados en el expediente de Odebrecht. Su libertad no significa dejar de ser investigados; es presumir inocencia.
Benito Juárez, ese patriota continental nacido en México, proclamó: “La defensa al derecho ajeno es la paz”. Digamos lo mismo.
Entre nosotros existe una cultura de la arbitrariedad e intolerancia, que aun los que defienden los derechos, exaltados reclaman reducir a prisión por cualquier motivo, expresando: “tránquelo”, o peor haciendo la señal con la mano así (“dale pa’bajo”) o “¿aún está vivo?”
La Policía, que es el cuerpo represivo del Estado de acercamiento a la población, y responsable de su protección, sólo sabe “jalar” con ligereza su arma letal porque no está entrenada ni equipada para controlar a los infractores más violentos con medios no letales. Se linchan presuntos delincuentes.
En todos los niveles sociales se experimenta una forma de predominio a esa cultura de la arbitrariedad e intolerancia, hasta para reclamar corregir violaciones a los derechos.
Más preocupante es que los jueces procedan igual, cuando ellos deben ser pioneros de los derechos y no recogerse temerosos. Son sustentadores sociales de los derechos; contraría su razón de ser dejarse dirigir por presiones políticas mediáticas y una cultura de arbitrariedad, en vez de dar lecciones sobre la libertad y el ejercicio de los derechos.
El debido proceso no es una bonita expresión jurídica, se trata del respeto a normas procesales aplicables a todos para ser juzgados, presumiendo inocencia y poderse defender en libertad, hasta condena irrevocable.
¡Procede reclamar el derecho a la libertad de los encartados, para defenderse, aun seguirían investigados!