Hace poco, dediqué una de mis entregas de este espacio a escribir sobre las expresiones populares que reclaman el fin de la impunidad, frente a actos vinculados al mal manejo en el uso de recursos públicos.Mi posición, como he tratado de que sea siempre, fue firme y con la intención de no dar espacio a interpretaciones erradas en torno a lo que pienso de este interesante momento que vive el país.
Interesante, porque gente de todos los sectores y clases sociales se han unido para exigir un nuevo orden en materia de aplicación de justicia, principalmente contra quienes aún entienden que el Estado dominicano es la mejor vía para obtener beneficios propios en detrimento de los intereses generales.
Por eso me identifico plenamente con estas acciones, aunque reitero que esta lucha tendría mayor apoyo si se desarrolla fuera del terreno político-partidario o con propósitos malsanos contra un Gobierno democráticamente electo.
Todo esto viene a recordación, porque luego de la marcha multitudinaria realizada en la capital he visto cierta distorsión del objetivo fundamental de estas acciones, que era insistir en el fin de la impunidad frente a comportamientos cuestionados o sospechosos de dolo.
Y ese era mi temor, que este esfuerzo colectivo que ha de recibir el apoyo incluso de las propias autoridades, porque serían los grandes beneficiarios, se contaminara con exigencias que más bien persiguen desacreditar al Presidente y de paso a toda la administración pública.
He escuchado voces que intentan proyectar la idea de que estamos frente a un sistema de corrupción apadrinado por el presidente Medina, a quien se ha llegado a señalar como el artífice de todos los males que se le imputan a este Gobierno.
Entonces esta lucha que reclama transparencia y justicia para los malos ciudadanos, de repente se ha vuelto una excusa para dejar escapar contundentes acusaciones y señalamientos contra la figura presidencial. Y esto, a su vez, puede degenerar en caldo de cultivo de gestiones tendentes a alterar el orden público y la paz social que tanto nos ha costado lograr y que igual debemos defender.
La corrupción pública no es cosa nueva en República Dominicana, porque se corresponde con un modelo de conducta anacrónico del servidor público sin vocación de servicio, y que se ha ido expandiendo con el paso de los años. Pero sería exagerado afirmar que se trata de un flagelo entronizado en el Estado, de tal forma que no hay justos porque todos son pecadores.
Tener bien definido el objetivo que se persigue en un proceso de lucha, es el requisito número uno para obtener los resultados realmente deseados. De no ser así, se corre el riesgo de caer en el descrédito y, consecuentemente, en la pérdida de legitimidad.