Tradicionalmente, la República Dominicana ha sido un país moderado y pasivo. Salvo claras excepciones, nos hemos diferenciado de muchos vecinos a la hora de manifestar nuestro rechazo a situaciones que empañan nuestra imagen nacional y teniendo una de las tasas de participación electoral presidencial no obligatoria más alta de la región, la preferencia ha sido la de expresar el descontento en las urnas, más que tomar las calles. Sin embargo, esto va cambiando y los ciudadanos, tarde pero seguro, se han ido dado cuenta de que la participación en política es la que verdaderamente logra cambios sustanciales para el manejo de la cosa pública, y de que la verdadera democracia no es la que se da cada cuatro años en las urnas, sino más bien la que se construye todos los días. Ya había dicho el ex Presidente Thomas Jefferson de Estados Unidos, que el precio de la libertad y democracia es su eterna vigilancia.
Teniendo esto en cuenta, hay flagelos específicos que requieren de especial atención ya que antes que ser controlados, parece que se consolidan. Entre los más notables, por lo que representa para la salud institucional de una nación, está la corrupción y su plataforma de impunidad. El rechazo a esta, impulsado por las revelaciones del caso Odebrecht que tan directamente ha golpeado a más de una decena de países, ha llegado a una dimensión nunca antes vista localmente. Si bien siempre se ha reconocido a la corrupción como causante de muchas de nuestras debilidades como Estado, esta no solía aparecer como una de las principales preocupaciones de nuestro pueblo. El hecho de que ahora tenemos a nuestro alcance acusaciones, montos específicos y arrestos de alto nivel, ha revelado que lo que se denunciaba durante años es cierto y que a muchos otros casos más que lamentablemente no se le da la debida atención.
A pesar de ser una economía en crecimiento, seguimos teniendo altas deficiencias que impiden que dediquemos los recursos necesarios a las áreas que garantizan el funcionamiento del contrato social. Principalmente, el área de educación y salud de calidad junto con una política de bienestar que sirva de plataforma a la juventud para seguir adelante. Junto a la baja tributación fruto de un modelo que no incentiva la formalidad, la corrupción y la impunidad son las causantes de esta realidad en que quienes menos tienen, no cuentan con un Estado trabajando para ayudarlos a encontrar la prosperidad personal y familiar. El caso Odebrecht a la cabeza junto con los demás escándalos, no menos importantes, sirven entonces como la oportunidad de replantearnos la sociedad que queremos.
La corrupción es un reto que como dominicanos debemos derrotar y castigar. Pero al mismo tiempo, debemos evitar lo que muchos de los beneficiarios de esta quisieran, el personalizarla en unos pocos y que todo quede en el morbo de un momento. Por el contrario, la meta colectiva que tenemos y debemos impulsar, es la de que quienes han violado su juramento constitucional de servir al pueblo, respondan debidamente ante la justicia y que se envíe un mensaje de que como país, no vamos a tolerar la continuación de este sistema corrupto que hipoteca nuestras posibilidades de desarrollo. Tenemos aún pendiente el mostrarles a nuestros hijos que en República Dominicana, el crimen no paga. Hoy, podemos enseñarles que eventualmente, los corruptos sí tienen que rendir cuentas y que quien esté pensando replicar esas prácticas sin importar partidos, religión, niveles sociales o cargos públicos, deberá saber que tendrá de frente a un país empoderado.