La historia del revolucionario no se construye con su muerte, es el producto de su constancia de vida y de su práctica social. Un revolucionario puede actuar toda su vida en la clandestinidad, pues la desigualdad de su lucha y la responsabilidad de preservarse obligan a actuar desde la sombra.
Pero sus ideas y propósitos son de trato y manejo público.
Desde Juan Pablo Duarte y los Trinitarios, se fue riguroso en su actuar clandestino, pero sus ideas eran difundidas al seno del pueblo por mecanismos distintos.
A lo largo de la historia Continental, todo grupo revolucionario se ha caracterizado por plasmar en manifiestos o declaraciones de principios la razón de su existencia y el fin de sus propósitos.
Y mucho más ahora con la Internet y las redes sociales, no hay razón para no pronunciar siquiera uno solo de sus supuestos ideales revolucionarios, que no sea una cadena de atracos, robos y muerte dirigidos acumular riquezas por la vía fácil y menos honorable.
La ética y la moral es el caparazón principal de todo revolucionario.
Cuando cayó el Che en Bolivia, o Camilo Torres en Colombia, o Enrique Jiménez Moya y Caamaño en República Dominicana, o Carlos Fonseca Amador en Nicaragua, o Martin Luther King en Estados Unidos, para solo citar algunos como referencia, dejaron plasmadas sus ideas, sus causas y no hubo razón de construírseles una historia después de muertos.
Los pueblos les admiran y aman por la constancia dejada de su vida pasada.
Fueron ejemplos que por la grandeza de sus sueños sacrificaron su juventud en la clandestinidad y la confrontación de clases, sacrificaron sus vidas por la acción revolucionaria. Equivocados o no.
Pero si usted hizo de su vida una cloaca, asaltando, asesinando y llevando el terror al pueblo inocente, entonces usted puede ser cualquier cosa, pero no un revolucionario. No hay constancia de que lo fuera, no existe proclama, ni manifiesto, ni una práctica revolucionaria.
Su legado es la de una vida expresada en asaltos y muertes de humildes ciudadanos, un rosario de acciones delincuenciales y fuera de todo contexto revolucionario. Esas muertes por sus actos nadie las va a olvidar. Sólo políticos baratos y de poca monta se pueden prestar a redactar crónicas y hacer causa común con sus hechos reprochables, pretendiendo con ello “pescar en río revuelto”.
Se incriminan y quitan el refajo, poniendo al desnudo sus frustraciones y odios justificando un rosario de hechos con el que se pretendió (al bajar de la derrota civilizada en mayo) sembrar el terror para desestabilizar la nación y llevar a la ilegalidad al estado de derecho.
Y esa no es práctica revolucionaria.
Entonces su monumento en lo más alto de la Plaza de la Bandera, debió ganárselo con su práctica y la constancia de su vida pasada.
Ah, después de muerto y su vida desperdiciada por usted mismo, entonces el cara dura de su padre pretende erigir un monumento a su memoria.
¡Qué cachaza y qué irresponsable nos ha salido el viejo!