He optado por vivir siempre de cara a la esperanza. Y aunque para muchos no deja de ser un sueño creer que las cosas pueden ser mejores, prefiero seguir soñando.No por menos Aristóteles dijo que “la esperanza es el sueño del hombre despierto”. Sin embargo, algunos prefieren seguir durmiendo y no hacer nada para alcanzar propósitos tan fundamentales como la paz social. Esa paz que prefiere el consenso en vez de conflictos.
Pero para lograrlo hace falta conciencia social. Es también un concepto que está ligado a la solidaridad, al compromiso, al respeto, a la verdad y a la justicia. Pero ese entendimiento tácito para el mantenimiento de las buenas relaciones mutuamente beneficiosas entre los individuos, no implica que no haya conflictos o que el mismo sea opuesto a la paz.
Pero conviene, en un trámite hacia la paz, transformar el conflicto en un generador de espacios constructivos. Para eso es necesario alcanzar ese estado a nivel social o personal que propicie el equilibrio entre lo antagónico y las discusiones fecundas.
Es necesario también que la sociedad logre la tranquilidad mental, como antesala para evitar fenómenos como la violencia o guerra. Martin Luther King decía que “la verdadera paz no es simplemente la ausencia de tensión; es la presencia de justicia”.
Pero la ausencia de paz en el mundo es el reflejo de nuestros fuegos interiores. Sentimientos como la ira, la envidia, el egoísmo y la venganza sólo destrozan el corazón del hombre.
Por esto es común ver cómo se critican las acciones desarrolladas para cambiar la realidad del país en muchísimos aspectos, mientras algunos pretenden perturbar la tranquilidad de la nación.
En este contexto, expreso mi preocupación por las malas pretensiones de querer dañar el buen nombre de monseñor Nicolás de Jesús Cardenal López Rodríguez, quien se ha ganado el respeto de una gran parte de esta sociedad, que ha seguido de cerca la carrera sacerdotal de un hombre consagrado a tiempo completo a la misión pastoral.
Con sus virtudes y defectos (ser humano al fin), cualquier cosa se le puede endilgar a López Rodríguez, pero jamás negarle su honradez probada y sus dotes de hombre de conciencia y actitud clara, recta y responsable, que nunca se ha postrado ante la mentira descarada ni a la hipocresía.
¿O es que luego de más de 50 años de vida sacerdotal ininterrumpida puede alguien dudar de su accionar eclesial, social, caritativo y sacerdotal?
Al margen de cualquier valoración personal, López Rodríguez es un referente incuestionable de un cristianismo coherente y ejemplar, que ha dejado grandes huellas dentro y fuera de la Iglesia católica dominicana. Y esta verdad debe pesar por encima de cualquier propósito nocivo.