Desde la infancia remota, desde cuando mi padre me trajo en 1953 de Macorís del Jaya a la civilización, he sido frecuentador asiduo del antiguo Parque Zoológico y Botánico de Santo Domingo, hoy Plaza del Conservatorio.
En la “Ciudad más limpia de América”, atiborrada entonces de refugiados españoles y húngaros, había luz a raudales, quizás como contrapartida del régimen tenebroso. Agua y luz permanentes, buen transporte, numerosos coches tirados por caballos cansinos, un clima fresco, “clima de eternidad”, como le llamó Mieses Burgos, un clima solícito y acuático, con lluvias que daban fastidio. Recuerdo que había un Malecón con increíbles lamparas de neón que distorsionaban los colores y convertían los maquillados labios rojos de las mujeres en labios morados. Había autobuses de dos pisos, fabricados en el país sobre el chasis de un camión o camioneta. Al segundo nivel, que no tenía techo, se subía por una especie de escalera de caracol y era el que todos preferían para pasear de noche. Autobuses con las luces encendidas como un arbolito de Navidad.

Recuerdo, con asombro, que en esa época había cines que pasaban películas diferentes dos veces al día, y que había una playa que me parecía maravillosa, llamada Güibia. Una playa con casino, un centro de baile, una playa con salvavidas y camerinos por los que se pagaba la respetable cifra de veinticinco centavos. Un pequeño muelle, un trampolín, una especie de barrera defensiva, un mar de aguas intranquilas donde la gente se bañaba con cierta precaución.

Recuerdo de una manera muy viva y particular el Parque Independencia, el mismo que destruiría muchos años después Joaquín Amparo Malaguer Ricardo. Era un parque alegre con muchas luces, con fuentes, quizás con cascadas iluminadas, un espacio verde y arbolado con jardinería exquisita, una graciosa glorieta (que debe estar en la finca de alguno de los generales de los doce años) y pérgolas en forma de túneles cubiertas de floridas trinitarias, un poco parecidas a la que aparece en la foto.
Recuerdo que en ese parque los restos de los padres de la patria reposaban dignamente bajo la puerta y baluarte del Conde, con sus nombres inscritos en una simple lápida de metal y una sencilla llama votiva a su lado. Llama imperecedera.

Recuerdo, que a pesar de tanta belleza, los visitantes del parque abandonaban el lugar no sin premura a eso de las seis de la tarde. Es decir, más o menos al atardecer, cuando la multitud de golondrinas venían a ocupar sus nidos al tiempo que aflojaban sus intestinos y daban inicio a una lluvia, un bombardeo fecal bajo el que nadie estaba a salvo.

Recuerdo perfectamente, sobre todo, aquel parque zoológico y botánico que mencioné al principio, un enorme parque zoológico y botánico donde uno podía perderse un día entero. Era un parque enorme, muy enorme, una especie de jungla, en los desvaríos de mi memoria, no ese que ahora veo ridículamente achicado en la realidad del presente.

Allí me llevó un día mi padre de la mano, muy de la mano, a pasear entre fieras que ya me eran familiares por haber convivido con ellas desde las películas de Tarzán y Jim de la selva. Aún así, sujeto, a soga corta (el padre cauteloso, el hijo saltarín) recuerdo aquella experiencia con visos de alucinación. Safari urbano a través de senderos de película. Por aquellos senderos perfectamente trazados, anduvo mi fantasía a rienda suelta, entre leones, tigres, monos, osos, ocelotes, elefantes y perros asesinos. Aún me veo, me recuerdo claramente bajando por la ruta de los osos, el pasaje encantado hacia el misterio de las cuevas de Santa Ana. Entro, con emoción, a la oscura galería. La voz de mi padre me introduce en el conocimiento de estalagmitas y estalactitas. Divago un rato entre la ciencia, la magia y la poesía.
En la luz al final del túnel hay una depresión, una especie de anfiteatro natural, radiante. En medio del anfiteatro hay un árbol de jabilla de proporciones monumentales, y alrededor del árbol una pecera, la pecera más bella del mundo, con peces de colores del tamaño de truchas y lilas como canoas. Para mayor encanto, en el anfiteatro nace o termina un misterioso sistema de cavernas, kilómetros de cavernas en el decir de una época, donde los muchachos de mi generación saciaban su sed de aventuras.

También recuerdo que uno de los mayores atractivos del parque era la isla de los monos, esa que también me parecía enorme en otra época y ahora se ha reducido a su mínima expresión. Esa isla que ahora parece apenas una pequeña torre en medio de un foso seco.

Recuerdo que cerca de la isla había una jaula de pájaros monumental de unos cinco metros de ancho por diez de largo y otros cinco de altura. Una jaula que luego se quedó sin pájaros y que, debidamente cubierta, hubiera servido para albergar un pabellón durante la celebración de una feria del libro. Una jaula que desapareció, precisamente, durante la celebración de una feria del libro del PLD y que eventualmente habría podido servir para encerrar a todos los secretarios o ministros de cultura del PLD y a sus más encumbrados funcionarios.

Recuerdo, desde luego, que la mayor atracción del parque era el mono Buche. Un mono con historia, con pedigrí, un mono de buena cuna que había pertenecido algún tiempo atrás a un ricachón excéntrico llamado Alfredo Nadal. Buche, un chimpancé, vivía en un relativo cautiverio. Su dueño lo soltaba de vez en cuando o lo tenía en libertad en el amplio patio de su casa solariega del malecón, cerca de la Avenida Máximo Gómez.

Un día, mientras el Generalísimo y benefactor y padre de la patria nueva paseaba con sus íntimos por el lugar, el mono Buche se descolgó de un árbol y se plantó frente a la comitiva haciendo monerías. La escolta y todos los valientes que componían el grupo se dieron seguramente un susto de madre. Algunos mojarían sus pantalones, expresarían a gritos su indignación, pedirían quizás la pena de muerte para el intruso después de haber demostrado un exceso de cobardía.

No sé de que manera el chimpancé se salvó del pelotón de fusilamiento, pero no se salvó de la prisión. Al mono Buche lo condenaron a cadena perpetua en una jaula del parque. Sin embargo, alguna vez oí decir que Alfredo Nadal obtenía permiso para sacarlo de vez en cuando y lo llevaba a pasear en auto en compañía de dos de sus pequeños hijos, hasta que en una ocasión, al regresar al parque, Buche se negó a bajar del auto y se encerró con los niños, poniendo el seguro a las puertas. De alguna manera lo convencieron de salir, pero a partir de entonces los paseos se terminaron definitivamente para Buche.

Otra versión, quizás la verdadera, sobre el encierro de Buche, es la de Alan Alfredo Nadal Porro:

“Mi padre lo mando a que se retirará de jugar y el le dio el frente a mi padre. Y mi padre lo fue a coger y el lo mordió. Así que ya estaba empezando. A ponerse. Salvaje le dieron 54 puntos en la mano. Y ya lo tuvo que donar”.

El hecho es que durante mucho tiempo Buche fue el personaje favorito de la chiquillada. Muchos le brindaban dulces y le pasaban cigarrillos encendidos que el mono Buche fumaba con aparente deleite.

Pero el mono buche, era machista, abusador, y creo que en alguna ocasión cometió un monicidio, mató a su pareja, con lo que se condenó a vivir solo y en abstinencia.

Era malo y travieso. A veces cogía un buche de agua y lo rociaba, lo chigueteaba a presión sobre los mirones (como hacen los galleros con los gallos) o los empapaba a todos palmoteándo el agua desde un contenedor que había en la jaula.

Para peor, Buche era pornográfico. Cada vez que el zoológico era visitado por grupos de muchachas de escuelas y colegios había que cubrir la jaula para ahorrarle a las estudiantes el espectáculo de un mono impúdico en calor, dado como quien dice al diablo, que reclamaba a gritos su libertad con fines inconfesables o de pronóstico reservado.

Amén de otras cosas impublicables.

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