El expresidente Leonel Fernández ha perdido el sentido de la realidad, como ya había extraviado el de la proporción. Su candidatura que él ha venido persiguiendo desde que dejó la presidencia, es tal vez la mayor prueba de ello. Admito cuán difícil es decirle a un líder que el final le ha llegado y cuánto cuesta convencerlo. Su irrefrenable protagonismo no le deja escape.
Necesita de reconocimientos y aplausos y el elogio de su personalidad que él mismo cultiva, sea que se crea un Moisés, un Buda o el propio Cristo, traicionado por sus discípulos.

Tal vez en su mundo de fantasía no se le ha dicho que su candidatura, si llegara a imponerse, sería su sepultura política. Un final lleno de riesgos legales, en un escenario nuevo con otra estructura de justicia, con jueces de carrera sin ataduras partidarias y un sentido del derecho más allá de las estrechas fronteras de adhesión a una causa política ebria de fama y riqueza, en la que ha encontrado refugio.

El caso es predecible. Su postulación a un cuarto periodo no podría ofrecerle al país cosas que no hiciera en doce años de mandato, salvo una que otra línea del metro, con lo cual su círculo íntimo estaría a gusto. Un final desgarrador, alimentado por un rosario de quejas que cada día sumaría cuentas en su contra. El epílogo inevitable de una carrera que alguna vez ilusionó a la nación; la fracturación casi segura del espíritu de cuerpo que el usufructo del poder generó en su litoral, evitando así la consolidación de una alternativa, ya formada y en crecimiento, caracterizada por una concepción distinta del poder que él representa. Una opción al otro extremo de la suya, diferente, sin pretensión mesiánica. En otras palabras, la posibilidad de ponerle límites al ejercicio prolongado de un poder, por vocación autoritario, que en manos suyas propició el auge de valores falsos y la hipocresía..

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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