Cada vez que las cosas no van como deseamos, cada vez que sentimos que “la suerte no está de nuestro lado”, que estamos seguros de que cada intento será un fracaso y por lo tanto es mejor no arriesgarse, comenzamos a perder la fe y la esperanza. Nos dejamos caer convencidos de que es el final.

Por increíble que parezca, más de una vez nos hemos sentido así. Hemos logrado superarlo, hemos resurgido de nuestras cenizas, y sin embargo, cada vez que nos vuelve a suceder, nos invade la misma actitud derrotista. Nos abruma la desesperanza.

Nunca entenderé por qué, aunque en miles de ocasiones los seres humanos nos hemos dado cuenta de nuestra extraordinaria capacidad para superar las adversidades, nos dejamos paralizar por estas cuando se nos presentan.

Lo mismo sucede con nuestros errores. No logramos aprender de ellos y por eso somos reincidentes.

Más de una vez tropezamos con la misma piedra y para colmo de males, como escribió un poeta, lo hacemos con el mismo pie.

No somos previsores, tentamos a la suerte de manera constante y temeraria.

Es por eso que cuando las cosas se nos complican no contamos con las herramientas para resolver la situación.

Es por eso que lo más fácil es dejarse derrotar por la falta de fe y la convicción de que no podremos salir adelante, en vez de tomar el camino difícil y luchar por superar la prueba por difícil que parezca.

Es extraño, pero sólo nos convencemos de lo que podemos alcanzar, sólo cuando lo hemos alcanzado. Sólo sabemos de nuestro valor cuando hemos vencido.

Sin embargo, en los tiempos de tribulación, la desesperación anula nuestra capacidad de reaccionar.

Sólo conservando la fe y confianza en nosotros mismos podremos enfrentar las situaciones dificiles, con inteligencia y con la serenidad propia de aquel que está consciente de su capacidad para superar esos desagradables imponderables que se nos presentan en la vida.

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