Recientemente hemos tenido conocimiento de colegios privados de zonas marginales y hasta de clase media, que enfrentan situaciones financieras precarias, e incluso han cerrado sus operaciones debido a la baja demanda estudiantil o bien a la imposibilidad de subir los costos de matrícula por alumno que se requeriría para lograr un nivel mínimo de rentabilidad y, al mismo tiempo, incrementar las mejoras de sus indicadores de desempeño.

Obviamente el fenómeno está relacionado con el proceso de reforma que experimenta la educación pública en República Dominicana: mayor acceso, mejores infraestructuras y equipamiento, expansión cada año de la modalidad de jornada escolar extendida, dotación de insumos escolares, y obviamente la percepción, en general, de que la inversión en el sector educativo está siendo efectiva. Adicional a esto, los colegios privados, para reclutar y retener buenos docentes tienen que competir con el salario que ostentan éstos en el sistema público.

Actualmente la población que atiende el sector privado ha disminuido a un 22% aproximadamente. Un fenómeno común experimentado en sociedades occidentales es, justamente, esta migración del sector privado al público. De hecho, en muchos países el sector privado atiende solo un por ciento modesto de la población, ya que la educación pública ofrece a las familias garantías de calidad. En estos casos, el sector privado acoge una élite de la población a muy alto costo; la oferta es de buena reputación académica, confesional en muchos casos, caracterizada por una metodología de enseñanza particular o un plan de estudio especializado, bilingüe o multilingüe.

Parece una dinámica social natural y justa para los ciudadanos que tributamos de cara a la obtención de cobertura de servicios básicos con cierta dignidad. No obstante, en nuestro país, preocupa si la oferta de educación pública va a poder solventar el compromiso que esta migración implica. No me refiero a la cantidad de estudiantes que puede acoger el sistema, me refiero a la capacidad estatal de proveer un contenido educativo con la calidad y pertinencia que se espera. Si esta reforma no apunta con cierta premura a la mejora sustancial de un proceso más efectivo de enseñanza y aprendizaje, a la vez que se hace más eficiente la gestión institucional de los centros educativos, podemos estar condenando a una franja cada vez mayor de jóvenes a una pobre educación y abriendo aún más la brecha social y económica entre los que tienen oportunidades significativas de aprendizaje y los que no.

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