Si bien la falta de regulación originó el desorden financiero causante de la crisis global de 2008-09, el exceso de ella puede provocar más daño a la economía. La creciente intervención del Estado en la economía suele producir distorsiones capaces de paralizar el ritmo de crecimiento y obstaculizar las inversiones y el ingreso de capitales tan necesarios para impulsar el desarrollo, fomentar el empleo y combatir las consecuencias de la mala calidad del gasto público.

Existen muchas reservas sobre la tendencia a conferirle al Estado un papel de mayor preponderancia en la vida económica de las naciones. La razón descansa en las penosas experiencias de ensayos pasados y presentes. En muchos países, Cuba, Venezuela y Nicaragua, por ejemplo, los gobiernos intervienen o husmean en la vida de cada ciudadano, de manera directa e indirecta, haciendo la vida una carga muy difícil de sobrellevar.

No existe de hecho en esos países una actividad social o económica de impacto que no esté de alguna forma ligada, atada, comprometida o asociada con el Estado, o paralizada por él. Así, mientras falla en dotar adecuadamente a la población de alimentos, a las escuelas de pupitres, pagar a tiempo a los servidores públicos, muchos de los cuales no desempeñan una función útil, y no encuentra cómo darle ocupación a miles de médicos desempleados, no obstante las terribles deficiencias de los servicios de salud que prestan, gobiernos como esos se empeñan en ensanchar su radio de acción convirtiéndose en instrumentos abrumadoramente dominantes. Asumen tareas que en sus manos resultan tan amplias y disímiles como absurdas. El crecimiento del papel que esos y otros gobiernos se han otorgado a sí mismo con evidente señal de autoritarismo ha tenido como resultado la creación de controles excesivos y paralizantes de la actividad creativa de sus naciones.

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