Los chinos admitieron hace años que el marxismo, enunciado a mediados del siglo diecinueve, no podía tener respuestas a los problemas de la China actual. El resultado ha sido una reforma radical en la economía, que ha hecho de ese inmenso país un coloso mundial, en el ámbito comercial y militar. Lo mismo tendrá que suceder con las Naciones Unidas. Recordemos que los problemas actuales, el mundo surgido al final de la guerra fría, son totalmente diferentes a los que motivaron después de la Segunda Guerra Mundial el surgimiento del organismo. La ONU tendrá que readecuarse a las transformaciones que ha sufrido la humanidad desde su creación en la conferencia de San Francisco.

No se trata de un cuestionamiento del papel y de la humanitaria tarea que las Naciones Unidas realizan. El aspecto que la hace inoperante se relaciona con el equilibrio del poder que su misma composición entraña. Por ejemplo, el funcionamiento del Consejo de Seguridad, en el que los cinco miembros permanentes—Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China–, tienen la potestad de impedir cualquier resolución adoptada por mayoría de votos, con sólo ejercer un derecho al veto, lo que pone en entredicho su trascendente papel de árbitro.

Los últimos conflictos regionales, las guerras en Irak y Afganistán y las masacres de ciudadanos en Siria, plantean la urgente tarea de modificar algunos de los fundamentos que hace más de medio siglo dieron nacimiento a las Naciones Unidas. A menos que ello ocurra, el organismo seguirá siendo visto en muchos países como una institución cada vez más incapaz de resolver por vía del diálogo y la negociación los conflictos entre los estados. Sin embargo, habrá que tener siempre en cuenta que al igual que otros organismos internacionales, como es el caso de la OEA, la ONU siempre ha sido y será lo que la mayoría de sus miembros ha querido y quiera que sea.

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