Una de las grandes aspiraciones de la sociedad ha sido la de que los procesos electorales lleven consigo la obligación de los candidatos a debatir públicamente sus propuestas al electorado. El proceso con vista a las elecciones del 2020 ofrece una excepcional oportunidad de llenar ese vacío.

La tranquilidad de la nación hace necesario un debate cara a cara de los candidatos presidenciales para probar ante el país cuál de ellos es realmente el más capaz y con más amplia visión de las realidades nacionales. En todas las naciones democráticas, incluso aquella con menos tradición de ejercicio político plural que la nuestra, esos debates forman parte del quehacer político y quien se resista a participar en ellos prácticamente se margina del proceso, lo que equivale a renunciar a sus aspiraciones. Los debates ayudan a una mejor preparación de los candidatos y proporcionan al pueblo una visión más realista y franca de sus intenciones y capacidades.

Por años se ha estado proponiendo sin éxito esa sana confrontación de las ideas y propuestas de gobierno por los aspirantes a dirigir el país. Si bien hubo tímidos intentos de lograrlo en el pasado, como fue la ronda de presentaciones individuales de los candidatos de los tres partidos mayoritarios semanas antes de las elecciones del 2004, el país no tuvo en esa ocasión la oportunidad de confrontar la manera en que ellos podían refutarse entre sí, lo que siempre da a la actividad política una dimensión distinta y proyecta a los candidatos más cercanos a como en realidad son.

Un debate sería de gran atractivo en la campaña electoral. El país debería exigirlo y presionar para que no haya excusas que lo impidan. Es un derecho que no pueden negarle a la nación. La sociedad civil tiene ante sí esa tarea, a la que no debería renunciar.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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