La relectura de las obras de Gabriel García Márquez me trajo a la memoria la que tal vez haya sido una de sus últimas entrevistas como el genial periodista que siempre fue. La entrevista hecha a Fidel Castro, probablemente también la última concedida por el dictador cubano a escritor extranjero, legó una formidable reflexión sobre el alcance del poder absoluto y las inmensas limitaciones que conlleva paradójicamente el ejercicio de ese poder.

Si bien se trató de una entrevista complaciente, cosa lógica dado el trato personal y profesional del Nobel de Literatura colombiano con el líder de la revolución cubana, una frase de Castro le imprimió a ese encuentro un valor extraordinario sobre el significado del poder político y la terrible e inconsolable soledad que rodea siempre al que lo ejerce o posee, aislándole y convirtiéndolo a la postre en un esclavo de sí mismo.

Al final de la entrevista, el escritor le preguntó a Castro qué le hubiera querido hacer en todos esos años de revolución que nunca pudo. Gabo cuenta que Castro quedó pensativo unos segundos para luego responder en tono cortante con una breve y sorprendente frase: “Pararme en una esquina”. La respuesta le confirió a esa conversación entre dos amigos de fama mundial un valor especial acerca de los límites del poder cuando trasciende la razón y convierte al que lo ejerce en un ser solitario, rodeado de miedo y silencio. El hombre que disponía a su antojo de la vida y hacienda de sus compatriotas, era a fin de cuentas tan pequeño e insignificante que no podía detenerse en una esquina de La Habana como sí podía hacerlo el más débil de los cubanos.
Una lección que deberían aprender o cuando menos recordar todos aquellos que aquí aman el poder más que a su propia vida. Los ungidos que ven las elecciones del 2020 como ocasión para recobrar lo que creen les pertenecen por designio divino.

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