Willians cerró los ojos para recordar y recordaba bien. En el asiento trasero del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, justo detrás del Güero Padilla, el aire gélido de la noche de Monterrey lo mantenía despabilado.

Willians Jerez había recibido la noticia de la beca a bordo de un barco mercantil. Era marino y seguiría siéndolo: marino, trompetista, pianista, músico, artista, y desde luego un poco loco por definición y un poco pobre, más bien pobre en el sentido literal de la palabra, con una inteligencia despejada que no le permitía otras realizaciones hasta el día en que recibió la beca que el gobierno de Juan Bosch (fundador sietemesino de la democracia dominicana después del ajusticiamiento de Trujillo) dispensaba a granel a estudiantes meritorios sin importar clase ni origen.

En Monterrey, Willians se ambientó en todos los ambientes que había conocido, como pez en el agua, a pesar de que era desierto lo que rodeaba a la ciudad. Al poco tiempo de llegar ya había formado un grupo de música popular que tocaba en fiestas familiares, salones de baile y otros lugares menos santos a ritmo de merengue y salsa y otras géneros musicales menos gastronómicos.

En 1965, durante los primeros meses de la segunda intervención armada del imperio del norte a Santo Domingo, los cheques de la beca dejaron de llegar y los casi cien becarios dominicanos en Monterrey (y otros muchos lugares) empezaron a pasarla mal.
Algunos recibieron ayuda de sus familiares o se ayudaron mutuamente o ambas cosas, y otros lograron vivir o sobrevivir de lo que García Márquez llamaba en sus tiempos heroicos de París “el milagro cotidiano”.

Casi todos, sin contar a Willians, se vieron en serios aprietos económicos. Willians se instaló bajo contrato con su conjunto musical en un centro nocturno de mala muerte, o mejor dicho de mala vida, y allí se pasaba la noche tocando la trompeta y estudiando, ganándose el sustento y cierta fama por su aplaudida interpretación de “El manicero” (o manisero).

Durante ese periodo especial tuvo lugar una famosa apuesta en la que, según se dice, participó de alguna manera Willians. Otros señalan a dos de los estudiantes que vivían en Los grises, un conjunto de apartamentos en la cercanía del Tecnológico. También se atribuye la ocurrencia a dos habitantes de La silla, otro conjunto de apartamentos para estudiantes, pero el hecho es que ahora ninguno de los responsables reconoce la paternidad del suceso.

Nadie, en principio, tomó en serio la apuesta, de la cual se habló con varios días de antelación, pero era ya un principio de apuesta. Se apostó a que lo harían y lo hicieron. Una noche de diciembre de 1965, durante las fiestas del Señor que es hijo del Señor, se llevó casi felizmente a cabo.

Encuerados, calatos, en pelotas, desnudos como peces (a excepción de las gorras que cubrían sus cabezas) y con suficiente alcohol en la sangre, dos estudiantes anónimos salieron trotando de su apartamento a la calle, al frío punzante -un suavísimo trote-, y emprendieron la vuelta a la manzana dejando atrás las miradas relativamente incrédulas de sus compañeros y cómplices.

Al amparo de la noche, la sombra o la penumbra, en el ambiente casi bucólico del área y en la atmósfera de recogimiento de esos días, habrían debido pasar y pasaron desapercibidos durante la mayor parte del trayecto, pero en la penúltima etapa encontraron una inmensa familia que entre libaciones y fuegos artificiales celebraba en la galería el nacimiento del niño Dios.

Los trotadores no se inmutaron. Al pasar frente a la galería saludaron cortésmente, amablemente, quitándose las gorras y en ese mismo instante se armó la pelotera, el griterío de las mujeres escandalizadas y el júbilo de la chiquillada, las posibles llamadas a la policía.

Un corto trecho más adelante, al doblar la última esquina terminaba el trayecto e ingresaron de nuevo al apartamento, a la tibieza del nido, entre aplausos y risas, y vasos de tequila y de ron y de cerveza.

En otra memorable ocasión, después que se regularizó la llegada de los cheques y las aguas volvieron a su nivel, Barón contrató los servicios gratuitos de Willians y sus músicos para darle una serenata a una chamaca de la cual cierto amigo creía estar perdidamente enamorado o por lo menos infatuado.

Parece que fue ayer, diría Barón alguna vez, recordando el episodio.

En lontananza, parece que fue ayer. El valle de la primera canción que iban a cantar estaba plateado de luna y la serenata estaba a punto de empezar, pero no tan románticamente como se había planificado, sino a perdigonazos. Los serenateros tenían un buen tiempo ensayando poemas y canciones y ensayando tragos para darse calor y se saltaron una verja del jardín para acercarse a la ventana de la gentil doncella que dormía plácidamente. Y se acercaron tanto que cuando la voz aguardentosa y rompiente del enamorado, cuando aquel vozarrón trasnochado se hizo sentir como un trueno en la profundidad del silencio para dedicar la serenata y un poema, la desgraciada agraciada pegó el grito al cielo y se metió despavorida bajo la cama clamando ayuda. Y en su ayuda acudió la voz del padre, apagada y legañosa, pero audible, rapidito mi vieja la escopeta, que hay ladrones, mi vieja, rapidito.

Tratando de remediar lo irremediable, igual de rapidito y un poco cagandito los músicos se hicieron señas para iniciar la velada y aclarar el equívoco, pero el tiempo apremiaba y por un momento temieron lo peor y se dieron a la fuga. Aquel valle plateado de luna y aquel sendero de mis amores que apenas iban a comenzar a cantar, hubieran podido teñirse de otro color. Pero la sangre no llegó al río. Apenas por un pelito el valle plateado de luna no se plateó de rojo. En cambio el sendero de mis amores quedó intransitable por varios días.

Desde el asiento trasero del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, mientras recibía en el rostro el golpe alado de la brisa fría, Willians sonreía al recordar que en ese episodio había participado un estudiante de ingeniería eléctrica a quien llamaban cariñosamente el Trípode.

Al Trípode le decían así por cierta mayúsculación sexual, una tercera pierna o pata que portaba con tanto orgullo como el apodo.

De acuerdo a fuentes no confirmadas, pero tampoco desmentidas, el Trípode entró en una ocasión a un sanitario del Tecnológico y se paró frente a un mingitorio a mingir, cerca de un profesor conocido por sus ocurrencias y buen humor. El profe, al parecer, echó una mirada involuntaria, indiscreta, al equipo colgante del Trípode y se sobresaltó, se espantó teatralmente, se echó hacia atrás como si temiera que pudieran morderlo.
¡Válgame Dios!, exclamó bruscamente con los ojos brotados, desorbitados, ¿usted trajo ese animal a orinar o a beber agua?

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